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Full text of "Grito de gloria"

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GRITO DE GLORIA 



A. BARREIRO Y RAMOS, E°'tob 
LIBRARÍA, PAPELERÍA Y EXCUADERNACIÓN 

CALLE 25 !>:■: MATO v CÁMARAS 



Biblioteca de Autores Uruguayos 



-ROBRAS EN VENTA.;- 
EN FORMATO EN 8.' 

ZORRfILA !>!■: Sam Martín Ji \n), TABARÉ.— POdDia] 1 ale- 
lumen Impreso en Parle con lodo lujo, ador- 
nado con mi I trato del amor ai agua fuerte. 
—Prado con u lademación de tela . . • 

A. Maoarinos Cervantes.— PALMAS Y OMB1 

9 lomofl á la rústica •• LOO 

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v\ii\ a. i tomo •• 

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• M n : ,1 tomo di 

, autor, — Precio ■ la rustica , > 0.80 
, con un i'id- 



Biblioteca de Autores Uruguayos 



EDUARDO ACEVEDO DÍAZ 



GRITO DE GLORIA 



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MONTEVIDEO 

A. Barreiro y Ramos, editor 

3f de Mdxo, esquina Cámaras 
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GRITO DE GLORIA 



Después de Catalán 



Las campañas antes tan herniosas, rebosantes de 
vida, estaban ahora mustias, llenas de desolación 
profunda. Creeríase que un ciclón inmenso las hu- 
biese devastado de Norte á Sur y del Este al occidente, 
sepultando hasta el último rebaño bajo las ruinas 
del desastre. 

Soplaba como un viento asolador sobre los cam- 
pos; la grande propiedad parecía aniquilada. No se 
veían ya numerosos los ganados agrupados en los 
valles ó en las faldas de las sierras. 

En su mayor parte las viviendas estaban sin mo- 
radores, saqueadas, en escombros, y en estas «tape- 



E. ACEVEDO DÍAZ 



ras» crecía la yerba salvaje hasta ocultar los pica- 
chos de lodo seco. ¿Para qué hombres y perros 
pastores? En la tierra conquistada había concluido 
la labor libre y muerto toda industria. Sus hijos, 
ya exánimes los unos, los otros errantes, habían 
agotado en lucha tenaz todo el caudal de su es- 
fuerzo bravio. 

El desaliento cundía a modo de vaho asfixiante 
de uno á otro confín; no se elevaban cabezas alti- 
vas, ni brazos poderosos, ni gritos terribles de com- 
bate, allí donde durante nueve años se habían cho- 
cado múltiples ejércitos y consagrádose á hierro y 
fuego la aspiración constante de libertad. 

Los nuevos dueños del país allanaban las propie- 
dades y se repartían los frutos. Acompañábales la 
sed insaciable de riquezas que se apodera de los 
(bertes en pos de fáciles victorias y extendían la 
garra con la brutalidad de la bestia cebada. Nin- 
guna barrera podía detenerlos. Dineros, bienes, hon- 
ras, vidas, todo era barrido por la ola de la con- 
quista. 

En los primeros días, á través de las cuchillas, á 
lo largo de los caminos, en lo hondo de los valles, 
un ruido pavoroso cada vez en aumento, un mu- 
gido Continuo, siniestro, formado por inli- 

llenaba de aflicción los pag 

LaJ pOCaí mujeres que habían quedado en sus 
mora ;:i inquietas .1 Lis puertas o se lanza- 

ban las á las vecinas lomas, .it raídas por 

aquellos ruidos de tronada, conjunto de lulid 
clamores, de relinchos y c.ui^ 



GRITO DE GLORIA 



Entre enormes polvaredas, cuyas nubes se exten- 
dían al ras del suelo como humazos de combate 
en un día sereno, se corrían hacia la frontera como 
impulsadas por un viento tempestuoso considerables 
tropas de ganado. 

El arreo era completo. 

Sinnúmero de astas en tumulto apiñadas, cho- 
cándose, formando una verdadera selva de pitones 
agudos, sobrenadaban en el nubarrón de tierra do- 
radas por el sol, y se escurrían veloces á lo largo 
de las carreteras. Entre aquel turbión de volutas 
de polvo, de cornamentas y de pezuñas en perpetuo 
movimiento, distinguíanse las cabezas de los ginetes, 
que agitaban aún más el torbellino con las bande- 
rolas de sus rejones, prolongados silbos y voces 
atronadoras. 

Eran soldados riograndenses y paulkstas. 

Alguna vez, el clarín acompañaba á los voceros 
con notas roncas y estridentes. 

La torada se atropellaba entre bufidos, llevándose 
por delante novillos y becerros y embistiendo á los 
flanqueadores; y entonces el ganado arisco, casi 
cimarrón, se deslizaba rápido hacia los montes, en 
los que en gran parte se guarecía aplastando ra- 
mas y malezas. 

Los soldados hacían cerco al resto y proseguían 
su camino con gritos lúbricos, bebiendo y jurando, 
destruyendo los míseros huertos y plantíos con los 
cascos de sus caballos y los mil pies de las mana- 
das que empujaban como un torrente sobre aqué- 
llos, con gran alborozo de la turba. 



E. ACKVEDO DÍAZ 



Hacia otros rumbos, el cuadro revestía los mis- 
mos colores, la misma violencia impune, igual des- 
borde de instintos insaciables. 

Allá, era un ganado yeguar arreado al galope, 
en cuya masa confusa iban mezclados los caballos 
mansos y los potros, corriendo desatinados entre 
sones de cencerros, ya agrupándose en deforme 
montón de crines y cabezas, ya dispersándose en 
parte entre corvetas y hocicadas de fiera embrave- 
cida, para perderse en los desfiladeros y anfructuo- 
sidades de las sierras, lanzando relinchos que re- 
percutían en los cerros lejanos como ecos de una 
bocina poderosa. 

Acullá, eran las bestias dóciles, los bueyes arran- 
cados á las carretas y al rejón que labra el surco, 
confundidos con los carneros y porcinos, los que 
rodaban por el camino impelidos por la horda, es- 
trujándose, atropellándose al ruido del esquilón, en 
medio de tremendos ludimientos de cuadriles y de 
guampas ; y que, ora se detenían de súbito azora- 
dos al escuchar á lo lejos los bramidos del ganado 
vacuno semejantes á notas sonoras de mil trompe- 
tas colosales ora recomenzaban su marcha en vio- 
lentos remolinos sembrando la carretera con los 
cuerpos del rebaño menor aplastados por la pezuña 
del enjambre. 

Mi. lejOS, sobre la loma llena de verdina v \ de 
claridades ardien: rUOOS, otros luciua- 

mientos dudosos, otras aglomeraciones de hombres 

y de 601110 envueltas en una humareda de 



GRITO DE GLORIA 9 



incendio, se precipitaban presas de un vértigo hasta 
hundirse en los llanos apartados en fragorosa ba- 
lumba. 

Sobre el dorso de las «cuchillas» destellando vi- 
vos reflejos, altas, amenazantes, en haz siniestro, al- 
canzábanse á ver las moharras de los astiles y el 
bronceado de los morriones de la caballería inva- 
sora. 

En todos los contornos se alzaba sordo é impo- 
nente un rumor de agonía ; y no pudiendo aterro- 
narse para escapar á la saña de aquellos rapaces 
vencedores, las familias enteras abandonaban sus 
casas llevándose lo más necesario, lo que hallaban 
á mano en medio de sus angustias, y se ocultaban 
en los lugares selváticos; únicos campos de asilo en 
su infortunio, donde también habían buscado refu- 
gio los hombres que salvaron de la persecución 
implacable ó de la ruda pelea. 

Desde sus ladroneras de palma ó de guayabo, 
cuando no del ombú gigante de una isleta, obser- 
vaban anhelosas cómo la avalancha crecía y rodaba 
con estruendo, á la manera que se desprenden, cho- 
can y precipitan los peñascos de la cumbre de los 
cerros poniendo en fuga á las piaras bravias; cómo 
cruzaban á escape los destacamentos arrollando las 
puntas del ganado que había huido del rodeo, ó 
alguna masa compacta de fieros novillos que en ra- 
pidísimo arranque se azotaba al arroyo en brincos 
tremendos, sin hollar el ribazo, para hundirse en 
los <f rincones» del bosque en cuyos senos oscuros 
se esparcía como una ola bramadora. 



10 E. ACEVEDO DÍAZ 



Miraban también rodar entre montones de are- 
nisca y guijarros en las faldas de la sierra, á las 
yeguadas indómitas, y lanzarse en mole á las aguas 
sus pujantes «baguales» sacudiendo los crinudos pes- 
cuezos para ganar por el mismo instinto los escon- 
didos potriles donde tan sólo las sutiles flechas del 
sol y el ágil «matrero», — la luz y la audacia, — vio- 
laban el secreto de la salvaje guarida. 

Cuando no eran las corridas, las matanzas ó las 
«boleadas» del ganado con frenético desenfreno en 
las colinas y en los llanos las que animaban los 
pagos desiertos, eran los escuadrones escalonados, 
las partidas sueltas exploradoras ó los destacamen- 
tos en comisión los que desfilaban i períodos, en 
una serie interminable de ginetes y «reyunos», cuyo 
tránsito sobre ciertos terrenos de canteras en el si- 
lencio de las tardes producía como un temblor 
prolongado oído con impotente colera por los asi- 
lados en los bosques. 

A veces, algún incendio iluminaba en la noche 
con sus rojizos resplandores cerranías y valles. Era 
que, como quien espanta alimañas, la tropa ponía 
fuego á un juncal espeso Ó á un grupo de atalas» 
y «sombra de toro» para obligar á la fuga á los 
«matrero la vacada cimarrona, fuertes cre- 

pitaciones llenaban el espacio en vasta comarca, en- 
vuelta en inmensas columnas de humo negro, re- 
medando aquéllas los estampidos de un fuego en- 
sordecedor de fusilería en los estribaderos de una 
: a. 



GRITO DE GLOIUA. 11 



Horas después, el sol alumbraba cuerpos carbo- 
nizados y montones de cenizas ardientes. 

No pocos de aquellos soldados de uniformes ver- 
des con vivos amarillos echaban pie á tierra de- 
lante de alguna morada solitaria, hacían saltar con 
las puntas de los sables los débiles cerrojos ó con 
los cuentos de sus lanzones los ventanillos sin cruz 
de hierro, y penetrando al interior en tropel, po- 
níanse á destruir el miserable ajuar y á escudriñar 
los techos, debajo de la cumbrera, de las costane- 
ras, de los aleros, en busca de onzas de oro ó alha- 
jas ocultas, derribándolo todo entre cínicas algaza- 
ras, hasta las pobres estampas de imágenes religio- 
sas que adornaban las negras paredes. 

Salían luego cargando con las prendas de más 
valía, que echaban sobre el «recado» ó metían en 
las maletas; y continuaban su marcha devastadora, 
señalando cada etapa con un exceso. 

A ocasiones, encontraban á los dueños en sus 
viviendas en preparativos de irse á los montes, ó 
á otros que arreaban presurosos sus bestias de con- 
fianza á lo largo de las laderas para buscar refu- 
gio en la espesura, en fraternal intimidad con los 
tigrinos y capivaras. Iban mujeres, niños y viejos, 
cuando no inválidos de la sangrienta guerra; á ve- 
ces gente moza y varonil muy osada y aguerrida. 

Entonces los episodios eran terribles. 

La soldadesca desbordada acometía la caravana, 
dispersaba sus miembros y se distribuía los despo- 
jos ; si ya no era que, reunidos los mocetones uno 



12 E. ACEVEDO DÍAZ 



contra diez, cargaban ciegos á daga y trabuco rom- 
piendo filas, en tanto los débiles corrían á ampa- 
rarse en las malezas. 

En estos encuentros ignorados y dramas lúgubres, 
solía suceder también que en medio del botín y 
del desorden, «matreros» bravos, en montón, saliendo 
sigilosos del vecino monte, caían de súbito sobre 
la tropa dispersa con el estrépito de una manada 
en días de corrida, y la diezmaban sin perdón, ul- 
timando en el suelo hasta el último vencido. 

Mas, bien luego aparecían nuevas fuerzas en las 
próximas «cuchillas» repitiéndose las tétricas escenas 
en toda la zona hostil ; hasta que ya los campos 
talados no ofrecían alicientes, ni de los bosques ta- 
citurnos brotaban voces agresivas. 

De este modo, decirse puede que no hubo un 
pago, un río, un arroyo, una .sierra, un llano, una 
loma donde no corriese sangre. 

Los cuerpos sin vida quedaban desnudos al sol y 
á la lluvia, lejos de ojos piadosos, como los de 
animales montaraces allí donde les sorprendió la 
muerte. 

Raro era quien por amoroso afecto ataba un 
cadáver á un madero y lo subía á las ramas de un 
ceibo, para que asi, escondido en bóveda ramosa 
entretejida de enredaderas, salvase .il diente del fe- 
lino, ya que no al pico del cuervo. 

Se htbia peleado sin tregua durante años en 

COO viril arrojo, sin aguardar auxilio 

alguno de nadie; se había luJudo en la angustiosa 



GRITO DE GLORIA 13 



desigualdad de diez hombres contra escuadrón, como 
en los cantos inmortales de los poetas de la gloria ; 
por largo tiempo se había debatido en soberbia 
cólera el valor nativo contra huestes organizadas, 
siempre socorridas por esfuerzos que en hileras in- 
terminables trasponían las fronteras ; pero, al fin, 
las vidas potentes se fueron extinguiendo, las supre- 
mas energías se desgastaron en el choque perma- 
nente lo mismo que las rocas al embate de la 
oleada, cansóse el músculo del peso del acero, y 
cayeron de las manos como inútiles instrumentos 
las armas ya melladas, chorreando sangre todavía . . . 

Por suerte, el exterminio solo alcanzó á una 
parte de la indomable generación de la época. 

Reinstalado en Montevideo el general vencedor, 
los nativos, en considerable número, salvaron los 
confines, asilándose entre sus hermanos los argen- 
tinos. Renovóse el éxodo del otro lustro, y á ori- 
llas del Uruguay miróse con dolor lo que quedaba 
detrás, ¡ todo lo más querido ! Arrasadas campiñas, 
tumbas gloriosas, sin una luz consoladora de espe- 
ranza bajo el cielo de la tierra triste. 

La riqueza pecuaria había desaparecido, salvo 
aquellos ganados que, internados en los montes, sir- 
vieron al procreo prodigioso de «orejanos»; el co- 
mercio y las nacientes industrias habían sido cega- 
das en sus fuentes, cerrádose todo horizonte al 
trabajo libre, á la vida sin zozobras, á la autono- 
mía del pago ; con todo, llevaban consigo la tradi- 
ción latente, la pasión madura de la tierra, la con- 



11 E. ACEVKDO DÍAZ 



ciencia del esfuerzo que ya ha consagrado un de- 
recho y que perdura en la desgracia como ali- 
mento de las almas, cualquiera fuese su destino. 

Esa emigración fué rápida, tumultuosa, con todas 
las confusas lineas del tropel de la derrota. Se bus- 
caba un sosiego relativo, que en algo devolviese la 
entereza de ánimo por los que escapaban del circulo 
de fuego, vencidos por su propia impotencia. 

El eco terrible de los gritos de triunfo los atur- 
día, golpeándoles por detrás como una fusta impla- 
cable, y precipitándolos á la otra banda envueltos 
en el pánico. 

¡ Era como un estrépito de puertas que se cerraba 
para siempre ! 

Algunos devoraban lágrimas en silencio ; otros 
maldecían de sus caudillos, sin excluir á Artigas ; 
los más se alejaban sin protestas ni lamentos, mi- 
rando hacia delante, cual si examinasen la natura- 
leza del nuevo terreno á que se debían adaptar tan- 
tas energías aparentemente domadas. 

Los desechos de una ribera buscaban su cohesión 
v adherencia en la otra, sin preocuparse de la ac- 
tividad perdida, lo mismo que moléculas segregadas 
que una fuer/a impulsiva vuelve á un cuerpo que 
han integrado. 

líl tiempo, que debía correr largo, devolvería su 
audacia al espíritu. I. ismos, ahora fatigados, 

llegarían á cansarse de su misma quietud. 

i-rar otra cosa cuando á la vista es- 
taba la inmensa loma verde formando horizonte 



GRITO DE GLORIA 15 



del otro lado del río, é invitando á volver y á lu- 
char con toda la magia de una ilusión de gloria ? 

Los mismos que en su ofuscamiento levantaban 
airados el puño, sentían que un llanto de fuego se 
agolpaba á sus ojos, estrangulándoles un grito de 
innoble desahogo en la garganta. 

Aquellos restos se diseminaron en las provincias 
litorales, confundiéndose en la población nacional 
sin más perturbación ni ruido, que el que puede 
producir en una playa honda la búhente franja de 
un:\ grande ola vagabunda. 

Existían amistades y simpatías, que se reanudaron. 

Después, sobrevino la calma y empezaron á ci- 
catrizarse crueles heridas. 

En el transcurso de los días y de los meses la 
laxitud de ánimo siguióse á la antigua fiebre de 
pelea: cesaron los relatos de trágico colorido, las 
historias de palpitante realidad dramática y detalles 
conmovedores ; los reproches amargos, los comen- 
tarios ardorosos. 

Como un soplo helado, pasó sobre los recuerdos: 
el trabajo honesto utilizó los brazos cuando no la 
faena á monte; y los mismos hombres con talla de 
caudillos, se resignaron á la vida oscura. 

Sobre estas consecuencias naturales del desastre, 
el tiempo puso el sello de su influjo, acallando 
poco á poco las voces sordas de la protesta en la 
orilla hospitalaria; y en el país dominado,, los la- 
mentos del patriotismo. 

¡Pesaban demasiado las cadenas, para agotar las 
últimas fuerzas en estériles clamores! 



16 E. ACEVEDO DÍAZ 



II 



Dos caudillos 



Si en estas comarcas se había cesado de comba- 
tir, en otras de América la batalla continuaba en- 
carnizada y terrible, en la prueba del postrer es- 
fuerzo por la redención del continente. 

Con el oído atento á ecos que llegaban de muy 
lejanas regiones, súpose un día que la victoria había 
coronado en Ayacucho la grandiosa obra; y esta 
nueva, estremeciendo de júbilo á hombres y pue- 
blos, repercutió en el corazón de los emigrados 
orientales removiendo todas sus fibras como un 
toque de clarín que convocase ;i la pelea. 

Allá habían luchado á razón de uno contra tres 
después de duros sufrimientos, descolgándose de los 
Andes con desesperado esfuerzo para concluir con 
un choque formidable una labor que contaba dos 
largos lustros de combates: y en ese choque se ha- 
bía quebrado para siempre el poder de 1 a metró- 
poli y rendídose con honra sus ilustres generales. 
Se relataban y discutían con entusiasmo los episo- 
b pericia de Sucre, la carga heroica de Cór- 
, el denuedo de la caballería americana, tanto 
litante cuanto que el triunfo había sido ob- 



GRITO DE GLOKI.V 17 



tenido sobre capitanes de alientos como el virrey 
La Serna, el caballeresco Canterac, el bizarro Mo- 
net y el intrépido Valdez. En mental panorama, 
reproducíanse las escenas del drama militar en sus 
menores detalles: la muda y elocuente proclama de 
Córdova al dar muerte á su caballo de guerra como 
un adiós soberbio á la vida en caso de derrota; el 
avance de sus batallones contra las infanterías de 
Gerona hasta cruzar bayonetas á un paso de la fa- 
tal hondonada, la matanza implacable junto á aquella 
fosa, las cargas de los regimientos que destro- 
zaron á los dragones de Torata v Moquehua, la 
briosa tenacidad de Valdez contra la oleada de 
los independientes, que acabaron por hacerle saltar 
en pedazos su acero toledano; y por fin, la rendi- 
ción entre aclamaciones solemnes y dianas, que el 
entusiasmo creía percibir claras y sonoras como no- 
tas finales de la batalla gloriosa. 

Este suceso enardeciendo los espíritus que se 
preocupaban de la suerte de América como de una 
causa común y solidaria, retempló el ánimo de los 
orientales exaltando sus ideas é impulsándolos á 
una obra que no habían abandonado por completo, 
con nuevo vigor y empeño. ¡El ejemplo era edifi- 
cante ! El aura de la lejana victoria acarició todas 
las frentes, estimulando á las proezas del valor, y 
los que tenían títulos para dirigir los trabajos de 
un movimiento armado, viéronse reunidos de im- 
proviso por los ímpetus del mismo anhelo, acaso 
creyendo en su impaciencia que se hacía tarde ya 
2 



18 * E. ACEVKDO DÍAZ 



para justificar cumplidamente una prolongada nac- 
ción. 

Con sigilo, en las sombras, bajo la atmósfera de 
entusiasmos despertados por la fausta noticia, algu 
nos emigrados se pusieron al habla y dieron prin- 
cipio á una maniobra complicada y difícil, tan 
ardua, cuanto parecía de irrealizable. El problema 
no podía resolverse sino por la espada. Pero, ¿como 
hacer frente á la adversidad sin riesgo de hundir la 
causa en el mismo abismo, malograda la empresa 
temeraria? 

Cierto día, en el último mes de verano, algunos 
hombres se encontraron reunidos en una habitación 
del saladero de Pascual Costa. Eran emigrados 
orientales. Antes que presas de agitación indiscreta, 
parecían fríos y reflexivos, gravemente absortos en 
III] tema de trascendencia. 

Dos de ellos sostenían el diálogo. Los demás 
escuchaban en profundo silencio, solo interrumpido 
por una que otra observación juiciosa y concisa, 
como de subalternos que entienden SU deber. 

Era el uno, hombre joven de elevada talla, fuerte 
y bien constituido. Su bizarra presencia, la energía 
de la mirada y del gesto, su acción desenvuelta y 
el tono que empleaba en el debate, denunciaban 
Un temperamento brioso, suavizado en sus arran- 

por las v modales cultos. El 

semblante denunciaba despejo v atrevimiento, refle- 
jándose en 1" íxpresión de voluntad do 
minante que distingue á han adquirido el 



GRITO DE GLORIA 19 



hábito del mando. Caíale el bigote negro sobre el 
labio formando fronda al inferior, algo grueso y 
saliente ; la cabeza bien cubierta de cabello, se afir- 
maba en el cuello robusto, derecha y altiva, como 
cabeza de soldado á quien arrulla la ambición. 
Movía con dignidad el brazo musculoso, terminado 
en una mano fina y larga ; y acaso por la costum- 
bre de usar la voz imperativa, íbrmábasele sin es- 
fuerzo una arruga profunda en el entrecejo que le 
daba un aspecto adusto, casi de dureza. Sus pala- 
bras eran medidas, concreto su pensamiento, sus 
opiniones firmes. Cuando hablaba, había que oírle, 
aunque se discrepase de una manera radical. 

liste sujeto vestía una casaquilla militar de caba- 
llería, sin presillas, pantalón azul-marino y botas 
altas de piel de lobo. 

El otro personaje, era un hombre de estatura 
baja, cabeza grande y cuello de coloso á plomo 
sobre un tronco cuadrado y fornido, macizo del 
cráneo al pie como una escultura de piedra; ágil, 
diestro y osado á juzgar por sus movimientos vi- 
vos é impetuosos; y el cual al primer golpe de 
vista, presentaba en su figura los caracteres típicos 
del sableador, del domador y del caudillo. 

Su rostro amplio y lleno, de frente despejada, 
narices carnudas, cejas abundantes en remolino, 
ojos de mirar fuerte, barba un tanto recogida, ore- 
jas de pabellón ceñido revelando audacia y grandes 
alientos, dábanle en conjunto un aspecto de fiereza 
que acaso en el fondo bien pudiera ser una gran 
suma de bondad, de abnegación y de sencillez. 



20 E. ACEVEDO DÍAZ 



Hablaban con mesura, como hacen los que han 
meditado mucho un plan cualquiera. Las cabezas, 
como instintivamente atraídas, habían formado nú- 
cleo y casi se rozaban. 

Aunque planteado ya al parecer el problema, se 
inculcaba sobre sus términos principales en sentido 
de la solución. Mucho, sin duda, se habría espigado 
en el vasto campo de las presunciones y de los 
cálculos más ó menos certeros ; pero, se persistía 
en parte ardua, con la tenacidad de los que tan- 
tean la senda entre los riscos de una montaña. 

— El caso es el siguiente, — decía el de elevada 
talla : — nuestra tierra en poder de los brasileños 
desde hace años, es considerada por éstos como 
una de sus provincias, en mérito del acta de in- 
corporación arrancada i un cabildo débil. 

Los argentinos por su parte, sostienen que ella 
les pertenece de derecho, aun cuando Artigas la 
separase de hecho del antiguo virreinato, y sin duda 
se reservan reincorporársela en l.\ ocasión pro- 
picia. 

Xos encontramos, pues, entre estos dos fuegos; 
y si entramos á la acción menospreciando á uno 
ú otro de los dos poderes fuertes, nos acribillan. 

— ¡Eso, lo veríamos! — exclamó su interlocutor 
dando una gran voz. 

— j Xo hay que verlo! argüyó un tercero. El 
indante está en lo cierto. Son tres pretensio- 

pero de . la real- 

mente débil es la lineara. Si o, amos obrar por 



GRITO JDE GLORIA 21 



cuenta propia, nos trituran. Tengamos en cuenta 
que vivimos vigilados aunque gocemos de simpa- 
tías ; que el gobierno se interesa en no romper hoy 
por hoy con su rival : y que sin el auxilio de 
otros, solos en la empresa, aun cuando alcanzára- 
mos algún resultado en la lucha, este bien sería 
pasajero. Pronto seríamos anonadados, por mutuas 
conveniencias. 

— Y fuera de considerársenos temerarios, verían 
en nosotros unos aventureros peligrosos que, sin 
elementos para esa lucha, ni medios suficientes 
para formar nación aparte, habríamos venido á 
perturbar el equilibrio de las cosas y a compro- 
meter la paz, sin provecho para ninguno de los 
dos rivales. 

El hombre de cuello de atleta se irguió, diciendo 
con aplomo: 

— Nación independiente podemos ser. Los paisa- 
nos no quieren ser más que orientales. 

— También nosotros. Pero, hay que pensar mu- 
cho estas cosas graves. No seremos lo que desea- 
mos, sin algún apoyo fuerte. 

— Eso digo yo, y me viene mortificando hace 
tiempo, — observó otro de los circunstantes, con 
acento de convencido. 

El que primero había hablado, dijo entonces, 
como recogiéndose en sí mismo : 

— Siempre he creído que nuestra hermosa tierra 
separada de esta y de otras por grandes ríos y por 
el océano, está destinada á encerrarse dentro de 



22 E. ACEYEDO DÍAZ 



sus naturales límites y á vivir de sí misma, con 
sólo el amor de sus hijos. Pero, todavía no hemos 
salido de los primeros pasos, y ante todo, es pre- 
ciso redimirla. 

¿Podemos hacerlo nosotros, exclusivamente, con- 
tra todos ios poderes conjurados? 

¿ Qué conseguiríamos con irnos á estrellar contra 
las murallas? Sentar plaza de hombres irreflexi- 
vos, de soldados de aventura; acaso, de falsos pa- 
triotas. 

— Sí; pero los argentinos nos acompañarán. 

— Si nos acompañan, será á condición de que 
volvamos á la antigua forma. Entretanto, su go- 
bierno nos resiste y nos persigue. 

Siguióse un breve silencio á estas palabras. To- 
dos se miraban como inquiriendo una idea. 

Al fin, el que había sido calificado de «coman- 
dante», lo rompió, añadiendo: 

— Habría un medio de zanjar las dificultades j 
de dar base á la empresa, si sabemos dominar los 
impulsos. 

El de planta de caudillo y mandíbula recia, que 
se movía nervioso "en su asiento, pregustó con 
brusquedad : 

— ¿Cuál sería ? 

— En la posición en que nos encontramos, y 
persuadidos de que solos no liaremos patria, con- 
vendría que prometiésemos reconstituir la familia. 

modo el gobierno quedaría obligado, y 
los generosos sentimientos de nuestros hermanos la 



GRITO DE GLORIA 23 



impulsarían á protegernos abiertamente. Ó brasi- 
leños, ó argentinos. Escojan compañeros! 

— Pasaremos solos, — prorrumpió el otro con vio- 
lencia. — Los paisanos leales vendrán con nosotros 
si les decimos que va á volver la libertad á los 
pagos, y no lo harán si se les antoja que nos he- 
mos aporteñado. 

— Pronto verán que no. En último caso han de 
preferir esto, á hablar portugués y tener un amo. 

Alguna fuerza hizo este razonamiento en el 
ánimo del caudillo que se quedó con la mirada 
pensativa, balbuceando bajo, entre sorda irritación: 

— No quieren mestura... ni tienen miedo á 
nadie. 

— Yo bien sé de lo que son capaces. 

— Cargan de frente sin contar el número. 

— Asi es. Con todo, es necesario fortalecer nues- 
tro propósito con una seguridad cualquiera de que 
en lo más crítico no seremos abandonados á nues- 
tra suerte. 

— Entonces, ;qué es lo que nos conviene ha- 
cer? — interrogó una voz bronca, de militar impa- 
ciente. 

— Lo que nos convendría, sería difundir la es- 
pecie de la reincorporación una vez que invadié- 
ramos ; inspirar confianza con nuestros propios ac- 
tos al gobierno argentino y manifestar públicamente 
el propósito en todas partes siempre que la suerte 
nos favorezca de algún modo en la empresa. 

En la primer proclama debería expresarse con 



24 E ACEVEDO DÍAZ 



claridad que perseguimos un ■ fin práctico, y que 
detrás de nosotros hay un poder pronto á socorrer- 
nos. De otro • modo, el proyecto queda abocado al 
fracaso ; sería pretender un imposible. 

Por otra parte, en Montevideo, los trabajos so- 
bre el espíritu de la misma tropa siguen con éxito. 
Algún concurso importante nos vendrá de allí, á pe- 
sar de la vigilancia de Lecor, pues consta á uste- 
des que contamos con amigos decididos hasta en- 
tre las mismas mujeres. 

Sé bien que se habla de los hechos y episodios 
pasados como de una razón de resistencia en los 
paisanos, á una nueva guerra, pero, toda campaña 
militar en cualquiera época no siembra sino sinsa- 
bores, por sagrada que sea la causa . . . Después, 
sólo algunos resistirían á esta empresa, y ya sabe- 
mos quienes son... Poco debe importarnos, desdi- 
que los más nos secunden; como estoy seguro su- 
cederá, si llevamos al trente de la invasión al co- 
mandante Lavalleja. 

El aludido, que era el hombre bajo y vehe- 
mente, y el encargado del saladero, arqueo las ce- 
jas, replicando: 

— Ya he dicho que acepto el honor; y vuelvo 
á declarar que antes de retroceder dejaré la vida !... 

Pero, creo que es conveniente aclarar estos pun- 
tos... El primero : ¿están ustedes conformes en que 

proclámenlo, la anexión, como cosa necesaria, de- 
jando al tiempo que conlinne ó no este acto tan 

e ? 



GRITO DE GLORIA 25 



Reinó un momento de silencio. Moviéronse las 
cabezas en actitud de vacilación ; luego, todos fue- 
ron asintiendo sin discrepar en detalles. Uno, ar- 
güyó: 

— ¡ Sí ! Después los sucesos dirán. . . 

— ¡Pues que hablen los sucesos ! exclamó el cau- 
dillo con violencia. Lo que yo quiero es que pa- 
semos cuanto antes ; que pongamos mano á la obra 
con la ayuda de quien buenamente la preste. . . sea 
á condición de eso que ustedes dicen necesidad, 
sea para nuestra libertad completa. El sable que 
tengo ahí colgado se salta de la vaina. Acordemos 
los medios... poca política, que ésta todo lo em- 
brolla ! ¿ Qué piensa usted, comandante Oribe ? 

El así nombrado volvió á hacer uso de la pala- 
bra, diciendo con una mesura que no excluía la 
firmeza : 

— Cuando el cabildo de Montevideo, contra la 
opinión de los de Canelones y Maldonado que es- 
taban cohibidos por los imperiales, sostenía .la idea 
de la independencia absoluta, todos nosotros la 
defendimos con las armas, aunque infructuosa- 
mente. . . Creo que ahora estaríamos dispuestos á 
lo mismo, si alguien nos apoyase, como entonces 
lo hizo el general Alvaro da Costa. Pero, ¿quién 
ha de venir en nuestro auxilio en las presentes 
circunstancias? Los gobiernos nos hostilizan. Por 
eso ha sido mi insistencia que procuremos atraer- 
nos ai de Buenos Aires, nuestro aliado natural. No 
sé si lo conseguiremos : habrá que tomarse mucho 



26 E. ACEVEDO DÍAZ 



empeño en ello si ha de darse solidez al movi- 
miento. 

Luego, es preciso explorar el ánimo de los pai- 
sanos prestigiosos. . . 

— Ese era mi segundo punto... la madre del 
borrego. Se nombrarán tres de los compañeros en 
comisión. En seguida de esto, queda el rabo por 
desollar : ¡ Frutos! . .. 

Y el caudillo apretó nervioso los dos puños. 
Los demás quedaron en suspenso. 

— ¡Frutos! — prorrumpió al fin Oribe. Al briga- 
dier, si se puede, se le utiliza. Quedaremos en la 
alternativa de liacerle plena justicia si reacciona, ó 
de eliminarlo si se obstina. Dada la posición que 
ocupa, lo primero sería de gran eficacia, y lo se- 
gundo de gran efecto. 

— ¡El gazapo es pura maña ! — murmuró Lava- 
lleja con la vista en el suelo, como si mentalmente 
esbozase ante ella la figura de su antiguo y astuto 
compañero de temerosas aventuras. 

Como se ve, la lucha á emprenderse presentaba 
para estos hombres todas las perspectivas angustio- 
sas con que la desconfianza y la duda rodean siem- 
pre á las tentativas arduas. De suyo heroica, ésta 
exigiría un temple nada común en sus actores, una 
decisión á toda prueba y in^i voluntad inquebran- 
table en el propósito que pusiera de relicv* 
grandeza y le atrajese el concurso de las energías 
populare.. Rivera tenia prestigio real en campana. 
aprendiéndolo asi, esmerábanse en conciliar 



GRITO DE GLORIA 



los medios de ejecución con la enormidad del obs- 
táculo. 

Sobre ese tema inculcaron, prolongándose gran 
parte de la tarde en el animado diálogo. Tuvieron 
en cuenta los elementos propios; las nutridas lilas 
enemigas, las grandes dificultades de los primeros 
momentos, la porción de suerte que entra siempre 
como fuerza coadyuvante en la acción desesperada, 
las consecuencias que aparejaría una posesión com- 
pleta de la campaña, las eventualidades posibles en 
lo internacional y político, dada la situación res- 
pectiva de las dos naciones rivales; y por último, 
bordaron con mano caprichosa en tela tan vasta 
las ilusiones más seductoras. 

Designóse como avanzada exploradora á Manuel 
Lavallcja, Manuel' Freiré y Atanasio Sierra. Estos 
patriotas debían de recorrer la zona meridional del 
país, donde residían los principales hombres de 
prestigio, á fin de consultarlos y atraerlos al pen- 
samiento. También les estaría encomendada la mi- 
sión de ir hasta Montevideo para ponerse al habla 
con ciertos vecinos de representación y valimiento. 

Tratóse de la bandera. 

— Mantendremos la única que ha flameado en 
nuestras guerras, — dijo Oribe. 

— Sí. Ninguna otra. La bandera de Attigas. Es 
la que conocen como propia los paisanos, la que 
seguirán con resolución, aunque les recuerde los 
tristes desastres. . . No hay trueque con otra, ni se 
cambian caballos en la mitad del río!... Este es 



28 E. ACEVEDO DÍAZ 



mi modo de pensar. Si viene otra derrota, será la 
última, porque caeremos envueltos en esa bandera. 

— ¡De acuerdo! — exclamaron diversas voces que 
en lo excitadas revelaron hervor en las pasiones. 

El recuerdo había herido fibras sensibles. La en- 
seña del heroísmo infortunado aparecía simpática y 
atrayente ante los ojos de los que la habían visto 
ondear en los campos de la derrota, en los postre- 
ros días de la pelea implacable con sus tres fajas 
de colores saltantes, sencilla, sin moharra de plata 
ni corbata de flecos de oro, en un astil de coro- 
nilla, con su tela rejoneada por el acero y cubierta 
de manchas de sangre en testimonio mudo del es- 
fuerzo y del sacrificio. 



III 



Excursión á los pagos 



Dos días después de esta reunión, dióse principio 
á ciertas maniobras que apenas trascendieron en 
Buenos Aires; pero que, en la Banda Oriental tu- 
vieron su prolongados y eco entre determinadas 

avecindadas en el litoral. 
que «la semilla cuajaba»; que «pronto .sonaría la 
hora». 

Hablábase de 01 QtOl no menos graves. El 



GRITO DE GLORIA. 29 



gobierno argentino había prohibido decididamente 
todo trabajo tendente á romper las relaciones de 
amistad que existían entre la república y el impe- 
rio á consecuencia del último tratado. Se vigilaba 
con el mayor celo los pasos de los emigrados; por 
manera que sus planes tenían que ser sofocados en 
embrión. Y aunque así no fuera, aunque lograsen 
llevar la iniciativa al terreno, ¿ de qué medios se 
valdrían para cohonestar las hostilidades de los dos 
grandes adversarios entre los cuales colocaba su 
mísera suerte á los patriotas? 

Cuando el general Lecor, hombre astuto y po- 
lítico se posesionó de Montevideo, había convocado 
el cabildo; y apercibido del incremento de la emi- 
gración, así como de los peligros que ésta incu- 
baría, apresuróse á invitar al regreso á varios de 
los vecinos influyentes que se encontraban en Bue- 
nos Aires, entre ellos al alcalde de primer voto y 
al regidor defensor de menores. Pedía á esos ciu- 
dadanos que siguiesen sirviendo sus empleos, ase- 
gurándoles en nombre del emperador « un completo 
olvido y respeto sumo», si acataban su autoridad. 
¡Su majestad estaba lleno de clemencias! Interpretá- 
balas complacido el general vencedor, sabiendo que 
aquellos personajes habían ido comisionados para 
pedir auxilios al gobierno argentino. 

Como se veía, esa actitud de Lecor y la de los 
hombres públicos de Buenos Aires coincidían en el 
sentido de atemperar las pasiones y de cerrar toda 
puerta á la esperanza. Algunos expatriados volvieron. 



30 E. ACEVEDO DÍAZ 



El mayor número quedó, sin olvidar sus viejos la- 
res. Añadíase que, en vez de darlo todo por con- 
cluido, los proceres se empeñaban con gran celo en 
atraerse recursos y ganar voluntades, recurriendo á 
las personalidades descollantes por su poder é in- 
fluencia. Con este motivo, dábase como un hecho 
que el general Estanislao López, gobernador de 
Santa Fe y caudillo prepotente del litoral, habíase 
comprometido á socorrer con municiones á los 
hombres que meditaban proyectos tan extraordina- 
rios como los cuentos heroicos de los «payadores». 

A pesar de tales rumores, los vecinos reflexivos 
se resistían al convencimiento; atribuyendo la pro- 
paganda que se hacía al deseo constante y vehe- 
mente de sacudir una opresión que les imponía 
renegar de su idioma, cambiar los hábitos políticos 
y aun las costumbres sociales en nombre del dere- 
cho de conquista. 

Algo vino no obstante bien pronto, á difundir 
nueva alarma en el país. 

En ciertos pagos empezó á esparcirse como en se- 
creto la versión de que los hombres emigrados se 
proponían cosas muy serias respecto á la situación 
imperante. Una junta ó centro directivo había enviado 
al país varios sujetos, bien vinculados á sus propó- 
sitos por solemne juramento, para que explorasen 
v consultaran la opinión de los patrio- 
ICerca de una tentativa revolucionaria á reali- 
za: 

tOf emisario', habían penetrado al terntori 



GRITO DE GLORIA 31 



una manera misteriosa, pues nadie les vio poner 
pie en las playas del río. Internáronse sin ser sen- 
tidos. Cruzaron las campañas de incógnito, levan- 
tando á su paso murmullos de asombro, de espe- 
ranza, de alegría entre aquellos que eran dignos de 
conocer sus secretos; y siempre marchando auda- 
ces á través de guardias enemigas, íbanse deteniendo 
aquí y acullá, en poblaciones aisladas, para conti- 
nuar en la noche su camino, á modo de sombras 
fugaces. Hablaban á puertas cerradas; comían del 
«asador» poco y aprisa; tomaban « mate » amargo 
con el pie en el estribo ó de á caballo; decían 
¡adiós! con un acento extraño, de forasteros furti- 
vos, y luego desaparecían sin dejar rastro. Se ase- 
guraba por unos que traían á los paisanos «memo- 
rias del viejo Artigas»; otros sostenían que el 
viento, como indicio «de un pampero fuerte», so- 
plaba de Buenos Aires. 

El hecho era que estos personajes de «agüero» 
iban recorriendo ciertas zonas en donde vivían go- 
zando de prestigio algunos caudillos, — aunque esa 
su vida era comparable con la de las alimañas á 
monte, acechados por un cordón de soldados que 
vivaqueaban en todas direcciones. 

Los emisarios avanzaban, sin embargo, eludiendo 
peligros. Habían estado en Pando. De allí se ha- 
bían dividido sin tropiezo alguno, después de con- 
versar con antiguos servidores del vencedor de las 
Piedras; unos para el centro de la campaña, otros 
para Montevideo, como si fuera fácil atravesar sus 



32 E. ACKTEDO DÍAZ 



murallas defendidas por cien cañones, sin inspirar 
recelos. 

De pronto habían sido sentidos, á pesar de an- 
darse con tantos disfraces; y á una, todos los 
destacamentos desparramados por los campos á 
modo de «perros tigreros» se lanzaron sobre ellos; 
siguiéronles la huella con tesón; los acosaron de 
cerca y consideraron seguras las presas, antes que 
los hombres misteriosos llegaran á la ribera del 
gran río. 

Interés como pocos, había en apoderarse de ellos. 
Y así se creía sucedería, dados los exiguos medios 
de fuga de que podían echar mano en un país con- 
quistado; con todo, confirmando la sospecha de las 
gentes sencillas que los habían visto cruzar tacitur- 
nos por delante de sus ranchos, de que no debían ser 
más que «ánimas de valientes» caídos en otros 
años borrascosos en los charcos de Corumbé y 
de Aguapey que regresaban á sus hogares conver- 
tidos en «taperas», evaporáronse al final del ras- 
treo á modo de duendes, y los perseguidores en- 
contrando la soledad siempre por delante, arroyos 
sin manadas en sus ribazos y montes de aspecto 
siniestro de cuyo seno parecían salir resuellos de 
¡cansan, se decidieron al fin a volver 
riendas, persuadidos de que un.i cos.i es descubrir 
al « ni.itr : la humaza del fogón encendido 

irida de bóvedas flotantes, y otra cogerlo 

á lo largo del boquete, ó sentado en una rama. 
Se había sabido después, aunque sin certidum- 



GRITO DE GLORIA 33 



bre, que aquellos hombres desconocidos habían 
atravesado el ancho río en medio de peligros idén- 
ticos á los que acababan de conjurar, á causa de 
las embarcaciones armadas que hacían la vigilancia 
de costas; que la corriente les fué tan propicia 
como la suerte en tierra, y que el capitán de una 
cañonera brasileña aseguraba no haber visto bote 
ni chalupa alguna en el canal, sino un «camalote» 
en el que iban dormitando varios tigres que arras- 
traban hacia abajo las aguas correntosas. 

Más se susurraba en los pagos del oeste; y era 
que, según los informes de un patrón del cabotaje 
llegado con su balandra á Mercedes, poco después 
del suceso, unos hombres desconocidos que pare- 
cían venir de ribera oriental habían desembarcado 
en un punto desamparado de Las Conchas, con 
trajes muy descompuestos, botas enlodadas hasta 
las rodillas y un aspecto sospechoso de gente aviesa 
ó contrabandista. Él los había visto casualmente 
al regresar á la costa de una corta excursión al 
interior, y cuando se metían en los grandes pajo- 
nales del bañado, sin duda huyendo de toda pes- 
quisa. Llevaban «recados» al hombro; por lo que 
debía presumirse que habían cabalgado ó que ten- 
taban hacerlo. 

Estos vagos siniestros tenían unas figuras impo- 
nentes, cabezas desbreñadas cubiertas con chamber- 
gos negros y unos ponchos cruzados por el pecho. 
Iban mirando á todos lados, como quienes ace- 
chan. Cuando la autoridad salió á perseguirlos, y a 

3 



34 E. ACZVEUO DÍAZ 



se habían perdido entre las altas maciegas, sin que 
nadie hubiera acertado á dar con ellos ni con el 
rumbo que llevaban. 

La verdad es que estos rumores y comentarios 
tenían en inquietud los pagos del litoral. 

¿De qué se trataba? 

Si era de nuevas peleas para emancipar la tierra, 
los emigrados vivían en sueños; pues el enemigo 
que de ella se había enseñoreado disponía de tanto 
poder que sólo pensar en redimirla era demencia. 
El yugo demasiado recio y resistente, con coyun- 
das de hierro, no podía romperse con una sacudida 
de toro. Se había fabricado á propósito para bajar 
la cerviz á un coloso, y obligarlo á mirar siempre 
al suelo por más briosa pujanza que sintiese en su 
cabeza. 

Luego, estaba allí bien cerca el dilatado impe- 
rio, semillero de hombres, fuente poderosa de ri- 
queza, dispuesto á renovar sus legiones en caso de 
suerte adversa, y á cambiar la índole genial y las 
costumbres del elemento nativo como había cam- 
biado el mapa geográfico político. Estaba allí, á un 
. el foco temible de fuerzas hostiles, el emporio 
de recursos inagotables en donde reponer las pér- 
didas, con un de millones, millares de com- 
batientes y numerosos buques de guerra mandados 
hábiles man: 

mdiciones el eran 

los que pensaban agredirlo? S iba. Pero fue- 

ren ellos quienes fuesen, corrían el de ser 

tomaran en campo raso. 



GRITO DE GLORIA 35 



Con las tropas que guarnecían el país podíase li- 
brar batalla á un fuerte ejército, — al menos de la 
organización y contextura de los que entonces se 
formaban. En haz las unidades de combate de la 
conquista constituían una mole incontrastable, con 
refuerzos inmediato; y generales expertos. Algunos 
de éstos habían tenido por escuela militar práctica 
las guerras de la península contra los ejércitos de 
Bonaparte, y por el hecho, sus aptitudes para la 
táctica y la estrategia superaban al nivel del mé- 
dium ; aunque éste les reservara con la sorpresa de 
lo imprevisto el guerrear inesperado. 

La plaza fuerte de Montevideo rodeada de mu- 
ros y baterías, contenía tropas escogidas de las tres 
armas. 

El general Lecor habíalas distribuido en todo el 
cinturón de granito, alcanzando á sumar tres mil 
soldados con la caballería desmontada. Esta guar- 
nición podría duplicarse en breve tiempo con nue- 
vos batallones de línea. Una escuadra anclada en el 
puerto, compuesta de los mejores buques, resguar- 
daba la plaza de todo peligro del lado de la costa. 
Las casernas rebosaban de repuestos de armas, pól- 
vora y balas ; gran número de cañones de bronce 
habían reemplazado las piezas de hierro vacilantes 
en sus afustes, y fusiles de nueva fábrica, los vie- 
jos depósitos corroídos por la herrumbre. Una 
mano vigorosa é inteligente parecía haber dado 
lustre al corselete del bivalvo, trabajado por el 
verdín y la broza desde el tiempo de la colonia; 



36 E. ACEVEDO DÍAZ 



todo relucía en los instrumentos de guerra y en 
los hombres de armas. No había más que cerrar 
filas y morder cartuchos. De aquel recinto fortifi- 
cado podíase, como en otros años, lanzarse colum- 
nas abrumadoras, sin perjudicar la defensiva de bas- 
tiones y esplanadas. Era siempre como un antro de 
energías concentradas, las que al salvar el foso se 
resolvían en borbollón de penachos y de aceros. 
En la campaña, este poder tendría en pocos días 
su complemento. Las extremidades participarían de 
la robustez del tronco. Una división entre el Ne- 
gro y el Uruguay, suficiente para rechazar cual- 
quier avance aun de tropas numerosas ; los ginetes 
del mariscal Abreu y del general Barreto formando 
diez escuadrones en las proximidades de Mercedes, 
la ciudad histórica de las primeras leyendas ; en la 
Colonia, como Montevideo, destinada á encerrarse 
tras de sus grandes portones, la infantería y caba- 
llería de Rodríguez ; \m regimiento en el rincón 
de Ilaedo custodiando las más hermosas « caballa- 
das » arrebatadas á los distritos del norte ; otro en 
Soriano. A estas fuerzas considerables debían agre- 
garse más adelante las de Braz Jardim y de I Jen- 
tos Gonzalves en número de mil quinientos solda- 
dos. Reuníanse á un paso de la frontera, y podían 
entrar inmediatamente en acción si así lo exigie- 
ran las circu:: . á la par de otros contingen- 
, COIHO los cuerpos de infantería y 
buques de guerra que se enviaran en auxilio de Le- 
cor desde Río de Janeiro. 



GRITO DE GLORIA 



£7 



Todo esto, y la actitud misma del brigadier 
Fructuoso Rivera, comandante general de campaña ; 
comentado por los patriotas á cuyos oídos habían 
llegado las voces de nuevos planes revolucionarios, 
daba base consistente i su creencia de que los emi- 
sarios perseguidos no debían haber sido portadores 
de un santo y seña de guerra á muerte. 

¡Fácil era que se hubiese exagerado! 



IV 



La cruzada 



No transcurrieron muchos días después de esas 
sordas inquietudes sin que una nueva emoción de 
sorpresa, casi de estupor, viniese á apoderarse de 
los ánimos en los mismos distritos de la costa. De 
esta vez, el hecho no podía ser más grave ni más 
terribles las consecuencias. Era aquello de que se 
trataba una aventura sin ejemplo, á pesar de ofre- 
cerlos muy notables aunque de otra índole, la his- 
toria de las guerras de Artigas. 

Súpose por distintos conductos, á propósito uti- 
lizados, que la empresa hasta entonces considerada 
imposible por exigir un esfuerzo gigantesco había 
dado comienzo. 

¿De qué manera? 



38 E. ACEVEDO DÍAZ 



Los antecedentes y detalles que se relataban eran 
motivo de asombro, á partir de que el gobierno 
argentino negaba todo apoyo moral y material al 
movimiento. No obstante eso, se había producido. 
De ello se tuvo bien pronto la certidumbre. 

En los primeros días de ese mes, Abril del año 
XXV, los emigrados prepararon dos gánguiles, bar- 
cas de popa y proa iguales y cuyo aparejo consis- 
tía en un solo palo con vela latina en el centro. 

Estos gánguiles ó «chalanas», como las designaba 
en su lenguaje la gente marinera, estaban á cargo 
de excelentes patrones cuyos verdaderos nombres 
aún no ha constatado la historia por más que se 
supongan definitivamente conocidos. 

En uno de estos gánguiles, ayudóles más de una 
vez en sus faenas Andrés Echevest ó Cheveste por 
corrupción, vasco animoso, tan «baqueano» en los 
ríos como en la zona terrestre comprendida entre 
uno y otro arenal. 

Esta circunstancia hizo que los promotores del 
movimiento escogiesen la «chalana» en que Che- 
veste había trabajado, para la primera expedición, 
pues que el guía era inmejorable; y designado éste 
por «baqueano», cargaron sigilosamente el gánguil 
con algunas carabinas, sables y pólvora. 

En él se embarcaron doce hombres; dos oficiales 
y diez de tropa. 

Se citaban sus nombres con admiración, como 
de gente que estaban destinadas á morir dentro 
de breves bol 



GRITO DE GLORIA 39 



Llamábanse los primeros Manuel Lavalleja y Ata- 
nasio Sierra; los últimos Juan y Ramón Ortiz, 
Santiago Nievas, Ignacio Núñez, Francisco y Lu- 
ciano Romero, Tiburcio Gómez, Carmelo Coimán, 
Juan Rosas y Juan Acosta. 

El vasco francés que los guiaba en el rio y que 
debía acompañarlos en tierra firme, incorporado 
por el hecho á la empresa, constituía el número 
trece de la lista de expedicionarios. 

Hinchada la pobre lona por brisas propicias, zarpó 
la «chalana» del puerto de Buenos Aires el día 5; 
cruzó el río sin llamar la atención más que una 
gaviota errabunda ; y arribando á una playita soli- 
taria que nadie visitaba, la de una isleta semi-ane- 
gadiza, apostadero de tigres, llamada Brazolargo por 
su angostura, desembarcó su contingente. 

Esta isleta próxima á la ribera suspirada, facilitó 
el acceso de los expedicionarios á la estancia del 
patriota Tomás Gómez ; con quien habíanse conve- 
nido los medios de movilidad que tenía prontos, 
esperando la llegada del último refuerzo con los 
jefes. 

Pero los días pasaron: dos semanas corrieron 
dentro del bosque siniestro, sobre un suelo de cié- 
naga hollado por alimañas, y como éstas escondién- 
dose los hombres y procurándose el alimento á 
saltos en la espesura ó arrastrando la res hasta la 
playa en tierra firme, en medio de las sombras, 
derrengados, hoscosos, fieros en su misma debilidad. 
La prueba no podía ser más ruda. 



40 E. ACEVEDO DÍAZ 



Los compañeros que debieron seguirlos sin de- 
mora, habían sufrido contrariedades serias ; las que 
trae aparejadas todo plan que rompe con la mono- 
tonía de lo normal, desafía los vientos y las olas ó 
descubre alguna malla de su tejido. 

Notado el movimiento por las autoridades argen- 
tinas, celosas de su neutralidad, viéronse forzados 
los que quedaban á buscar puntos aislados en la 
costa que les sirviesen de salida en persecución de 
sus intentos temerarios. En ese afán constante, sin 
desfallecimientos, se agitaron durante once días lle- 
nos de fiebre. Al fin lograron reunirse en grupos 
en sitios desiertos de la orilla. El tiempo se unís- 
traba adverso, como los hombres. Un viento recio 
sacudía las aguas revolviéndolas en escarceos espu- 
mantes. Tenían el peligro detrás, al frente, más 
allá, por todas partes los amagos del desastre. ¿ Qué 
importaba? La resolución estaba hecha, el sacrificio 
ofrecido en aras de una pasión ferviente y quedaba 
el consuelo de morir, el postrer recurso de los 
fuertes cuando nadie los comprende ni los ampara 
en sus decisiones supremas. 

Embarcáronse y se entregaron á Lis ondas. El 
abismo que éstas guardaban no era mayor que aquel 
que los atraía con fuerza misteriosa y ;il que habían 
jurado caer sin queja cuando se hubiese extinguido 
¡a última esperanza. 

Un norte dominante, que los antiguos habrían 
llamado aciago, de augurio funesto, azotó las pe 
quenas velas al extremo de ser arriadas más de una 
vez para volver al casco SU equilibrio. 



GRITO DE GLORIA 41 



Fué así como, después de rudas vicisitudes en 
todo lo ancho del río, los expedicionarios se reunie- 
ron a los que aguardaban en la isleta. 

Este encuentro tan deseado, entonando la fibra, 
afianzó en aquellos varones el pacto de su arrojo 
con la suerte. 

Los que llegaban y habían sido el tema de hon- 
das ansiedades, eran Juan Antonio Lavalleja, jefe 
de la invasión; Manuel Oribe, segundo en el mando; 
Pablo Zufriategui, Santiago Gadea, Manuel Freiré, 
Basilio Araujo, Jacinto Trápani, Simón del Pino, 
Manuel Melendez, Gregorio Sanabria, Pantaleón Ar- 
tigas, oficiales; Andrés Spíkermann, cadete; Juan 
Spikermann, Andrés Areguatí, sargentos; Celedonio 
Rojas, cabo primero ; soldados Joaquín Artigas, José 
Leguizamón, Avelino Miranda, Dionisio Oribe y 
Felipe Carapé. 

Los compañeros los condujeron al sitio oculto 
en que ardían dos fogones rodeados de asadores 
improvisados con ramas gruesas, y donde circulaba 
el mate como una infusión necesaria al temple de 
la fibra. 

El lugar era aparente, circuido de vegetación ar- 
bórea por todos lados, de manera que hubiera sido 
difícil descubrir desde el río resplandor alguno. 

Cheveste y dos más de los forzados isleños, en 
la noche anterior habían cruzado el río en una 
canoa, y carneado en la costa una vaca, que trans- 
portaron á su escondrijo. 

De esa vaca se alimentaron; y de ella seguían 



42 E. ACEVEDO DÍAZ 



comiendo, en el momento de la reunión de los 
demás expedicionarios. 

Éstos traían fatiga y hambre, y la cena fué de 
hermanos. Se cantaron décimas glosadas, se dio 
suelta al buen humor, y risas homéricas hicieron 
olvidar las amarguras pasadas á bordo del gánguil. 

En aquel lugar desierto, rodeado por las aguas, 
con su verde cortinaje de arbustos y malezas d to- 
dos rumbos, raro era el aspecto que presentaba el 
grupo de hombres audaces. 

Los había entre ellos de todas razas, de distin- 
tos colores como el «quillango» indígena, blancos, 
cobrizos, negros, piel de «yaguareté» terminada en 
colmillos y garras ; el militar de escuela junto al 
«montonero», el ideal culto en connubio con el 
instinto bravio, el ciudadano libre en fraternidad 
con el liberto. 

Algunas figuras resaltaban por sus formas de al- 
udes cabelludos; mucho músculo, pocas palabras, 
duro el gesto, el mirar sombrío. Las vestimentas 
añadían rasgos singulares al conjunto. Casacas de 
húsares, calzado de granadero, pantalones amplios, 
chambergos de ala Hoja, chiripaes de tejido crudo, 
botas de cuero de potro, ponchos do grandes hal- 
das, nazarenas trilladoras, complementado todo por 
el aneo ofensivo de largas dagas, trabucos de 
hierro, carabinas de cazoleta, pistolas de cinto y 
sables coi 

diversidad de tipos guardaba así armonía con 
la de las armas. Prueba de que había sido una es 



GRITO DE GLORIA 43 



pontaneidad impetuosa la que había producido 
aquel acercamiento y aquella unión, que debía 
aumentar su fuerza á medida que se fueran abriendo 
las válvulas á los instintos propulsores en el mismo 
médium nativo. El aroma de la tierra, que había 
adobado las fibras, debía ponerlas en vibración. De 
allí se percibía ya el ambiente que incendiaba la 
sangre; y todo dolor pasado era espuela punzadora. 
Para muchos de ellos ¿ qué concepción podía ser 
la de la patria ? ¡ Difícil explicarlo ! Al mirar hacia 
la ribera oriental parecía que algo entreveían en 
las sombras con los ojos del alma. Acaso el pago; 
el pago era la patria. La patria en pequeño con 
su terrón conocido, con su fragmento de cielo, 
con sus horizontes visibles, con su arroyo fecun- 
dante, con sus lomas pintorescas, con sus bosques 
solitarios. Algunas viviendas primitivas construidas 
con el tronco, el lodo y la masiega, dispersas 
como asilos de una hora de razas vagabundas; el 
potro recorriendo el llano con la crin revuelta, el 
«ñandú» con el alón tendido en la ladera, el «ca- 
rancho» junto á la blanca osamenta, el ginete 
errante hiriendo el aire con el ruido de sus espue- 
las ó con los ecos de una trova de « enramada » : 
ese era el pago. 

¡ Bien podían ellos estarlo contemplando como 
un miraje esbozado en sus cerebros ! 

Los espíritus elevados, que eran los menos, iban 
más allá de esos horizontes... 

Por eso, en la hora de que hablamos, aquellos 



44 E. ACEVKDO DÍAZ 



hombres, los que mandaban y obedecían, formaban 
una sola familia sin más afectos que un ideal co- 
mún; todos aspiraban al mismo fin; las necesida- 
des, los apetitos, los groseros sensualismos de la 
existencia ordinaria, si asomaban como efervescen- 
cias del grupo, entidad compleja de heroísmos, no 
era más que para dar mayor encanto á la idea del 
sacrificio. 

Limpiaron las armas con cariño, hasta verlas re- 
lucir, prepararon los cartuchos de carabina en pa- 
quetes que envolvieron en pañuelos, é hicieron líos 
con el resto para cargarlos á modo de mochilas 
con los abrigos y «recados». 

Con reses transportadas hasta allí desde la costa, 
ocultos en la espesura, celebraron su última cena, 
condimentada con la salsa de su denuedo; y se 
dispusieron á marchar. 

En esa noche brillaban pocas estrellas ; había 
murmurio en las playas y un lijero viento zum- 
baba entre los sauces. En la orilla oriental ardía 
una hoguera. 

Al comentarse después estos detalles, á la luz de 
los vivaos en tierra nativa, no faltó entonces quien 
dijese que en este punto las cosas, del fondo de la 
isleta, acaso de algún «camalote» detenido en los 
recodos de la costa, había llegado de pronto un 
bramido de un tigre hambriento que tal vez alum- 
braba fóftcas pupilas el rastro de la presa ; 
a cuyo bramido respondió uno riendo: 

— ¡Ya vamos! 



GRITO DE GLORÍA 45 



Y como si ésta hubiese sido una voz de mando, 
todos empezaron á moverse en las sombras con el 
menor ruido posible. 

Minutos después bajaban en grupo á la pequeña 
playa, siempre en silencio, apenas interrumpido por 
el roce de los sables, los acentos bajos de preven- 
ción y los ludimientos secos de culatas. 

Las achalanas» se encontraban en el centro de 
una como herradura formada por la vegetación de 
las orillas, casi rozando con sus fondos la arena. 

Cada uno de los expedicionarios llevaba consigo 
arreo doble. El embarque se hizo rápidamente, en- 
trándose los hombres al agua hasta media pierna, 
sin desorden, dividiéndose el grupo en partes igua- 
les. 

Las «chalanas» largaron. El viento fivorable em- 
pezó á empujarlas con fuerza. 

Al frente, en el enorme cauce, no se veía luz 
alguna, á no ser una que otra plateada arista, re- 
flejo del pálido fulgor de las alturas ; las riberas 
aparecían como grandes manchas negras formadas 
por el hueco de los barrancos y una cresta de ár- 
boles hirsutos que servían de agreste festón á sus 
bordes enhiestos tajados á pique. 

Allá muy lejos, un resplandor, quizás el del in- 
cendio de maleza en algún islote anegadizo, dibu- 
jaba en el horizonte una luna color sangre que pa- 
reciera surgir recién abriéndose paso entre doseles 
de crespón. 

Del suelo nativo no llegaba ningún eco. 



-46 E. ACEVEDO DÍAZ 



Pero cerca de la playa, la hoguera seguía ar- 
diendo. Era un fuego de escasas proporciones, aun- 
que muy visible, que de vez en cuando mostraba 
sus lengüetas por encima de su disco de brasas, se- 
mejante á la distancia á una enorme «alúa» po- 
sada en lo hondo de la selva. 

En el grupo que navegaba delante, varios hom- 
bres hablaban en voz muy baja. 

— Será una guardia — decía uno extendiendo la 
mano hacia la fogata. ¡Vamos á extrañarnos pronto! 
— A la fija nos esperan con la tercerola al bra/o — 
agregaba otra voz ronca y enérgica. Han cenado de 
lo ajeno y quieren enlucernarnos antes que pisemos 
tierra. 

— La «fariña» habrá andado en los bocados — 
murmuró un tercero. Estos tinosos se cuidan bien 
por miedo de hacer cueros de epidemia. 
Oyóse cerca una nueva voz, que de:ía: 
— No, compañeros. Esa fogata que parece lumi- 
naria de brujas la ha encendido un amigo. Los 
hermanos Ruiz viven ahí, junto á la costa. Anoche 
estuvieron con ellos el comandante Oribe y el ca- 
pitán Manuel, viendo que Gómez no contestaba á 
las señales; ni podía haberlas contestad.) porque ha 
-días lo corrieron, haciéndolo pasar á Entre-Ríos. 
La cruzada debió ser el 7, y hoy estamos á 19. 
Los Kuiz quedaron en que harían fogón como 
1. Vamos derecho á desmontar de este redo- 
món bufádor. 

— ¡Ahora caigo, canejo. Bien haiga el bicho de 
luz! 



GRITO DE GLORIA 47 



— ¡A ver si se callan! — dijo alguien con tono de 
mando. 

Los murmullos cesaron de súbito. 

También se iba extinguiendo la llamarada y amen- 
guándose el foco rojizo, como si una mano apar- 
tase sus ascuas ó las recubriera de arena. Destacá- 
base en las tinieblas una gran mancha más negra, 
en plano bajo, que era el monte enmarañado, di- 
fuso, torciéndose en espiral ó ensanchándose en el 
llano con todo el vigor de la savia comprimida. 
Este cancel inmenso llegó á ocultar por completo 
la hoguera ; se navegaba en la zona tenebrosa, casi 
razando la base del barranco, y como el viento so- 
plaba leve en esos momentos, se hacía uso del 
remo. 

Los murmullos recomenzaron. 

— Allá en el largo veo una lucesita que se me 
hace de farol — susurró uno al oído de otro, seña- 
lando hacia delante. 

— No le des á la «sin hueso» — dijo el compa- 
ñero. Parece que andan muchas lanchas en el río 
jugando á la que menos ha de topar, como los be- 
cerros en el bajo cuando hay un toro cerca. Por 
atrás se columbra otra parejita á un ojo de lechuza. 

El que primero había hablado volvió la cabeza, 
y alcanzó á percibir en realidad en el fondo del 
cauce fija y siniestra una luz amarillosa. 

lira de temer una andanada de cañón de crujía. 

— A la cuenta es otra barca cargada de «mame- 
lucos». Lindo sería aguaitarla aquí al reparo de los 
«sarandíes» . 



48 E. ACEVEDO DÍAZ 



En ese instante los remos dejaron de hundirse 
en el agua mansa, y las «chalanas» siguieron su 
marcha lenta, empujadas apenas por ráfagas tardías. 

Las claridades lejanas, pero sospechosas, que se 
distinguían á proa y á popa, concluyeron por des- 
aparecer entre el laberinto ramoso de las costas 
cuyas entradas y recodos sin duda se inspecciona- 
ban. A intervalos volvían á relucir, distantes, á 
modo de luciérnagas sin rumbo abatiéndose sobre 
el haz de las aguas dormidas. 

Eran altas horas cuando las proas surcando la 
canal, enderezaron hacia una ensenada que hacía 
más tenebroso el bosque de «talas» y de «molles», 
desplegado en su fondo como una gruesa columna 
en batalla. 

Esa ensenada á cu3 r o flanco desliza su hilo de 
agua un humilde tributario, forma una curva sen- 
sible rematada en dos ligeros recodos y ^^ acceso 
hasta la orilla sólo á embarcaciones pequeñas. La 
corriente deriva hacia esa costa, cuyos veriles ha 
ahondado en su base empujando los residíais á una 
playa hermosa cubierta de densas arenas, donde la 
planta se hunde y asoma su enriscada «roseta» la 
espina de la cruz. 

En este sitio del Arenal Grande arriaron vela 
las «chalanas» y tomaron tierra los invasores. 

Apartadas aquéllas de la ribera por el peligro de 
tumbarse ó varar en las dunas, el desembarco fué 
| ,> con C i la cintura, en cuya diligen- 

cia lo; marineros y los mismos patrones con sus 



GRITO DE GLORIA 49 



cuerpos semi-hundidos en el río sirvieron de jalo- 
nes por largo rato al tránsito de las armas y mon- 
turas. 

Diseñábanse en el cielo detrás de las altas coli- 
nas verdes que rodean en anfiteatro el cúmulo de 
arenas, los primeros albores del día 19. 

Sábese ya que no debió ser éste el del desem- 
barco, sino el 7 del mismo mes. El patriota Tomás 
Gómez, de acuerdo con sus amigos de causa, y 
comprometido á tener dispuestos los elementos de 
movilidad necesarios para montar el contingente en 
la fecha indicada, cumplió esperando á aquél con 
un número determinado de caballos que mantuvo 
ocultos en las islas. Pero, el tiempo pasó en an- 
gustiosa incertidumbre. Los brasileños, ya inquietos 
ante ciertos movimientos inusitados, hicieron recaer 
sus sospechas sobre Gómez y ordenaron perseguirle. 
El patriota vióse entonces obligado á abandonarlo 
todo, y atravesando el Uruguay, buscó refugio en 
la Argentina. 

De esta manera al pisar el suelo nativo, los in- 
vasores se hallaron condenados á una inacción que 
podía serles fatal. Ninguno, á pesar de tan grande 
contrariedad, manifestó su disgusto. Y bien debió 
esperarse que murmuraran, pues que llevaban lar- 
gos días de privaciones y sufrimientos.- Los cuer- 
pos estaban postrados; esfuerzos sin descanso, no- 
ches de insomnio, alimentación deficiente, vigilancia 
continua por una parte, y por otra la sucesión de 
emociones violentas que en lo moral coincidían con 



50 E. ACKVEDO DÍAZ 



la faena sin tregua del músculo, eran causas sobra- 
das para predisponer los espíritus al desaliento. No 
sucedió así. En el grupo taciturno algún vínculo de 
tracción aferraba las voluntades, porque todos se 
movían de consuno y obedecían sin réplica. Toda- 
vía en las tinieblas, amontonados, con la amenaza 
allí de donde venían, con el peligro inminente en 
el terreno que pisaban, desmontados en tierra de 
centauros, solos en su pasión ardiente, parecía sin 
embargo, circular entre ellos como un aura de entu- 
siasmo viril que ahogaba en sus gargantas el des- 
contento. Se habría dicho con razón que la madre 
tierra devolvíales las fuerzas como al titán de la 
ficción helénica. 

Subíanse en color las rosas del oriente orladas 
de escarlata y difundíase una suave claridad en el 
llano arenoso, cuando se alzó una voz enérgica man- 
dando formar. 

Había premura en apartarse de allí, y poner la 
selva por medio. Después se atendería á los medios 
de movilidad. 

Un pequeño grupo de vecinos del pago presen 
ciaba la escena desde el pie de la colina, domi- 
nando con sus miradas el arenal por un abra ex- 
tensa del bosque. 

trochóse fila en el acto, terciadas las carabinas 

Pasóse lista con rapi 

Eran treinta y tres hombres de jefe á soldado. 

Lavalleja recorrió la (¡la con el sablean la dios- 



GIUTO L»E GLORIA 51 



tra, y en la izquierda desplegada una bandera que 
tenía en su centro una inscripción de grandes ca- 
racteres. 

¿Qué lema era aquél? 

En el escudo primitivo de campo blanco con un 
sol arriba y debajo un brazo robusto sosteniendo 
una balanza, símbolo de la justicia, se leía este 
mote: con libertad, ni ofendo ni temo. 

En la bandera de tres fajas, blanca, azul y roja, 
emblema esta última de la sangre vertida, la ins- 
cripción consagraba el mote ó leyenda del escudo: 
era la suprema aspiración de Artigas, allí estampada 
con signos perdurables. 

Bajo el sol brillante que bañara de intensa vida 
el desierto y al soplo del «pampero» que henchía 
la soledad de rumores, en otro tiempo habían ger- 
minado y crecido los instintos al igual de los car- 
dos espinosos, el amor de la tierra enroscó sus 
raíces absorbentes en el corazón bravio, la pasión 
del valor endureció el nervio en las crudezas de la 
vida semi-salvaje; y la voluntad del más fuerte, el 
carácter más tenaz y vigoroso fué el prestigio de 
todas las voluntades, fué el tipo de todos los ca- 
racteres dominando con su acción y el encanto del 
éxito aquel conjunto de instintos y de pasiones ca- 
paces de impulsar los ideales de la clase culta ha- 
cia el triunfo de señalados destinos, una vez que 
se expidieran soberbios en la vasta escena del 
drama revolucionario. 

Con esos amores locales — tan necesarios á los 



52 E. ACKVEDO bÍAZ 



hombres de los campos como el aire y la luz, — 
con esos fanatismos de pago llenos de indómita fie- 
reza, había Artigas formado las huestes que en 
obstinada lucha, arrastrados por la impulsión ini- 
cial de un movimiento poderoso á la vez que por 
la violencia de sus propias propensiones, concurrie- 
ron eficazmente a derribar con el edificio de la 
colonia el imperio de la costumbre. 

En aquel período turbulento, el esfuerzo, aunque 
tenaz y heroico, no revistió formas definidas, ni 
trazó planes luminosos; pero abrió nuevos rumbos. 

Era el esfuerzo anónimo, á veces ciego, que se 
obstina en la tendencia evolucionarla, y en el se- 
creto va tejiendo las nacionalidades hasta exor- 
narlas de atributos propios y carácter típico. 

En aquella bandera desplegada por Lavalleja es- 
taba el símbolo de ese esfuerzo; y á su vista los 
brazos se levantaron y todos los instintos rugieron. 

Lavalleja sacudió el paño con firme mano, y 
señalándolo con la punta de su acero resumió una 
corta arenga en este grito de pujante brío: 

— ¡ Libertas ó muerte ! 

Treinta y dos voces lo repitieron, tendidos los 
sables, deshecha la fila por una conmoción pro- 
funda, puesta por algunos en tierra la rodilla, y 
sellado por otros el suelo con el labio; y por 
un momento el eco formidable al devolver ufano 
el juramento pareció ruido de cadenas que se tro- 
trépito. 
i pudo echarse diana; pero la d\.\\\.\ de redención 
BC escuchaba en todo píritu.s. 



GRITO DE GLORIA 53 



El sol nacía, y resurgía la vida en el bosque 
estremecido por el marcial rumor, cual si en su 
espesura alentara la autonomía de los pagos y se 
agitasen las almas de aquellos fieros caudillos que 
todo lo sacrificaron á sus adustos y terribles amo- 
res! 



V 



Al viento la bandera 



La cifra, pues, de los invasores, no era para ins- 
pirar temor á un poder incontestable. Que llegara 
á aumentarse, era todavía un problema. Aunque 
melenudos, carecían de la levadura de los gigantes 
bíblicos que con la honda ó la quijada nivelaban 
en un momento las condiciones de la lucha. 

Como hemos dicho, el guarismo de los domi- 
nadores teniendo solo en cuenta las tropas de la 
guarnición en el país, incluidas las auxiliares de 
Rivera y las que podían maniobrar en el acto 
desde la vieja línea divisoria, en donde vivaquea- 
ban con sus armas en pabellón, sumaba cinco mil 
hombres próximamente. Este ejército compuesto en 
su mayor parte de infantería y caballería de línea, 
estaba apoyado por una artillería de plaza y de 
campaña que contaba con ciento cincuenta cañones. 



54 E. ACEVEDO DÍAZ 



Secundábalo en las vías fluviales una armada de 
siete buques, perfectamente equipados y prontos 
para la acción. 

Proporcionalmente, correspondían desdé luego á 
cada invasor más de ciento cincuenta soldados con 
cuatro piezas de artillería. La proporción no podía- 
ser más aterradora, del lado de la tierra nativa. 
Después estaba el hondo canal del río, suficiente 
á absorberse millares de hombres en la fuga de- 
sesperada; y del linde opuesto, las autoridades hos- 
tiles listas para apoderarse de los vencidos en des- 
agravio del vencedor. 

Aquellos hombres que dominaban tales perspec- 
tivas sin pueriles ofuscamientos, creían de buena 
fe que ellos se convertirían en dorados horizontes 
de una mañana de gloria. El caso era hacer pie- 
firme en el terreno. 

En las primeras horas buscaron refugio en el 
bosque — la guarida del patriotismo en aquellos tiem- 
pos crueles, de donde el patriotismo salía como 
hambrienta fiera para poner pavor á los campos. 

En el ! aguardaron que Etchevest y los 

hermanos Ortiz trajeran caballos de los alrede- 
dores. 

osearon por los más escondidos lu« 

res. 

El matalote de un leñador en que los hermano' 

se montaron, uno sobre la cruz, otro sobre las an- 
sirvió ile vehícul isa. Etchevest 

caminaba al fiado al vigor de sus piernas. 



GRITO DE GLORIA 55 



escudriñando con ojos de baqueano la espesura á 
lo largo de la costa. De la tropilla que Gómez se 
había visto obligado á dispersar días antes dieron 
á altas horas con diez caballos ; mis tarde encon- 
traron otros. 

El número completaba el de las exigencias, y 
se volvieron cuando asomaba el alba al escondrijo 
de sus compañeros. 

Ese día lo pasaron entre el ramaje, esperando 
que el sol cayera. 

Ya avanzada la tarde los invasores aderezaron 
sus caballos; pusieron á grupas lo que sobraba del 
armamento y municiones de guerra ; y emprendie- 
ron la marcha con esta consigna de Lavalleja : 

— Por razón alguna nadie se separe de las filas. 

Dirigíanse a la estancia de Belis, á inmediaciones 
de San Salvador, donde existía una guardia ene- 
miga. 

Había que empezar por batir las guardias. 

Ésta, sin embargo, alcanzaba á cien hombres. 

Algunos montaraces de largas greñas, hoscos y 
callados se incorporaron al grupo, que hacía su 
trayecto á trechos por el interior del bosque. 

Mandaba el destacamento de dragones á sorpren- 
der el comandante Julián Laguna, al servicio del 
imperio. Advertido, formó en ala sobre la loma. 
El jefe de los invasores se detuvo, é invitó á con- 
ferenciar á su enemigo. Vino éste, y hablaron. Sin 
duda alguna las resistencias del invitado se hicieron 
pertinaces, porque el caudillo de la empresa, per- 



56 E. ACEYEDO DÍAZ 



diendo la paciencia, llegó á exclamar de un modo 
brusco : 

— No entiendo de conseja. Ríndase, ó lo cargo. 

— ¡ Cargue, que hay hombre ! 

Lavalleja revolvió el caballo hacia sus filas, y 
cargó, bandera al viento. La refriega fué breve. Un 
avance á media rienda, varios sablazos de gente 
encelada, alguna sangre vertida, confusión sin en- 
trevero, media vuelta y desbande. 

No pocos de aquellos soldados batidos que ha- 
bían desnudado sus aceros murmurando, los volvie- 
ron á la vaina, é ingresaron al grupo vencedor. 

Dos horas después, cuando se aprestaban los in- 
vasores para continuar su obra de viento de bo- 
rrasca depurador y bravio, una partida do patriotas 
trayendo varios prisioneros, se les incorporó. 

Esta junción produjo entusiasmo en las lilas. Los 
recién venidos eran casi todos antiguos soldados de 
Lavalleja ú Oribe. 

Juntos habían vivido en los montes durante lar- 
gos meses, hostilizando al enemigo desde la madri- 
guera sin ceder nada de sus odios nativos; ahora 
se presentaban sin tacha, soberbios, encelados, arras- 
trando un grupo de vencidos, en prueba de ardor 
varonil y de fibra guerrera. 

Acompañábalos un clarín que no cesaba de echar 
diana con un brío que denunciaba la robustez de 
sus pulmones. En las (¡las abrazábanles entre acla- 
maciones ruidosas, llamándolos por sus nombí 
pidiéndoles detalles del encuentro en que habían 
salido victorio 



GRITO DE GLORIA 57 



Uno de los nuevos campeones era el capitán 
Ismael Velarde, soldado de las primeras guerras, á 
quien Lavalleja conocía bien. 

Joven, esbelto, de semblante de mujer y mirar 
duro, llevaba la lanza con aire de soberbia, acaso 
con el mismo que lo estimulara á empuñarla en 
su primera mocedad. Él era el que enterado del 
pasaje de los treinta y tres patriotas, había reunido 
algunos compañeros en las vertientes de Santa Lu- 
cía y arrojándose sobre un destacamento de caba- 
llería de línea brasileña apostado en los campos 
de Robledo, matándole varios soldados y apode- 
rándose del resto. La refriega había sido aún más 
fructífera. El éxito devolvió á la causa de los pa- 
triotas un buen número de nativos que se encon- 
traban asediados en el monte, y otros prisioneros 
en las «casas»: los cuales rescatados, figuraban 
ahora en el grupo como números distinguidos. El 
teniente Cuaró, veterano de Latorre, de atezada 
piel, miembros fornidos y pescuezo de toro, entraba 
en la cifra ; también Ladislao Luna antiguo alférez 
de Rivera en sus aventuras heroicas del año XYII. 
Seguían luego algunos «tapes» de Soriano y mo- 
cetones ariscos de la cuchilla de Marrincho, que 
habían crecido en el torbellino de la lucha y en él 
debían desaparecer como «tucos» en noche de tor- 
menta. 

Pero, entre todos, un voluntario atrajo las mira- 
das por su aspecto y compostura. 

Era éste un joven blanco y rubio de ojos azu- 



58 E. ACEVEDO DÍAZ 



les, cabellera blonda y rizada, alto, gallardo, de 
manos y de pies pequeños, que llevaba la espada 
como un oficial correcto, el sombrero como un 
trovador y la espuela como un caballero. 

A pesar de la tostadura del sol y el viento, y 
del deterioro extremo de las ropas, Oribe lo reco- 
noció apenas fijó en él la vista. Se llamaba Luis 
María Berón. En su mirada triste y su frente so- 
ñadora parecía reflejarse algo como las nostalgias 
de la tierra, y en el gesto altivo y adusto presen- 
tirse el vibrar de la fibra a impulsos de una san- 
gre rica y generosa. 

Seguía á Berón como su sombra, un negro li- 
berto con todos los aires de buena crian r . a, mozo, 
robusto, bien plantado y gran ginete, el chambergo 
sobre la oreja, bota á media pierna, una haba del 
aire en el ojal de la blusa y el trabuco cruzado i 
los riñones. 

Por último, un viejo sobresalía en el grupo. Era 
este hombre muy tieso y muy espigado, de mirada 
viva y ceñuda, propia de ojos hundidos en las cuen- 
cas y rodeados de un matorral de cejas gruesas en 
forma de penachos de «ñacurutú». Tema la nariz 
ganchuda y prominente en el vómer; el pelo que 
había sido crespo y del que apenas quedaban algunos 
largos mechones, c.\\.\ sobre los hombros á modo 
de capullos invertidos de cortadera ¡ la barba en- 
marañada y recia, tenida en parte por el humo 
del tabaco, mostraba su punía retorcida hacia un 
ido por el uso del barboquejo. 



GRITO DE GLORIA íí9 



Llevaba sombrero de panza de burro, chapona 
de paño azul, chiripá de tela gruesa listada á ban- 
das rojas, botas flamantes de cuero crudo y espue- 
las de hierro, cuyas ruedecillns hacían música gru- 
ñona con el freno y las coscojas. 

La daga que traía á la cintura formábale por 
detrás un embuchado en la chapona. El poncho en 
rollo á las grupas, y una gran lanza con cuatro 
medias lunas v banderola tricolor que blandía en 
la diestra, daban á este nuestro antiguo conocido 
don Anacleto todo el aire de un caudillo de pago 
que aun goza de la plenitud de su prestigio. 

Su caballo overo de co!a recogida y crines re- 
taceadas á cuchillo, en buenas carnes y regulares 
bríos, solía pararse para golpear con el casco el 
suelo, en cuya sazón, el viejo capataz le acercaba 
la espuela con cuidado y apretando las rodillas, 
como si se tratase de un « redomón » de más ma- 
ñas que un «matrero». 

Pasada la efusiva expansión de los primeros mo- 
mentos, el valioso contingente entra á formar en 
el escuadrón de Oribe ; quien nombra á Ismael 
Velarde capitán de U primera mitad con Cuaró de 
segundo, y á Luis María su ayudante secretario. 

Ladislao, con su grado de alférez, queda subor- 
dinado á aquél, haciendo revistar en lilas á los 
« tapes » y mocetones montaraces. 

Adquirido así mayor nervio con gente de reso- 
lución y empresa, maciza en la marcha y en ex- 
tremo hábil para manejarse en el terreno, la redu- 



60 E. ACEVEDO DÍAZ 



cida fuerza revolucionaria siente que se aumentan 
sus alientos y que crece en ella el espíritu de 
cuerpo que ha de llevarla unida y vigorosa de es- 
caramuza en refriega y de combate en batalla, en 
una serie no interrumpida de brillantes jornadas. 

Se alza la bandera, y se grita : ¡ todo por la pa- 
tria ! ¡ la tierra pertenece á los valientes ! Los gi- 
netes se agitan fieros, rompen los clarines en mar- 
cial fanfarria que estremece el suelo del camino al 
paso de aquella caballería temeraria en duelo con 
la suerte, que va á quebrar lanzas contra el dra- 
gón forrado en hierro de la conquista. 

La pequeña legión avanza, entra en Soriano, — 
la vieja villa taciturna del sistema hispano-colo- 
nial, — y da el grito de independencia con asom- 
bro de sus solitarios moradores. Algunos antiguos 
servidores de Artigas que allí dormitaban sobre el 
gran estero oscuro como soldados que han caído 
rendidos por el cansancio, oyeron el grito, y escu- 
charon la lectura de una proclama en que se ha- 
blaba en nombre de la unión argentina, de la 
autonomía de la provincia como parte integrante 
de la República limítrofe y del auxilio que de ella 
vendría, toda vez que los orientales respondieran 
al llamado del patriotismo. La proclama nada decía 
de las primeras luchas, y mucho de una vida 
nueva. No preocupó la fórmula á aquellos antiguos 
servidores. I'.ia mu duda uua proclama como cual- 
quiera otra; udasen no más los de la otra 
banda.»; después el tiempo diría lo que del crecí- 



GRITO DE GLORIA. 61 



miento y el choque de las pasiones y de los inte- 
reses resultase. Tras de ese encogimiento de hom- 
bros del estoicismo, los hombres se limitaron á 
este criterio concreto : « ante todo es preciso sacu- 
dirse el peso del yugo, y venga el socorro para 
ello de quien pueda más que Artigas ». 

Y descolgaron sus sables mohosos, acudiendo al 
rumor de la batalla. La legión subió á cien ; y 
estos cien marcharon ¡vicia el arroyo del Perdido. 

En el trayecto, cae prisionero un baqueano ene- 
migo de nombre Juan Baez, que llevaba instruc- 
ciones escritas de Rivera para el mayor Calderón, 
jefe de los dragones. En la nota urgíale que se le 
incorporase sin demora para abrir operaciones so- 
bre Lavalleja. Soldado de éste en las guerras ante- 
riores, Baez acata ¿i su viejo jefe, ofrécesele para 
inducir á engaño al brigadier, y le informa que 
algunas partidas merodean por allí cerca. Añade 
que hay tropa acampada en los ribazos del Mon- 
zón, uno de los manantiales del arroyo Grande, y 
que con ella está el comandante general de cam- 
paña. 

¡Al encuentro, á paso de trote! 

El baqueano vuelve sobre sus pasos y con él la 
pequeña columna, que abandonó por el hecho el 
rumbo que le hubiera conducido hasta el campa- 
mento de Calderón, situado á la orilla de otro ca- 
nalizo secundario de aquel arroyo. 

Bruscamente, las partidas contrarias aparecen tras- 
lomando á la carrera la próxima «cuchilla» como 



62 E. ACKVEDO DÍAZ 



impelidas por un instinto irresistible; y á la vista 
de la hueste, blanden las lanzas como un saludo 
marcial, y en vez de acometer se incorporan á las 
filas. Oyense gritos vehementes ; y algunos de aque- 
llos hombres se abrazan juntando sus cabezas sin 
detenerse. 

La columna así robustecida, sigue andando en 
busca de la aventura temerosa como asistida de una 
virtud aquiliana. El humilde Baez la guia ; es este 
oscuro soldado el que ha de llevarla al terreno de 
uno de sus mejores triunfos, el que debía asegurar 
el éxito de la empresa. Baez, aunque al servicio de 
los dominadores hasta pocas horas antes, ya no es 
un prisionero, porque se ha identificado con los que 
acompaña; ni se considera á sí mismo un traidor, 
pues que su conciencia no le acusa y su corazón 
le arrastra. Es una unidad del esfuerzo anónimo, 
que cae en cuenta ; el baqueano de la aventura que, 
casualmente atravesado en su camino, se apasiona 
de la audacia, y se resuelvo á separar aquélla de 
su marcha ciega guiándola á favor de su arte por 
senderos desconocidos hasta precipitarla armada y 
potente sobre el enemigo más temible— por ser 
aquel que podía detenerla en sus avances y romper 
el nervio de su acción. 

Baez se adelanta en prosecución del plan acor- 
dado con Lavalleja, á favor de las asperezas del te- 
rreno; y dejando oculta la columna, sigue solo 
hasta encontrarse con la guardia que mandaba el 
o oficial Leonardo Olivera. 



GRITO DE GLORIA 63 



Juan Baez dice á éste : 

— El mayor Calderón con el escuadrón de dra- 
gones está en el bajo, aguardando órdenes. Yo sigo 
hasta el campo del comandante general á darle 
parte. 

Olivera no se sorprende de la nueva, y pide su 
caballo, contestando tranquilamente : 

— Voy hasta el bajo. Anuncie el caso al jefe. 
En seguida monta, toma el galope, trasloma y 

cae al llano sin recelo. Allí es rodeado y se le in- 
tima rendición. 

Apercibido de esto, exclama con entereza : 

— Rendirse ;á quién? Todos somos hermanos. 
¡ Pido lugar en las filas, para mí y mis compa- 
ñeros ! 

En esos momentos un pequeño grupo, apartado 
del grueso que había estado inmóvil al pie del de- 
clive, á las órdenes del comandante Oribe, movióse 
bruscamente tendiéndose en ala en la ladera. 

Sentíase á la parte opuesta el galope de varios 
caballos. 

Fijáronse allí las miradas. 

Pronto escaló la colina un ginete de figura apuesta, 
cabello negro y semblante tostado, joven, en la 
plenitud de su vigor; quien, bien sentado en los 
lomos, cubierto por un poncho de tela color ante, 
cuya halda derecha había arrollado sobre el hombro, 
venía seguido por otros dos a guisa de escolta. 

Sujetó el caballo al trasponer la «cuchilla», y 
empezó á descenderla al trote, algo sorprendido del 
cuadro que se extendía a su vista. 



64 E. ACEVEDO DÍAZ 



— Ese es Frutos — dijo Ladislao con cierta frui- 
ción íntima. ¡ Véanlo si se mueve arrogante ! 

Ismael lo miró de soslayo, por debajo del ala 
del sombrero, murmurando : 

— ¡ Verás que se duebla ! 

Otra voz dejó caer con pausada entonación estas 
palabras : 

— ¡ Ahora, para qué ! . . . Ya cayó el « matrero ». 
Alguien añadió con risa irónica : 

— Está lustroso, á fuerza de buen vivir. ¡Naide 
rompa esa cuña por ser del mesmo palo ! 

El comandante Oribe hizo una seña. 

El pequeño grupo emprendió el galope, formando 
media luna á retaguardia de los recien venidos; y 
el mismo jefe, abandonando con Luis María su 
puesto, picó espuelas y se puso en un instante 
junto al brigadier. 

Al sentir el tropel, Rivera volvió el rostro y 
saludó llevando la mano al sombrero. La estrata- 
gema le quedaba de manifiesto; su saludo, suplan- 
tando á la protesta, era un principio de llamado á 
la clemencia. 

Oribe lo alcanzó, cuando ya estaba próximo á 
Lavalleja. 

El brigadier se detuvo sin objetar nada' sabiendo 
que era temible el adversario que tenía á su lado ; 
por lo que, dirijiendo un tanto inquieto la palabra 
á Lavalleja exclamó: 

— Perdónemela vida, compañero. . . Ordene que 
se respete mi persona... 



GRITO DE GLORIA 65 



El caudillo invasor lo miró severamente, respon- 
diendo en el acto : 

— ¡No lo han de matar! En cuanto á lo demás, 
no pensó usted lo mismo respecto á mi, no hace 
mucho tiempo, cuando por orden de Lecor entró 
á acosarme en los campos de Zamora. 

¡vivera, aunque bastante impresionado ya por los 
rumores de voces airadas que llegaban hasta él, 
echó mano al fondo inagotable de sus recursos de 
astucia, apresurándose á decir con el tono de la 
mayor sinceridad : 

— ¡Oh! nunca fué mi intento el perseguirlo á 
muerte... Le aseguro que lo buscaba para propo- 
nerle un plan de independencia ; pero las cosas 
vinieron mal. 

— ¡Buen modo de buscar! .. . Obligar aun hom- 
bre á huir en pelos, y con solo los calzoncillos... 
No le hace, paisano, nunca es tarde para eso. 

En un grupo del flanco se murmuraba de una 
manera sorda. Los reproches de Lavalleja incre- 
mentaban la excitación. Aquellos como rezongos de 
cimarrones aumentaron por grados la alarma de 
Rivera ; acaso porque sabía él medir la importancia 
de su persona, y por parte de sus adversarios, la 
imperiosa necesidad de eliminarla ó de hacerla ser- 
vir á sus fines. Sagaz en la combinación de sus 
planes, como despierto en el peligro, aquellos mur- 
mullos amenazadores le indicaron el medio de pre- 
venir la explosión del descontento. Entonces dijo 
sin vacilar, con el acento de aquel que no puede 
creer se dude de su lealtad: 



66 E. ACEVEDO DÍAZ 



— Estoy dispuesto á entregar la fuerza de mi 
mando, y si usted lo quiere, en el acto mismo im- 
parto órdenes . . . Aseguro que no habrá resisten- 
cia alguna, por cuanto los muchachos están siem- 
pre cismando con la libertad de la tierra, y á una 
voz mía seguirán el movimiento. 

— Falta hace que se les caliente la sangre, — re- 
puso Lavalleja, echando un temo redondo. Mande 
lo preciso á preparar la entrega. 

Mientras Frutos — como le llamaban los criollos — 
daba instrucciones á Olivera para que hiciera lar- 
gar los caballos á su tropa, y difundiese en el cam- 
pamento la especie de que eran los dragones de la 
provincia los que estaban en el bajo, la pequeña 
columna desmontó, á la espera del resultado. Al 
primer impulso rencoroso, habíase sucedido cierta 
satisfacción bulliciosa. Si el caudillo obraba de 
buena fe, la empresa iría adelante de un modo 
irresistible. 

Unos minutos después se ordenó montar. 
Lavalleja dijo al cadete Spikermann: 
— ¡Cuando estemos en medio del campamento, 
hágala flamear alto para que la saluden todos! 

El cadete llevaba en la diestra un astil con funda 
de hule negro, y ocupaba el centro de los escalo- 
nes. 1 inzaron al trote. Al encumbrarse en 
la colina, divisaron los fogones v á la fuer/a que 
vivaqueaba confiada casi encima del riba 

penetraron en el campamento en 
formación, y una ve/ en el centro, el porta des- 



GRITO DE GLORIA. 



plegó la bandera al grito de « ¡ libertad ó muerte! » 
Esta gran voz, porque fué briosa y sonora, salió 
de labios de Luis María. Antes que el estupor vi- 
sible en todos los semblantes, se hubiese desvane- 
cido, el capitán del primer escalón de Oribe puso 
espuelas á un redomón tostado y entrándose en las 
filas riveristas con gesto ceñudo, dijo imperioso : 

— ¡Dos pasos al frente, todo el que no sea 
oriental ! 

Los brasileños que revistaban en la fuerza obe- 
decieron sin dilación, y depusieron las armas. 

Los demás fueron alistados en la tropa invasora. 
El clarín echó diana. 

Ahora se sentía en el núcleo un aliento pode- 
roso de fe y de audacia que levantaba los corazo- 
nes ante las realidades del éxito. 

— ¡ A este paso, comandante, el ensueño será 
pronto un hecho! — dijo Berón, fijando en Oribe 
su mirada llena de luz y de pasión patriótica. 

— Tal vez — respondióle su jefe, con aire adusto. 
La obra empieza ; cuando concluya, sabe Dios si 
será completa. 

— Demarcaremos con la espada la frontera. Y 
así que hayamos triunfado, serán nuestra defensiva 
la elección y el ejemplo. 

— De la frontera Norte, no dudo, ayudante, que 
quedará señalada con nuestra sangre, si necesario 
fuere. Pero... ¡hay otra frontera que la fatalidad 
de las cosas borrará acaso, aunque la forme un río 
ancho como mar ! 



68 E. ACEVEDO DÍAZ 



Luis María se puso más adusto que su jefe, y 
mirando la bandera que flameaba altiva, repuso con 
acento amargo : 

— Y entonces eso ¿ nada significa ? 

El comandante se sonrió. 

— Sí — dijo. Recuerda muchos años de pelea, la 
lucha ciega contra todos los que han querido arre- 
batarnos nuestro derecho. 

— Y ahí está — murmuró Berón, como hablando 
á solas. ¡ Es la misma protesta, la protesta de 
siempre ! . . 

Callóse, triste. Parecióle que sentía esa protesta 
zumbando en el aire, eco lejano de combates de- 
sesperados, — al sacudir el viento la bandera. Si no 
era el símbolo de redención, de independencia ab- 
soluta, de historia propia; si en manos de Artigas 
fué pendón de caudillo, emblema de crudezas y de 
ambición hosca y fiera, ¿por qué se agitaba como 
lábaro de un nuevo ideal entre los que por ella 
habían dado su sangre? Aparte de aquella indepen- 
dencia absoluta, ese símbolo no se armonizaba con 
el esfuerzo. Se componía de tres Lijas paralelas. La 
roja no la cruzaba ya en diagonal, como en los pri- 
meros tiempos. Su prestigio se fundaba en su origen 
histórico. ¿Por qué renegarlo, en la hora de las 
grandes reivindicaciones? Allí estaba en medio de 
las lilas con sus colores vivos, osado, altanero, 
como la pasión indómita de otros años, esparciendo 
en derredor los recuerdos de cóleras furiosas, de 
ios infinitos, de cruentos infortunios. ¿Hablaba 



GRITO DE GLORIA 69 



á la memoria hiriendo en el instinto de la ven- 
ganza ó en la fibra de un patriotismo formado en 
la lucha constante, en la aspiración permanente á 
la existencia sin ligaduras ni reatos? Con su tela se 
había empezado á tejer la nacionalidad, v ciertas 
nacionalidades se tejen al principio con crudezas de 
semi-barbarie, que son las que más resisten á la 
decadencia que corrompe y disuelve. Esa bandera 
se paseó en combates heroicos sin que la deshon- 
rara la misma derrota ; ungiéronla con sangre á rau- 
dales en terribles entreveros; consagráronla como 
signo de guerra á la absorción y á la hegemonía 
todas las soberbias de pago encarnadas en los hom- 
bres de valor ; y todas las energías locales se ha- 
bían crecido y encelado bajo sus flotantes pliegues, 
formando con sus rabias y enconos, sus sacrificios 
y ejemplos como durísimas mallas en que debía 
embotarse el golpe de muerte al ideal de indepen- 
dencia. En prueba de esto estaba allí... ¿Conocía 
otra bandera el paisanaje belicoso? Esa era la que 
á pesar de asoladoras guerras, hablaba i sus pasio- 
nes con la elocuencia de una arenga momentos an- 
tes de la carga, de un premio á sus afanes después 
de la victoria ... Al pensar que no fuera ahora 
emblema de un poder propio velábase el encanto 
de su prestigio ; ¿simbolizaría el sacrificio de los dé- 
biles en obsequio á la grandeza ajena, a la eterna 
tutela del más fuerte, al vil precio de la necesidad, 
como se decía en la época del embrión evolucio- 
nario? 



70 E. ACEVEDO DÍAZ 



¿ De qué modo entenderían esto los hombres de 
corteza rústica, de pensamiento de niño y corazón 
de león? 

En medio de este hondo soliloquio, y alejado 
Oribe, Luis María vio detenerse cerca á Cuaró, 
quien se puso á contemplar impasible la escena que 
se desenvolvía á su frente. 

Una vez fijó sus ojos negros v relucientes en la 
bandera, dilatándosele las alas de la nariz cual si 
olfatease humo de pólvora, ó se le agitara algún 
instinto adormecido en el fondo de la entraña. 

Berón, que lo observaba atentamente, díjole : 

— ¿Te estás acordando, compañero? 

El teniente parpadeó con fuerza hasta dar á sus 
pupilas un brillo luminoso, y alzando el brazo 
semi-desnudo señaló la tricolor con un gesto de or- 
gullo. 

— En Catalán estuvo asina, — contestó, — hasta tar- 
decita, cuando Latorre mando que yo cargase con 
la escolta. La querían tomar, yo la defendí y me 
mataron la gente; á mi mesmo me curtieron á 
lanza, pero desde que no morí, la bandera no 
cayó... Verás hermano que la salvamos mejor en 
esta pelea. ¡Ya á durar más que vos y que yo! 

— ¡ Si eso fuera cierto, si sobreviviese lo que 
ella en el fondo simboliza!... exclamó con emo- 
ción el joven. ¿Qué importaría lo demás? 



GRITO DE GLORIA 71 



VI 



Pensamiento, valor y audacia 



Concluido el desarme de los brasileños, y hecho 
el alistamiento de los orientales, el jefe de la in- 
vasión y el comandante general de campaña se reu- 
nieron en un rancho de las inmediaciones para 
hablar de asuntos relativos al hecho consumado. 

Se decía en el campamento que de esa confe- 
rencia solicitada por el prisionero, debía resultar 
algo importante y decisivo. 

Bajo tan excelentes auspicios, y agigantadas las 
esperanzas del grupo con las adhesiones que se iban 
sucediendo, fué esa tarde cada vivac un concierto 
de voces de júbilo, cuya nota dominante, la de la 
patria libre, hacia palpitar de entusiasmo los pe- 
chos varoniles. Los tañidos de guitarras de trecho 
en trecho en los fogones, acompañaban á cánticos 
llenos de unción prolética. A las décimas del tro- 
vador de pago se unían las risas sonoras, las voces 
estruendosas, los gritos pujantes de barbudos colo- 
sos; y en medio de este torbellino de ecos y pa- 
labras, de cantos y tañidos revueltos en una atmós- 
fera plácida, radiante de luz, se alzaba el relincho 
poderoso de los redomones contagiados de la fie- 



72 E. ACEVEDO DÍAZ 



bre de pelea, á modo de bocina de aquella mú- 
sica de centauros. Esto duró más de dos horas. 

Bien luego, un rumor lisonjero recorrió los vi- 
vacs. 

La entrevista había terminado : Rivera adhería 
al movimiento compartiendo el mando con Lava- 
lleja. Agregóse que Oribe ponía sello á este acuerdo 
renunciando por su parte al derecho que pudiera 
asistirle por razónVde iniciativa, y subordinándose 
como antes á las decisiones del segundo. 

Momentos después de esta primera impresión, la 
noticia se confirma en la orden del día, y el rego- 
cijo se colma. Habíase cumplido una de las bases 
del pacto de ^os buenos, la del « perdón de los her- 
manos extraviados » . 

Cuando Lavalleja recorría al paso de su caballo 
el campamento, disponiendo lo necesario para la 
marcha, Luis María le oyó decir con sencilla ex- 
pansión, dirigiéndose á Oribe que caminaba á su 
lado : 

— Convenia á la causa un «brigadeiro». 
A Berón le intrigó la frase. 

— En rigor, tenemos ahora tres jefes, — se dijo. 
Uno que se impone por el mando; un segundo que 
aspira a lo mismo por el prestigio; otro que en 
realidad impera por la superioridad moral.... 

uninó en el pensamiento; hizo análisis 
de antecedentes y aptitudes; escarbo en el terreno 
del pasado, en busca de elementos de juicio; e\hi- 
bioselos á sí mismo tales cuales eran, para ratificar 
su criterio al respecto. 



GRITO DE GLORIA 73 



¿Cómo surgieron en el agitado escenario, cuá- 
les eran sus méritos relativos, — adonde iban arras- 
trados por el impulso inicial de la aventura? 

Voluntario consciente, resuelto, bien definido en 
sus convicciones y tendencias, él estaba obligado á 
reflexionar sobre todas estas cosas, y á la obser- 
vación prolija de los actos de los que manda- 
ban. El amor á su causa inducíalo á escudriñar 
propensiones y fines. Se rebelaba ante la idea de 
servir á otros que á aquellos que constituían sus 
ardientes ideales de juventud. 

Bien veía él que los directores de la empresa 
no se identificaban por el carácter, por las luces 
<le inteligencia y por la pericia militar; pero creía 
<le buena fe que coincidían en la pasión por la 
tierra, en la alteza del sentimiento patriótico y en la 
enérgica voluntad de redimir al país del yugo ex- 
tranjero. En lo moral., como en lo físico, esas perso- 
nalidades ya culminantes habían sido fundidas en 
moldes muy distintos, aunque únicos tal vez, por 
el vigor de la fibra, la tenacidad en el propósito 
y la grandeza del esfuerzo. 

Una ligera observación le había sido bastante para 
persuadirse de que el espíritu de Lavalleja no ha- 
bía recibido luces vivas, sino nociones de vida 
práctica ; que estaba nutrido de sentimientos nobles, 
de ideas de niño y genialidades de valiente. En 
ciertos rasgos aislados, personalísimos, pudo él no- 
tar cómo la voluntad primaba y ponía de relieve 
al varón temible para quien empresa alguna fuera 



74 E. ACEVKDO DÍAZ 



difícil, ni el mayor peligro razón de miedo. Cora- 
zón de grandes alientos; cerebro tardo en concebir; 
criterio adverso al raciocinio frío y calculado. 

Lo que el joven voluntario sabia de él y de 
los otros, lo autorizaba á comparar y á distinguir. 
El teatro era reducido, los actores muy limitados. 
A veces en desnivel, por la calidad. 

En igualdad de condiciones y aptitudes militares, 
sin escuela teórica ni mayor cultura, aunque con ese 
fondo moral en que se refundían la simplicidad y 
la rudeza con las virtudes del tipo héroe, Lavalleja 
había asomado como Rivera en la época de Arti- 
gas á la vida turbulenta. En su viril mocedad no 
había tenido al igual de aquél como escuela del 
valor y de emulaciones diarias, la intimidad y la 
ejemplaridad de los « matreros» avezados i la pelea 
sin cuartel. 

Honesto y trabajador, en cuanto se podía serlo 
en tiempos tan atrasados, la industria de transportes 
había sido su ocupación preferente. Guió carretas 
tiradas por buyes en sus mejores años; y en el 
manejo de la «picana» no llegó a desmerecer cier- 
tamente como hombre de bríos del paralelo con 
aquellos antiguos paladines que labraban la tierra ó 
cuidaban rebaños o .se ejercitaban desde niños en 
las pruebas de fuerza muscular, alimentándose con 
salsa negra. 

i antecedentes tan humildes y tan sano cora- 
zón, guardaba así en su rica naturaleza de hombre 
entero las cualidades necesaria! para imponerse en 



GRITO DE GLORIA. 75 



la lucha por el denuedo, aunque en esa lucha se 
tratara de uno contra diez ; y de ahí que su brazo 
fuera desde el primer momento temido, y su voz 
la nota mas vibrante en los entreveros gloriosos. 

Proezas admirables habían sido sus primeros pa- 
sos en la lucha y desde que alcanzara el grado de 
capitán, habíase crecido en amor propio y chocado 
con su igual el capitán Rivera. 

Fué esta una contienda entre la valentía del león 
y la astucia del zorro, que Artigas mismo no pudo 
nunca dar por concluida á pesar de sus buenos es- 
fuerzos, y que debía prolongarse con idénticos ca- 
racteres de acritud y de violencia en el espacio y 
en el tiempo. 

En cierto modo, el uno complementaba al otro; 
sin que jamás pudieran avenirse, j La diferencia es- 
taba en el fondo moral ! 

Al contrario de Lavalleja, y también de Rivera, 
Manuel Oribe era un hombre de instrucción y pre- 
paración habituado al roce con otros de reconocida 
cultura y elevada categoría, del doble punto de 
vista social y político. 

Aparte de lo que traía desde la cuna, de sus an- 
tecedentes de familia y de las nociones recogidas en 
buena escuela, alcanzó en la vida práctica, todavía 
muy joven, á formar su carácter y dar sello propio 
á su personalidad como número distinguido en la 
generación militante de aquellas épocas tumultuosas. 

Como Lavalleja, era un varón de ímpetus, de 
arrojo imponderable, de celos embravecidos ; pero, 



76 E. ACEVEDO DÍAZ 



no tenía su prestigio en las masas, ese prestigio que 
se forma en las intimidades de los instintos y de 
las fierezas, en las proezas del músculo contra hom- 
bres y alimañas y en la tolerancia de ciertos hechos 
licenciosos que aumentaban la pasión por el caudillo, 
y. lo hacían dueño de voluntades y de vidas. 

Lavalleja era caudillo desde los tiempos de Ar- 
tigas. 

Oribe había sido uno de los oficiales de infante- 
ría más reputados del primer campeón de nuestras 
luchas; empero, no uno de los más consecuentes. 

De aquí esa su falta de prestigio en el médium 
nativo. 

La organización misma y disciplina de su arma, 
aunque para las tres era apto, estaban en pugna 
con la irregularidad manifiesta de las milicias de «í 
caballo. Mandaba soldados sometidos al rigor de la 
regla; Lavalleja encabezaba grupos audaces que no 
conocían la represión severa. Identificado con la 
hueste, este último había seguido al archi-caudillo 
cuando Oribe lo abandonó; había peleado brava- 
mente y aumentado su renombre, hasta que, prisio- 
nero, fué i padecer por su causa en una de las 
fortalezas de Río Janeiro. El rey Juan VI había 
tenido para él frases de admiración. 

Eli cambio de la influencia sobre la hueste, así 
adquirida, Manuel Oribe era un soldado organiza- 

dominañte, maniobrista de aplomo en 

el terreno, versado en l.t i, que había es- 

tudiado en los libros, y cuando era precito, por la 



GRITO DE GLORIA 77 



desigualdad en el número y la calidad de los com- 
batientes, acometedor ó intrépido. 

Tenía sobre Lavalleja y sobre Rivera, además 
de la noción clara de la milicia y de la aplicación 
oportuna de las reglas, la ventaja del valor disci- 
plinado. Sus pruebas, desde que entró á la vida dé- 
la acción, fueron siempre brillantes. 

Lavalleja, organismo de acero y gran ginete, lo 
libraba todo al choque heroico; y al cargar ceñudo 
con el sable bajo, más fácil le era destrozar regi- 
mientos enteros con una oleada de audacia homé- 
rica, que batir por plan metódico y fijo. Con la 
carga improvisaba la victoria. Rivera lo aventajaba 
en astucia y en arteria, más no en decisión. 

Oribe combinaba, y aprovechaba de los detalles 
sobre el terreno, en cuanto lo permitía la pericia 
de la tropa á su mando. 

De esta superioridad, sin embargo, no hacía él 
uso, como se ve en la tremenda aventura que se 
incubó en el saladero de Costa; la pasión patrió- 
tica que lo alentaba le había impuesto el deber de 
declinar ese derecho, para honor de sí mismo y de 
la cruzada. 

Hombre de acción adaptable perfectamente al 
médium, si se había de tener en cuenta la índole 
propia y las propensiones ingénitas de la cla.se 
campesina, Juan Antonio Lavalleja era la entidad 
llamada á reemplazar al archi-caudillo en la escena 
política, por su prestigio y por la fuerza misma de 
la tradición reciente. 



78 



E. ACEVEÜO DÍAZ 



La masa popular Je las campañas lo había for- 
mado y nutrido á su manera genial, como á otros 
caudillos, dándole con sus arrebatos y vehemencias 
la terquedad del pago y el rigor de sus instintos. 
Era un fruto legítimo bien maduro del clima y de 
las energías indómitas, que encarnaba decirse puede, 
las pasiones locales en toda su intensidad bravia. 
El suelo privilegiado, que encierran y al que for- 
man marco gigantescos ríos y el océano, de modo 
que lo oreen las poderosas alas del pampero que 
á él llega rugiente y entre sus límites acaba, podía 
enorgullecerse de su hechura. Excedíase del nivel 
común lo suficiente para el mando. Sus actitudes 
mentales no eran superiores á las del médium, pero 
sí su poder de iniciativa y su osadía romancesca 
para la aventura belicosa; como que era en me- 
dio del peligro y del conflicto que este hombre 
sentía ensanchársele la vida, sin ser por ello san- 
guinario, cruel ó implacable. Había adobado su 
personalidad con sus virtudes; su soberbia, si al- 
guna tenía, nacía de la conciencia de ser hijo de 
sus obras. Miraba sin enojo que otros lucieran sus 
talentos; pero no toleraba que se dijese de alguien 
que podía igualarlo en valor. 

No dudaba de los intrépidos, mas confiaba en sí 
mismo como en unx lanza aquiliana. Innata en él 
U bravura, no precisaba haberse nutrido con mé- 
dula de fieras; SU Corazón fuerte se hubiese as- 
fixiado bajo de una coraza. Esa bravura contagiaba 
todas las lilas cuando daba cara al plomo y al hie- 



GRITO DE GLORIA 79 



rro; arrastraba con imperio y destruía con ímpetu, 
rebasando el obstáculo como una onda arrolladura. 
Acaso, por sus hechos anteriores y por su influen- 
cia sobre ciertos pagos, Fructuoso Rivera hubiera 
podido ser el caudillo de la empresa ; pero había ser- 
vido al dominador y recibido de él grados y em- 
pleos. Por otra parte ; ¿ tal pensamiento hubiera sa- 
lido del fondo moral de Rivera, tan apegado al te- 
rruño, y tan reacio al proyecto de una patria ubre 
y altiva ? Había tenido razón de dudar. Audaz y 
emprendedor, astuto y artero, de acción rápida, 
oportuno y hábil como caudillo de división volante, 
Rivera había descollado en las primeras guerras 
venciendo las más de las veces sucesivamente en 
combates parciales contra los españoles, argentinos 
y portugueses. Su conocimiento completo del te- 
rreno y la confianza que sabía inspirar á sus hom- 
bres, preparáronle siempre el éxito, aunque de él 
no aprovechara nunca sino en favor de su prima- 
cía personal, fuera cual fuese la situación que los 
sucesos le crearan. Dúctil y maleable como pocos 
caudillos, de sus mismos reveses había sacado pro- 
vecho. Lo mismo había sabido asegurar su super- 
vivencia en la victoria que en la derrota, á partir 
de que su objetivo dominante era perdurar en la 
escena; lo mismo influía sobre ella como «mon- 
tonero» que como « brigadeiro », bien persuadido 
de que su prestigio en las huestes dependía de su 
presencia y de su acción constante sobre ellas, de 
modo que no dudasen de su amor á la tierra y de 
su identificación absoluta con las pasiones locales. 



80 E. ACEVEDO DÍAZ 



Por otra parte, — pensaba Luis María — -¿cómo 
afianzar su lealtad, tantas veces descalabrada en la 
prueba? Cuando Lavalleja y Oribe, aceptando el 
apoyo del general Alvaro de Costa, que procuraba 
retirarse con sus voluntarios reales á Europa, sos- 
tenían las pretensiones del cabildo « á una indepen- 
dencia absoluta», Rivera se alistaba en las filas del 
imperio, bajo las órdenes de Lecor, aceptaba ho- 
nores y resistía activamente con su valimiento y 
prestigio á una tendencia nacional acentuada, que 
era un anhelo vivo, constante en los hombres de 
corazón. 

Ahora, la fatalidad de los sucesos envolvíalo en 
un movimiento análogo que él no había preparado, 
que lo arrastraba en sus remolinos violentos, y que 
debía conducirlo más lejos de lo que él mismo hu- 
biera previsto; enredándolo en sus propias mañas 
y amoldándolo por fuerza á un modo de ser y 
temperamento que pugnaban con su sistema de cau- 
dillaje exclusivo y sus miras hacia el futuro de su- 
pervivencia prepotente. 

De todos modos, en el desarrollo de los suce- 
sos que tan extraños y fuera de lo común se pre- 
sentaban, tendría él oportunidad de descubrir sus 
afinidades si había doble/, en su actitud del mo- 
mento. | Acaso fuese sincero 1 .. . ¿Quién podía leer 
con claridad en aquel rOStTO movible, lleno de re- 
flejos vivaces ó de sombras según las circunstan- 
:ii adivinar la intención en las fiases cortadas 

■lian escaparse de sus labios grue- 



GRITO DE GLORIA 81 



sos, como muestras de espíritu travieso y perfecta- 
mente adaptable á todos los caprichos de la suerte? 

Por otra parte, él había asegurado una posición 
que debía mantener sin mella su prestigio. 

Be ron experimentó cierta sacudida nerviosa, cuando 
le vio llegar departiendo con Lavalleja. 

Ya no era el mismo de horas antes. Traía el 
semblante encendido, sonriente, y accionaba con 
aire de hombre que ha recuperado su dominio. Ha- 
cía como que escuchaba con gran atención a su in- 
terlocutor, inclinada la cabeza, y el mirar de sos- 
layo con cierta expresión socarrona, para asumir 
luego un aspecto grave de mesura que transfor- 
maba su gesto en una mueca de máscara. Parecióle 
al joven que en aquellos párpados semi-caídos y en 
la mirada de flanco, casi dormida, había algo del 
« aguará » que explora y husmea. Calcaba sus pa- 
labras en las de Lavalleja, en perfecto acuerdo, y 
acompañábale en la risa con otra retozona y con- 
tagiosa que daba inflexión á sus mejillas, de un mo- 
reno coloreado por sangre robusta. Se encogía con 
frecuencia de hombros y enarcaba las cejas negras, 
echándose sobre el cuello del caballo, cuya crin 
poníase á peinar con los dedos. Esta caricia de i ma- 
trero » solía venir aparejada con su risa zumbona, 
llena de malicia, y alguna ocurrencia picante. 

¿De qué hablaban? Sin duda del plan estratégico 
á observarse con respecto al enemigo, ignorante 
de lo que pasaba. Lavalleja se expedía con vehe- 
mencia. Su voz recia, amontonando roncas excla- 
maciones, semejaba un redoble. 

6 



82 E. ACEVF.DO DÍAZ 



Luis María llegó á oir esto, que decía Rivera: 
— La «armada» es grande; pero no ha de esca- 
par ninguno... Todo está en marchar sin dete- 
nerse, en lo oscuro y gambeteando. 



VII 



El cuerpo de paulistas 

Empezaba á anochecer cuando la columna así 
engrosada al igual de esas que un viento de tem- 
pestad improvisa y hace rodar con mayor ímpetu 
á medida que se crece en su carrera, abandonó su 
campo, derivando entre asperezas hacia Sin José 
de Mayo. 

En esta villa se hallaba destacado un regimiento 
brasileño compuesto de paulistas. Su jefe, el coro- 
nel Borba, soldado violento y vanidoso que tenía 
en vocx monta á los nativos, no sólo como hom- 
bres de guerra, sino también como elementos de 
sociabilidad estimables, no tenía noticia alguna de 
lo que había ocurrido en Monzón. Por completo 
descuidado entre los halagos de la vida urbana, 
recibió una tarde una nota del comandante 
Qeral de campaña, en la que se le ordenaba que 
sin pérdida de tiempo bu i su regimiento 

la incorporación á las demás Fuerzas en el paso 

del Rey. 



GRITO DE GLORIA 83 



El coronel Borba se apresuró a disponer la mar- 
cha, confiado en que, a poco de operar con el 
experto baqueano y caudillo Frutos, no quedaría 
por aquella zona ni rastro de rebeldes. 

Éstos se encontraron en el paso en las primeras 
horas del día, deteniéndose la fuerza de combate 
como á doscientos metros al frente, en formación. 
Los prisioneros, que eran casi tantos como los 
combatientes, fueron relegados al flanco izquierdo 
con sus custodias; d la derecha, guardando distan- 
cia prudencial del vado, se colocaron varios jefes 
y oficiales con algunos ordenanzas. 

Como en otros puntos, ardía allí un buen fogón. 
El liberto Juca, asistente del brigadier, reparaba un 
grande asado de costillar ensartado en una baqueta, 
á la vez que el café en una regular caldera. 

Antes de caer la tarde había llegado al campo, 
tirada por robustos bueyes, una carreta llena de 
vituallas, seguida de un destacamento de caballería, 
pasando vehículo y hombres, sin la menor brega, 
á poder de los afortunados invasores. 

Cuaró y el liberto Esteban, que se hallaban con 
sus ropas en girones, echaron mano de dos vestua- 
rios. Ladislao se apoderó de un zapote. Aunque 
con su vestimenta también en guiñapos, Ismael 
miró con desdén los uniformes de tropa « por- 
tuga»; pero en cambio se hizo dueño de una 
trompa de bronce que traía la carreta colgando 
del timón, la que ciñó á los « tientos » de la ca- 
bezada de su lomillo. 



84 E. ACEYEDO DÍAZ 



En esta operación le sorprendió Luis María, 
quien le dijo sonriendo : 

— ¿También suele usted soplar, capitán? 

— A ocasiones, — contestó Ismael,— cuando quedo 
solo. 

Esta es compañera que defiende junto con lo 
que grita. . . Un toque apriendí y es el que mas 
asusta. 

-¡Ah, ya!... 

Cuaró parecía malhumorado, pues se le había 
dicho que no habría pelea, sino una sorpresa sin 
peligro. 

Acercóse á ellos Ladislao, echándose el capote 
á las espaldas, y con la vista hacia arriba, ex:lamó: 

— Agua mansa viene, y á lo gallo hemos de 
quedar... La trampa que se arma va á apretar al 
«finchado» en lo escuro, si es que el guapo no 
ventea de aquel costao y se alza con un bufido. 

— La armada se achicó, — repuso Ismael. — Cuando 
meta el bazo no hay más que tirar del «pial». 

La atmósfera en verdad, estaba cubierta por 
gruesos vapores, y empezaba á caer una lluvia 
fina, de esas que perduran largas horas y vienen 
acompañadas de un aire fresco y sutil. La tarde 
declinaba rápidamente. Al reparo del monte denso 
llamareaban los vivacs entre humaredas y emana- 
ciones de carne -flor, dorada al rescoldo de los 
troncos no secos, cu .capaban por los 

extremos entre espumas en borbollón. Los solda- 
Circuian los fuegos; tomaban «mate» ó co- 



GRITO DE GLORIA 85 



mían ; pero con sus armas ceñidas y sus caballos 
ensillados. La orden era de tenerlos del cabestro. 

Cuando el regimiento de paulistas llegó al vado, 
cerraba una noche lluviosa, de profundas tinieblas. 

A poco de haberse detenido allí, Borba atravesó 
el río, por orden superior, y fué á acampar al 
flanco izquierdo de los patriotas, en la falda de un 
mamelón. 

El comandante Oribe con varios hombres, siguió 
en las sombras paso á paso el movimiento, y de- 
teniéndose al fin en el paraje preciso frente á la 
cabeza de la tropa brasileña, dijo á Luis María 
que marchaba á su lado : 

— Ordene usted al coronel Borba que forme pa- 
bellones, y desfile por su derecha, en nombre del 
comandante general. 

Luis María se acercó al jefe paulista, en instan- 
tes que otro ayudante le invitaba á pasar con todos 
sus oficiales al vivac de Rivera, así que terminara 
de colocar su fuerza. 

Berón, á su vez, trasmitió la orden que llevaba. 

Practicóse en el acto la maniobra, en la forma 
prescrita ; y en seguida Borba y sus oficiales se 
dirigieron al fogón del brigadier. 

Apenas se hubo él separado y perdídose en las 
tinieblas, un ginete grande y fornido se abalanzó 
sobre la retaguardia de la tropa que desfilaba, lo 
mismo que si se tratase de golpear con • los en- 
cuentros á un vacuno que se aparta del «rodeo». 
Las filas se deshicieron bruscamente al sentir el 



86 E. ACKVKDO DÍAZ 



empuje imprevisto, y todos los hombres se agru- 
paron en montón deforme, precipitándose en medio 
de estrujones y caídas hacia el llano en que se en- 
contraban los prisioneros. El ginete, enorme en la 
oscuridad, los atropellaba á diestra y siniestra y 
dábales con el cuento de su lanzón para que no se 
rezagasen, profiriendo voces roncas. 

Alto y negro, en un caballo que bufaba á cada 
embestida herido por la espuela, aquel fantasma 
arremolinaba la grey lo mismo que un ganado so- 
bre un suelo pastoso cubierto del agua de la lluvia; 
y al brillo de algún relámpago que lo tiñó de luz 
verdosa, los soldados sin tino, azorados, concluye- 
ron por correr hasta refundirse en el núcleo acam- 
pado entre custodias. La guardia les abrió camino, 
repartió algunos golpes aquí y acullá con las cula- 
tas de las carabinas, rodeó de nuevo aquella masa 
confusa de hombres hacinados, y el silencio volvió 
á reinar en la densa tiniebla. 

El ginete se había vuelto hacia los pabellones, 
que en ese momento eran recogidos por soldados 
del escuadrón de Oribe. 

— ¿Desfilaron? interrogó una voz. 

— ¡Ya! — respondió el ginete.— El «rodeo» quedó' 
grande, y el charco chico. 

— | Oh 1 | el teniente CuarÓI gritó uno. Xo per- 
dona la ocasión de arrimarse al bulto. 

El aludido, pues Cuan') era en efecto, repuso COI» 
calma : 

— Los refrej ir la rabia, y no per- 



GRITO DE GLORIA 87 



der el costumbre. La lanza estaba ganosa, y lo 
mesmo se quedó. 

Un acento suave y tranquilo, que enfrió algo el 
ardor del teniente — pues que él sabía de qué boca 
brotaba — se alzó d su lado, diciendo : 

— Más vale así, compañero ; matar por lujo no 
es del valiente. 

Cuaró guardó silencio ; y Luis María, que era el 
que había hablado, volvió su caballo hacia el fogón 
de Rivera, donde se agitaban bultos y se alzaban 
voces, como si allí ocurriera un conflicto serio. 

Cuaró enderezó al sitio, refunfuñando; acaso sin- 
tiéndose arrastrado por la influencia extraña que el 
joven voluntario ejercía sobre él, en otros casos 
tan duro y selvático. 

Borba había llegado con sus oficiales al vivac 
del brigadier, un tanto perplejo por los rumores 
que llegó á sentir á su retaguardia, — allí donde 
formara pabellones. 

— Mal tiempo lo acompaña, coronel — díjole Ri- 
vera alegremente al estrecharle la mano. — El viento 
sopla crudo, pero aquí hay café listo, un buen fo- 
gón y regular compañía. 

'¡Allegúense ustedes! — añadió dirigiéndose á los 
oficiales, siempre placentero. No ha de decirse que 
falte el agasajo y la buena intención en noche 
como ésta que parece de brujos. . . Juca, dale el 
jarrito al coronel, que esté caliente y espumoso. 
¡Noite do diavo l 

— Muito friolenta, siú Frutos ; noite de consti- 
pado mais para abrigo que para peleja. . . 



88 E. ACEVEDO DÍAZ 



— Otros que andan por ahí á salto de monte no 
han de pensar de ese modo, y á la fija que no 
duermen por ganarle largas al tiempo. . . y, á ó 
¡mmtgo ! Lavalleja es como gato montes. 

El comandante general se reía de muy buena 
gana y restregábase las manos, para concluir for- 
mando un círculo con los índices y pulgares á 
modo de «lazada», levantando aquéllos á la altura 
del pecho. 

En rededor de los recién venidos se había hecho 
como una herradura. Las cabezas aparecían pálidas 
y atentas, algo siniestras en su taciturnidad al res- 
plandor rojizo del vivac. Los oficiales de Borba se 
miraban con inquietud, sin pronunciar palabra. 

El coronel secundó en su risa á Rivera ; y ex- 
tendiendo las dos manos hacia la llama para se- 
carse la humedad de la lluvia, preguntó con tono 
de ruda ironía : 

— ¿ Onde íicaron os patrias revoltosos ? . . . O 
atordoado Lavalleja nSo e que uní volta costas... 

— De temer es que se nos aparezca como un 
convidado al fogón, coronel; porque le gusta mu- 
cho hacer las del ñandú, condado el hombre en la 
noche y la gambeta . . . 

— [Ficaria mortol... E una brincadeira, se- 
nhor brigadeiro. Aínda nío vi ninguem leopardo pe- 
las florestas . . . 

— Ya hay alguno-, aquí en el llano, — le inte- 
rrumpió con la mayor naturalidad el brigadier. No 
podremos tallar báciga esta. Qoche; v lo peor del 



\ 

GRITO DE GLORIA 80 



cuento es que ni tiempo han dejado para poner 
mano á la espingarda, ni saltar en pelos. Vienen 
triunfando con la «ronca»! 

Esto diciendo, dióse vuelta, lleno de aquella risa 
que semejaba zumbidos de abejón. 

Borba y sus oficiales miraron sorprendidos para 
atrás, en instantes que Lavalleja, dirigiéndose al 
primero, pronunciaba estas palabras: 

— ¡ Ríndase á las armas de la patria, ó paga 
con la vida la menor resistencia ! 

Borba, atónito, fijó sus ojos en todos los sem- 
blantes airados, y vio que en el círculo las manos 
nerviosas se posaban en las empuñaduras de los sa- 
bles ó en las culatas de las pistolas. Oyó también 
que alguno, hirviendo en cólera, decía : 

— -¡Me escuece la gana de meterle en los sesos 
la carga del trabuco ! 

Dirigiólos entonces á Rivera, con un gesto de 
hombre á quien abandonan las fuerzas; y como 
solo observase en las sombras, al lado opuesto del 
fogón, un bulto negro, inmóvil, silencioso que le 
daba las espaldas, desprendióse con un movimiento 
rápido la espada que tendió al jefe invasor. 

Éste dióse vuelta á su vez ; y en lugar de la 
suya, una mano retinta cogió el arma. Era la de 
un negro liberto, quien lleno de un aire de dig- 
nidad propio' de ordenanza de jefe superior, señaló 
con la empuñadura el rumbo al prisionero. 

Borba marchó, bastante aturdido, y tras de él sus 
oficiales, que habían sido desarmados con una ce- 
leridad asombrosa por los hombres del grupo. 



90 E. ACEYEDO DÍAZ 



Andando "bajo la lluvia mansa en la profunda os- 
curidad, Cuaró, que llevaba á un capitán cogido 
del codo y cuyo paso se hacía inseguro en el te- 
rreno desigual, se detuvo y díjole con voz calmosa: 

— Mejor es que tires de las espuelas, y andas 
más lindo en el pantano. 

El capitán obedeció en el acto, y descalzóse sus 
rodajas de horcadura de bronce. 

Cuaró se apresuró á cogerlas, calzándoselas á su 
vez muy despacio y sesudamente en sus botas de 
cuero de tigre. 

Cuando se reincorporó y siguió la marcha con 
su prisionero, sintióse tentado de llevarlo á un «to- 
toral» que hacia el flanco había sirviendo de guir- 
nalda á una laguna ; pero una sombra, la de un 
hombre que á paso lento venía detrás y que á él 
le pareció el ayudante Berón, le hizo desistir del 
intento, y continuó en pos de los otros, gruñendo, 
casi colérico. 



VIII 



Calderón 



Muy temprano, junto al denso bosque entre cu- 

irlas corría el rio y cuando sonaba la diana 

vibrante mar a los prisioneros, 

que sumaban centenares entre oficiales y soldados. 



GRITO DE GLORIA 91 



A la claridad pálida de una aurora cenicienta, 
aparecían mojados con los uniformes llenos de lodo 
y los rostros marchitos. Algunos los tenían verdi- 
negros, enjutos y salpicados de barro seco, como 
si los hubiesen recostado en el charco improvisado 
por la lluvia. 

— ¡Cómo anda la lombriz de tierra! — ocurrió- 
sele decir á Ladislao. De esta hecha van á ser más 
que las langostas. 

Cuaró que los miraba con ojos torcidos, apo- 
yado en su lanza enorme como «picana» de ca- 
rreta, hizo una mueca expresiva, y extendiendo la 
mano libre hacia la falda de la colina que domi- 
naba el lado opuesto del paso del Rey, exclamó : 

— ¡Mira! ahí viene otra gente media avispa que 
anda maliciando... En cuanto olfatee, va d dis- 
parar. 

Ladislao vio en realidad un destacamento que se 
aproximaba á pasos cautelosos, escoltando varios 
vehículos de campaña, sin duda cargados con los 
útiles de tropa. Venia ;i su frente un oficial, quien 
á poco de haber avanzado en su camino, mandó 
hacer alto, y dirigiéndose solo á la loma púsose á 
mirar con atención la extraña escena que se desen- 
volvía allende el vado. 

Rivera le enderezó su anteojo por el abra que 
formaba el paso y cambió algunas palabras con La- 
valleja. 

Como Ladislao viese que un ayudante venía al 
galope hacia su escuadrón, dijo : 



92 E. ACEVEDO DÍAZ 



— ¡ Mandan cargar ! 

Cuaró se irguió de súbito, pasó la palma de la 
diestra por la boca, frotóla en el astil del lanzón, 
y repuso con viveza: 

— A esta mitad ha de ser, amigo. ¡ Capitán 
Mael ! . . ¡ Dicen cargar ! 

Ismael estaba impasible con un pie en el estribo 
y los brazos sobre el «recado», cuando aproxi- 
mándose el comandante Oribe, díjole : 

— Cruce el paso capitán, con su mitad, y car- 
gue esa fuerza que se encuentra quieta en la la- 
dera ; pero procure apoderarse de todos ó de lan- 
cearlos en la fuga. ¡Conviene que ninguno escape ! 

Cuaró dio un pequeño gruñido y apretó los 
dientes. Velarde se sentó de un salto en los lo- 
mos, echando mano á su lanza, y dio una voz: 

— ¡ Paso de trote ! 

La mitad marchó en desfile, entró al agua, atra- 
vesó el vado, perdiéndose un momento en el cor- 
tinado del bosque, y reapareció bien pronto ten- 
dida en ala en la ladera opuesta. 

Sin aguardar un minuto, cargó en dispersión. 

El enemigo dio la espalda á toda rienda después 
de disparar algunos tiros de carabina; y en el 
desbande los más siguieron corriendo á lo largo 
de la línea del monte, mientras que un grupo pe- 
queño se lanzó á la loma en la esperanza de ga- 
nar el llano. 

Un gínete que blandía una lanza con moharra 
en forma de culebra retorcida salióles al encuen- 



GRITO DE GLORIA 93 



tro de flanco, dando un bramido. Fué como un 
avance de fiera. A uno de los soldados lo alcanzó 
el bote, penetrándole la moharra por el costado 
izquierdo. 

La punta apareció por debajo de la tetilla, cim- 
bróse el astil hasta crujir, y el ginete arrancado de 
los lomos, dio en el suelo de cabeza, que se do- 
bló como una espiga bajo el peso del cuerpo con 
el sordo desplome de una res. La sangre manaba 
á borbotones. 

Viola Cuaró humear, dilatando las fosas nasales 
como para recibir aquel vapor tibio ; su pupila 
llegó á adquirir la fijeza del ojo felino, recogién- 
dosele las túnicas hasta descubrir toda la órbita ; 
gritó furibundo clavando las dos espuelas al redo- 
món, y precipitóse sobre otro de los fugitivos, sin 
darle más tiempo que para arrojar su carabina y 
desnudar el sable. 

A la vista del corvo en manos que temblaban 
al amagar un mandoble, subió de pronto la cólera 
del teniente. En vago el primer golpe, su lanza en 
el segundo buscó el blanco tan firme y certero, 
que rompiendo las dos manos que oprimían el sa- 
ble, entró en el pecho, arrojando de' un envión á 
su enemigo. El reyuno de éste asustado, dióle un 
par de coces en el suelo, y arrancó á escape. 

Cuaró se revolvió rugiente tirando al pasar una 
nueva lanzada al caído, empujándolo un trecho en- 
tre contorsiones y crepitante crujir de huesos ; y 
poniéndose á los alcances del último que quedaba, 



94 E. ACEVEDO DÍAZ 



y que ya había descendido veloz al llano, le gritó 
en su idioma : 

— ¡ Volta cara, « mameluco » ! . . . 
El soldado sugetó de golpe su caballo, y volvió 
en efecto su rostro anguloso de color lívido, de 
nariz chata y ojos saltados de las órbitas. Temblá- 
bale sin duda todo el cuerpo, porque sus espuelas 
hacían música de trémulos. Asimismo se echó á 
la cara con ambas manos la carabina é hizo fuego. 
El teniente se había tendido sobre el cuello de 
su redomón; pero este ardid estuvo de más, pues 
si bien chispeó el pedernal, el tiro falló. 

Cuaró llevóle el ataque con un alarido, y el sol- 
dado cayó al suelo con la lanza clavada en los rí- 
ñones. Se estremeció un momento con los brazos 
en cruz, y quedóse inmóvil boca abajo. 

Cuaró se puso á mirar en derredor, haciendo 
bailar á su potro sobre los temos traseros, en busca 
de otro adversario. 

No había ya ninguno. Por delante, el llano es- 
taba solitario. Sobre la línea del monte, Ismael re- 
gresaba al trote al vado con el destacamento pau- 
LÍSta prisionero. 

Entonces enderezó al rumbo despacio. Su redo- 
món tenía las narices muy rojas y abiertas, el ojo 
despavorido bajo su copete de crin. Temblábale la 
piel lustl : lo hubiesen azotado con un 

látigo de acero. 

Su ginete parecía haberse calmado de súbito. 
A la agitación terrible que lo había sacudido mi- 



GRITO DE GLORIA 95 



ñutos antes, llegó á sucederse cierto sosiego, un 
aire de indiferencia y una expresión vaga en la 
mirada ya con sus párpados semi-caídos. Arrastraba 
el lanzón sobre los pastos y llevaba la cabeza baja, 
sin preocuparse de limpiar la sangre que le cubría 
la mano derecha. Al pasar junto á los caídos, se 
cercioró si estaban bien muertos, dándoles un golpe 
con el cuento del arma. Movió la cabeza con un 
gesto grave, y siguió su camino. 

Una vez en el campamento, dirigióse á su fo- 
gón, clavó en tierra la lanza y se apeó, diciendo 
á Esteban con una risilla alegre: 

— Empréstame el chifle para remojar un poco. 

Por delante del vivac empezaron á pasar á gru- 
pos los compañeros, y por turno se iban deteniendo 
á observar de cerca aquel rejón cubierto de sangre 
fresca y cuya banderola aparecía pegada al astil por 
los coágulos como si hubiese entrado por repetidas 
veces en el cogote de un toro. 

— ¡ Lanza brava ! — dijo un viejo. ¡ No parece sino 
que juese el rabo de mandinga por lo retorcida y 
culebreante ! 

Cuaró se había acostado y sacudía en el aire 
una de las robustas piernas para hacer saltar algo 
como pulpa líquida, que le teñía de rojo la bota 
de cuero de tigre. 

Una .de aquellas gotas espesas salpicó lejos, ad- 
hiriéndose á la larga y curva nariz del viejo, que 
se había inclinado sobre un estribo para mirar 
mejor. 



96 E. ACEVEDO DÍAZ 



Todos rompieron á reír estrepitosamente. 

El paisano, enderezándose con rapidez, limpióse 
la nariz con mucha parsimonia, y dijo, uniendo su 
risa á la algazara. 

— ¡Jueguen no más con sangre; que á la guelta 
de pocos años en ella nos hemos de ahogar á 
juerza de estarla oliendo ! 

— ¡ Lindo el lunar, don Cleto ! 

— ¡ Una berruga portuguesa ! 

— ¡ A ver si en la primera hunta esa chuza, dra- 
gonazo ! 

El llamado don Cleto, arremolinó la que tenía 
en la mano por encima de la cabeza ; blandióla de 
costado con cierta habilidad ; tendióla hacia su re- 
taguardia velozmente, amagó adelante, enrristrándola 
como para acometer á un fiero enemigo ; hizo un 
saludo, la hundió en tierra y se cuadró en los lo- 
mos, arrogante. 

Y como todos aplaudiesen su destreza entre bron- 
cas carcajadas, él impuso silencio con un ademán, 
clamando en voz estentórea : 

— ¡ Un freno coscogero y unas boleadoras de re- 
tobo de lagarto i quien clave primero la suya i 
tiro de trabuco de la muralla ! 

— ¡ Ya está ! . . . 

— ¡ Tire el pelo al aire ! 

— Por esta cruz, que me parta u\\ rayo. 

Entre estas y otra, votes altisonantes, las manos 
se alzaban, poniendo en conmoción los fogones cer- 
canos. 



GRITO DE GLORIA 97 



Cuando la algarabía iba en aumento y amena- 
zaba degenerar en broma de mal carácter, uno 
gritó desde la altura en que se encontraba á ca- 
ballo : 

— ¡ Ahí viene gente ! . . . 

Se callaron, apartándose algunos del vivac para 
observar mejor. Solo Cuaró siguió tendido sobre 
la hierba, fumando tranquilamente. 

Estaba ya avanzada la mañana. El sol cortaba la 
linca del monte asomando su disco sobre las copas 
más enhiestas que exhibían grandes ranuras en el 
follaje é infinitas ramas en laberinto formando en 
lo alto de la bóveda como un inmenso pabellón 
de bayonetas pavonadas. La atmósfera sin celajes, 
pura, transparente, permitía distinguir de muy lejos 
los menores objetos. Desde la próxima loma domi- 
nábase por encima del bosque, que serpenteaba en 
un plano hendido, el panorama extenso y luminoso 
de la opuesta ribera sembrado aquí y allá de pun- 
tos negros que resaltaban en el verde sin fin de las 
praderas, y que eran otros tantos « ranchos » de 
« totora » y tierra dispersos en la gran zona de- 
sierta como jalones del esfuerzo en la lucha por la 
vida. Ningún pastor ni gaucho errante se veía mo- 
ver en el fondo de esa zona. El ganado mismo 
parecía haberse alejado de los contornos. Solamente 
algunos « chimangos » trazaban círculos sobre la co- 
lina del centro, en el sitio donde dejara Cuaró ten- 
didos tres adversarios. En cambio hacia la izquierda 
del vado, venía marchando en columna un escua- 



98 E. ACEVEÜO DÍAZ 



drón en parte armado á carabina y á lanza sus úl- 
timas mitades. 

Al frente trotaba el jefe con el clarín de órdenes 
un poco á retaguardia. La tropa venía sin guiones, 
ni estandarte. Aunque bastante numerosa, su porte 
y su avance no indicaban intenciones hostiles. 

El escuadrón se detuvo en el paso, al habla con 
la guardia avanzada ; y poco después, obedeciendo 
á orden trasmitida por un ayudante del brigadier 
Rivera, lo traspuso, y se adelantó en el radio del 
campamento á trote largo. 

Todos observaban con atención, preocupados al 
parecer con la frase que un soldado había murmu- 
rado irónicamente en medio de un gran silencio: 
— ¡Son los dragones de la provincia con su jefe 
cordobés que vienen al llamado de Frutos ! 

Calderón seguía algunos pasos al frente, de bota 
á la rodilla y un poncho ligero de paño negro en 
banda sobre el pecho, columpiándose en la mon- 
tura cabizbajo y desconfiado. 

Apenas lo vio llegar y examinó su ligara, cho- 
cóle á Luis María este nuevo personaje que con 
ruido de «chapeado», y espuelas entraba al campo 
como contingente de importancia. 

Aparte de su aire de vanidad sin disimulos y del 
corte de sus facción inidas, miraba con tai- 

nionia y encolamiento. \\> era oriundo de la tierra, 
sino de una provincia mediterránea argentina ; ni su 
apellido era el qu ■■ iba. Todo él constituía 

una falsa entidad, en medio de aquel hervidero de 
¡visiones locales. 



GRITO DE GLORIA 99 



Berón observó en el rostro cetrino del jefe de 
dragones cierto gesto burlón al contemplar la ban- 
dera; y entonces dijo á Oribe: 

— Mi comandante : ese hosco soldado va á dar 
que hacer. 

Oribe fijó sus ojos inteligentes en Calderón por 
breve rato, y luego contestó : 

— Si es capaz de volido, le cortaremos á su 
tiempo las alas, avadante. Estoy por creer que en 
efecto, éste es de los «retobados». 

Calderón desfiló con sus dragones por la iz- 
quierda, y acampó paralelamente al monte. 

Poco tiempo después, Luis María lo vio conver- 
sando animadamente con Rivera, algo apartados de 
la gente. Paseábase él poco distante, á la espera del 
toque de atención, pues se iba á levantar campa- 
mento de un momento á otro. 

Por más que observó de nuevo al jefe de dra- 
gones, no halló detalle alguno porqué rectificar su 
anterior juicio. La vulgar figura del personaje sólo 
denunciaba la acción burda y el instinto avieso. En 
cambio el rostro del caudillo, en este instante ex- 
presivo, atrajo su mirada, sin él quererlo ; parecióle 
que aquellos ojos oscuros de cejas y pestañas po- 
bladas, habituados á mirar en el desierto, á perci- 
bir de un golpe todo lo que se agitaba en la sole- 
dad inundada de luz y oreada por el « pampero » , 
cual si para ellos fuera el ambiente un inmenso es- 
pejo reflector, tenían con el alcance del ojo del 
buitre el poder virtual de los que leen en la inten- 



100 E. ACEVEDO DÍAZ 



ción. Ya era mucho que de muy lejos descubrie- 
sen un vado ó una « picada » ó distinguieran entre 
diez morros de una sierra aquel que señalaba como 
un guia gigante la curva de un camino ; pero nlgo 
más era que revelasen con atrevimiento la posesión 
del secreto ajeno. 

— Le adivino el plan, — decía Rivera. Pero no se 
precipite ... La ocasión puede presentarse ; esta 
gente anda sin rumbo. 

Luis María se alejó de allí. 



IX 



Junto á los fogones 



Media hora habría transcurrido, cuando la co- 
lumna emprendió marcha á San José con su con- 
siderable masa de prisioneros. 

Tomóse allí una guardia brasileña, y se acampó 
junto al monte. 

Algunos grupos de hombres cerriles, ginetes en 
redomones con « bocados », taciturnos, envelados en 
sus cabelleras, se incorporaron á las fuer/as. Con 
ellos venían dos ó tres mujeres de chiripá y clum- 
i, y más de un perro de hocico aegro V piel 
rojiza. 

En los fogones, al caer la tarde, circularon no- 



GRITO DE GLORIA 101 



ticias halagadoras. Decíase que en la villa de San 
Pedro, hasta entonces guarnecida por milicias del 
país, se había producido un movimiento uniforme 
en favor de los invasores. Las comunicaciones de 
Lavalleja informando sobre la captura del coman- 
dante general de campaña, habían apresurado la ex- 
plosión rompiéndose sin escrúpulos todo lazo de 
obediencia, y relegándose á último término al jefe 
inmediato que lo era el brasileño Ferrada. Toda la 
milicia aclamaba á los libertadores ; en el centro de 
aquella región no existían ya enemigos. A otros 
rumbos se iban sucediendo los alzamientos de una 
manera sorda, siniestra ; los contingentes aparecían 
de improviso en la llanura, sin saber de donde bro- 
taban, enconados y resueltos. 

Afirmaban algunos que éstos salían de los bosques 
al rumor de libertad, así como «puntas-) de ganado 
alzado cuando la gramilla escasea en los potriles y 
el sol reverbera en el « playo » con un calor que 
llega á la sangre del « matrero ». Un hermoso mi- 
raje de nueva vida, sin duda, encantaba los campos. 

¡ La décima del triunfo en idioma nativo, reco- 
rría lomas, ríos y selvas como un grito de gloria! 

En la noche, muy clara y fría, los fogones ar- 
dían á lo largo del campamento reflejando sus vi- 
vas llamas en el fondo negro del monte. Desde el 
linde de la villa los grupos de hombres y caballos 
aparecían enormes al resplandor de esas llamas en- 
vueltas en humaza densa; y la serie de fogones, 
como fantásticas luminarias de ciudad construida en 
un valle profundo. 



102 E. ACEVEDO DÍAZ 



Junto al vivac de Ismael se alternaba el canto 
con el cuento, tañíase al descuido una guitarra ó se 
comentaban las noticias recibidas. 

El aroma de carne de novillo ensartada en el 
asador, unido al muy acre de los troncos semi-ver- 
des llenaba la atmósfera del sitio, sin molestia vi- 
sible para los que aspiraban su ambiente. Un «mate» 
de tres berrugones y asa en forma de cuerno an- 
daba de mano en mano. Los cigarrillos de tabaco 
en rollo no caían de las bocas, como sepultadas 
entre el boscaje de barbas nunca rasuradas. Eran, 
según la expresión de don Cleto, « parejitas sus bra- 
sas con los bichos de luz en el ortigal escuro». 

Con este motivo, uno había dicho : 

— Roncheador como cardo, el viejo. 

— Déjalo que voracee — agregó otro. Ya no le 
va quedando más que esa nariz de « carancho o des- 
plumao. 

— Es mi orgullo — repuso don* Cleto, con mu- 
cha seriedad. El hombre ha de ser narigudo para 
dejar algo á la adevinación ; lo mésmo que el 
«fletes por el pelo y el pájaro por el pico. 

Pusiéronse á reír estruendosamente. 

— ¡No sé nada! — siguió diciendo el capataz de 
Robledo. Con risas no se aturde á la experencia; 
y dejando de chillar por puro gusto, más valiera 
pedir una cosa de sustancia. ¡ A pedirla voy por 

Reinó el silencio. Las miradas se lijaron en el 
viejo, con aire de curiosidad. 



GRITO DE GLORIA 103 



— Sin despreciar á naide — añadió don Cleto — 
no hay aquí más que un cantor ... el que tiene 
la guitarra. ¡ Lindo juera se negara cuando pide la 
riunión ! 

Un aplauso ruidoso acogió estas palabras, como 
si en realidad ellas hubieran interpretado los deseos 
del grupo. Algunos estrecharon la mano á don 
Cleto; y no faltó quien lo abrazase con entusiasmo. 

El que tenía la guitarra era Ismael. 

Un poco apartado del fogón, casi hundido en la 
sombra, de modo que la llama sólo alumbraba su 
rostro delgado y pálido, estaba como de costumbre 
taciturno, acaso indiferente á lo que á su lado 
ocurría. 

Caíale sobre sus ojos un rizo castaño de una 
suavidad y brillo que envidiaría una mujer, y la 
barba cortada, sedosa, ornando el óvalo correcto, 
daba á su semblante una belleza extraña de alcinoo 
huraño y triste. 

Apoyábalo sobre el codo izquierdo. Con su mano 
derecha rasgueaba la guitarra, tendida delante sobre 
la hierba. 

— ¡ Qué cante el capitán ! exclamaron algunos á 
la vez. 

— ¡ Sí, que cante! Linda la trova ha de ser. 

— ¡ Por el amor ó la tierra ! 

— j Como quiera la calandria trina con primor ! 

— ¡Cerrar el pico chimangos! 

Ismael se había sentado, y tañía el instrumento. 
Ya no habló ninguno. El capitán tosió, é hizo 
gemir la prima. 



104 E. ACEVEDO DÍAZ 



A poco alzóse su voz de timbre claro y vibrante, 
tan pura y fresca que parecía disputar á Jas cuerdas 
el encanto de sus ecos. Y cantó de esta manera: 

Cayó un día en mi guitarra — un ramito de ce- 
drón ; — y el latido de la entraña — en las cuerdas 
trémulo. 

Vino el ramo de una moza — toda, puro cora- 
zón! — y en la noche de ese día — otra flor ella 
me dio ! 

Jué un godo mal querido — sabidor de mi ven- 
tura ; — y entre sombras como fieras, —nos tren- 
zamos á facón. 

Cayó el godo mal herido — envasado en el ri- 
ñon ; — el sarnoso tuvo cura, — más la moza se 
murió ! 

En un cajón la acostaron — sobre piedras la pu- 
sieron; — el cuervo bajó gritando — por sus ojos 
de lucero. 

Sin rumbeo por los campos — naides supo mi 
dolor,— *■ el monte me dio su abrigo — como á un 
perro cimarrón. 

Perdíanse en el bosque los sones plañideros, y 
todos permanecían en suspenso. Tal vez el trino 
de algún ave insomne contestó el lamento ; pero 
las bocas quedaron mudas en torno del vivac. 

Y en tanto el silencio se hacía cada vez más 
profundo, y las cabezas c.ú.m melancólicas sobre 
los pechos, la voz adolorida modulando en dulce 
concento, repetía su queja : 



GRITO DE GLORIA 105 



En un cajón la acostaron 
Sobre piedras la pusieron ; 
El cuervo bajó gritando 
Por sus ojos de lucero . . . 
Sin rumbeo por los campos, 
Naides supo mi dolor ! 
El monte me dio su abrigo 
Como á un perro cimarrón. 

Luego, la guitarra cayó en tierra, gimiendo. Is- 
mael estaba lívido, con un brillo de liebre en las 
pupilas, el labio temblante, torvo el ceño. Cuando 
encendió el cigarro, su mano estremecida sembró 
el suelo con las chispas del tizón. 

Después dijo como abstraído sin duda aludiendo 
al recuerdo : 

— Parece mordedura de un gusano venenoso... 
Don Cleto, que había escuchado casi en cuclillas 

con la larga barba enroscada en la mano á ma- 
nera de manija de chicote y el codo firme en la 
rótula, exclamó : 

— En oyendo canturria de esa laya, hay que 
moquear á la juerza... ¡Después vengan alardeando 
que es más gustosa una clarimta del alba ! 

Uno se amostazó, murmurando con enojo: 

— ¡Nunca íalta un güey trompeta!... 

— ¿Qué?... ¡ Vení aponerme el yugo! No soy 
de rumiar, ni cabestrear como otros que van de 
la soga — replicó el viejo encorvándose de súbito, 
como si la frase le hubiese dado en la chilladera. 

— ¿Y á qué santo ese «mangrullo»? — pre- 



106 E. ACEVEDO DÍAZ 



guntó más hosco su interlocutor, que no era otro 
que Ladislao. 

— ¡ A San Frutos ! — dijo don Cleto, temblán- 
dole el « barbijo » al viento de la cólera. Muchas 
veces vide al zorro desatar un mancarrón de la 
estaca y tirar de la guasca hasta arrollarla toda en 
la cueva, y en cuanto hocicó el animal, trozarla á 
diente fino dejándole tan solo el bozalejo; pero 
nunca he visto que el coludo haga hocicar al « ma- 
trero » por el gusto de enredarlo en su mesmo 
maneador. . . 

Ladislao se levantó de un salto iracundo, vol- 
viendo el manso de hierro forrado en cuero de su 
« rebenque ». 

— ¡ Yo no soy de los que van al fogón del 
brigadier- — siguió desahogándose el antiguo capa- 
taz, todo encogido y nervioso, con el chambergo 
en la nuca y los dos brazos en continuo movi- 
miento. — Para fogón tengo bastante con el de mi 
jefe, cuando guste y quiera... Allí no se juega 
plata del Brasil, ni se tira la taba por ganao ajeno, 
ni se manda carnear con cuero por engordar de 
cuaresma... ¡Sino, veni y chíflame! como si no 
tuviese yo conoscencia del truje y maneje para un 
enrriedo — flor por retrucado á Oribe y calentarle 
las máselas al mas comadrero. 

— ¡A la lija te lonjeo! — prorrumpió Ladislao 
arrojándose con ímpetu sobre don Cleto con el 
«rebenque» alzado. 

1.1 zapata/ de Robledo callo de pronto y se hizo 
un arco. 



GRITO DE GLOKIÁ. 107 



Pero cuando su contendiente iba á descargar con 
furia el golpe, un brazo vigoroso sujetó su mano ; 
obligólo á girar sobre sus talones cual una peonza, 
y como efecto del empuje, apartólo temblequeando 
algunas varas. 

Al mismo tiempo, este tercero interventor, que 
era Cuaró, dijo con su aire calmoso : 

— Déjalo al viejo, que es güen amigo. . . 

Ismael se había tendido sobre una carona y ce- 
rraba los ojos. Parecía dormir. 

Ladislao vino á sentarse todo encrespado en su 
« lomillo». 

Fulgurábanle las grandes pupilas verdes y tenía 
trémula su mejilla, de una palidez de muerto. Al 
sentarse lanzó al teniente, que á su vez se había 
echado boca abajo en los pastos, una mirada obli- 
cua, inflexible y dura. 

Cuaró dio una especie de gruñido sordo. 

Luego, silencioso, desnudó una cuchilla seme- 
jante á cortadera de colmenero, y se puso con ella 
a picar tabaco. 

Allá lejos del fogón, hundido en la sombra, de 
pie y con los brazos cruzados sobre el pecho, Luis 
María había observado la escena. 

Acercóse sin prisa y se sentó en los pastos. 

Alcanzáronle el « mate » que sorbió con lentitud, 
mirando á todos los semblantes con un aire tran- 
quilo y severo. 

Don Cleto se fué retirando del sitio poco á 
poco. Ladislao se levantó al rato; paseóse un rao- 



108 E. ACEVEDO DÍAZ 



mentó por allí cerca, como quien vigila los ca- 
ballos atados á la «estaca», y luego se perdió en 
las tinieblas, sin decir palabra. 

Guaro cogió un tronquillo ardiendo, encendió el 
cigarro y se puso á fumar, casi inmóvil, somno- 
liento. Ismael se sacudió un instante, puso la mano 
bajo la mejilla, y siguió en su sueño al rescoldo 
del vivac. 

El clarín hizo oir el toque de silencio. 

Luis María se envolvió bien en su poncho, ten- 
diéndose de costado. 

Cuando poco después se aproximó el liberto Es- 
teban, lo halló dormido. 

Reinaba en el campamento una calma completa. 

Los fogones se iban convirtiendo en cenizas, lu- 
ciendo apenas uno que otro punto rojizo de brasas 
agonizantes. Algo de rumoroso como una respira- 
ción enorme y confusa se sentía en el aire, en 
concierto con el triscar y el resoplido de las bes- 
tias. 



X 



Sobre la pista 



Muy temprano, Luis María estiró sus miembros, 
arreglóse las ropas y fuese .i l.i orilla del río. 



GRITO DK GLORIA 109 



Había entrado por un sendero estrecho, que al 
formar con otro parecido las pinzas de un cangrejo, 
monte por medio, unía al de éste su extremo junto 
al borde del río. El sitio era oscuro y ramoso, cu- 
bierto de breñas y enredaderas silvestres al punto 
de colgar sobre las aguas todo un cortinado espeso 
de hojas y de lianas de un verde deslucido y ajado 
por los primeros hielos. Los pálidos rayos del sol 
naciente abriéndose paso con dificultad á través de 
aquel tejido enmarañado sembraban la línea opuesta 
del cauce de pequeñas placas de oro como si cru- 
zasen por una inmensa sombrilla de filigrana. Las 
plantas acuáticas unidas en gruesa trenza de una á 
otra ribera, descendían por grados — como un pie 
cauteloso — el reducido pero escarpado barranco, 
hundíanse poco á poco en el río hasta esconderse 
en su seno, y siguiendo las inflexiones del álveo 
iban trazando arcadas de esmeralda para perderse al 
fin en lo turbio, y reaparecer luego en la otra orilla, 
cuyo tajo á pique escalaban audaces con profusión 
de hojas y de guías. 

El lugar en que se encontraba Luis Alaría era 
una especie de plano inclinado y sin duda el abre- 
vadero de las bestias montaraces, á juzgar por las 
múltiples huellas de pies en la tierra, ahora blanda 
y húmeda. Allí habían recogido agua en sus cal- 
derillos ó en sus a chifles » los soldados á primera 
hora, pues podían observarse rastros recientes de 
planta humana. También ciertos árboles aparecían 
chapodados por el cuchillo en lo que fueron sus 



110 E. ACEVEDO DÍAZ 



brazos secos y los altos yerbales que crecían á su 
sombra estaban estrujados por el rastreo en busca de 
troncos caídos. 

A un costado, el boscaje formaba nutrida tapia 
hojosa y era como el cancel de un « potrerillo » 
que se extendía hacia el fondo del monte. Algunas 
aves salvajes aleteaban, lanzando notas de alboroto 
en el fondo de la bóveda sombría. 

Berón rocióse el rostro, inclinado sobre la super- 
ficie, después de lavarse las manos, frotándolas con 
arena fina. Se enjugó con un pañuelo de seda que 
llevaba al cuello, y que luego puso á orear sobre 
las matas. 

En esta diligencia estaba, cuando voces para él 
conocidas se hicieron oir muy cerca, detrás del cor- 
tinado del boscaje. 

Se hablaba allí con animación, informándose pronto 
Luis María de lo que se discutía ; pues las voces 
llegaron á intervalos claras y precisas hasta él. 

Puso atención. Conversaban Rivera y el jefe de 
dragones. Un tercero, en quien creyó reconocer á 
Ladislao por el acento, solía intervenir en el diá- 
logo. 

— Yo no sigo con estos pelados — decía Calde- 
rón tosiendo bronco y con tono de desprecio. Si 
he venido es á su Llamado, y creyendo que le se- 
na útil para hacerlos entrar cu vereda. Bastaba con 
un amago de carga, á toque do clarín. . . Pero veo 
que usted se encuentra atado por su promesa de 
Correr la caravana ; y por lo de Borba. Asimismo 



GRITO DE GLOKIA 111 



pienso que no hay razón. ¡ Usted ha cedido á la 
fuerza ! . . . 

— La pura verdad, compañero. Fué un retruco 
de sorpresa, y me pialaron. ¿ Qué haría usted si 
viniendo por el camino muy confiado, se encuen- 
tra en una vuelta con gente que va arreando todo 
por delante ? Hacerse el manso y seguir en lo re- 
vuelto, lo mismo que si usted fuese de la laya. De 
no ¡ ni para hacer el cuento ! . . . Hay que man- 
gonear y resignarse, hasta que aclare. Eso no ha 
de tardar mucho a mi parecer. Si los porteños ayu- 
dan, la cosa puede pintar ; y entonces deje á la 
breva que madure, siempre con el ojo alerta : si no 
auxilian la piedra acabará de hacer patitos, y des- 
pués ¡ al fondo ! En este caso cada uno sabrá cómo 
fajarse y poner cara de hombre sin pecado. 

— Esa conducta trae peligro, comandante. Lecor 
no ha de ver en nosotros más que traidores, sin 
que valgan excusas. Lo bueno sería acometerlos 
desde ahora, atar á los principales, concluir con 
todo de un golpe : esto afirmaría la reputación y ven- 
dría en provecho seguro. Mi tropa está lista. Los 
prisioneros son muchos y se armarían sin trabajo 
con las mismas lanzas y carabinas que les qui- 
taron. 

Otro de los de allí reunidos, y en cuyo eco Berón 
reconoció á Ladislao, observó con aplomo : 

— Para más seguridad el golpe ha de darse en- 
trada la noche. Yo rondaré junto al fogón del jefe 
hasta que duerma. . . 



112 E. ACEYEDO DÍAZ 



— Xo estoy conforme — replicó Rivera. Lava- 
lleja trae hombres duros que no han de dejarse así 
no más sujetar con «lazo ». Hay algunos como to- 
ros. Después de eso lo más acertado es lo que 
digo : boyar en la corriente hasta ver orilla, en 
bien de la tierra. ¡ Quién sabe ! . . . Tal vez sea lo 
mejor de todo en medio de esta escuridad de co- 
sas y de esta diferiencia de opiniones que lo sacan 
á uno del rumbo. Los jefes dicen que vienen por 
la unión á los porteños ; y los demás afirman que 
no quieren sino libertad completa, país independiente. 
Agárreme esa avispa por la cola. ¡ El diablo que 
los entienda ! . . . Pero vuelvo á decir que el 
asunto es de no exponerse á que lo lleven á uno 
con los encuentros, y dejar que el tiempo pase ; 
que él ha de establecer si la lengua para entender- 
nos todos como hermanos ha de ser el portugués 
ó la castilla, y si el gobierno lo han de formar ó 
no los paisanos. El güevo quiere calor, y recién 
comienza á sentirse. 

A esto, respondió algo el jefe de dragones bajando 
el tono. 

Fué lo que dijo ininteligible para Luis María. 
El murmullo de voces siguió u\\ rato largo, sobre- 
saliendo á veces alguna frase ó palabra enérgica; y 
al fin se fué alejando con el ruido de pasos, hasta 
extinguirse en lo intrincado del monte. 

BcrÓD se puso á andar pensativo, por el tortuoso 
sendero de la «picada». Sentía una opresión pe- 
en el pecho y tristeza en el ánimo. 




GRITO DE GLORIA 113 



. Él había oído bien; no podía haberse equivocado. 
Primaba en ciertos espíritus la anarquía, el hábito 
de la licencia, la lógica del cálculo mezquino que 
suele ocupar en el cerebro el sitio destinado á las 
convicciones profundas y al ideal patriótico. 

Rivera se había mostrado irresoluto ; luego razo- 
nador, acaso por astucia ó por sistema ; pero, ¡ aquel 
Calderón ! . . . Bien lo había él conocido desde el 
primer momento que pisó el campo, era un matón 
con ínfulas de cortesano, adorador de los fuertes. 
¡Habría que cuidarse de su roce en los fogones ! 

Lo que confundía más á Luis María era la in- 
mixtión de Ladislao en estos manejos, aunque ya 
estaba él prevenido desde el incidente con el viejo 
AnacIetO y con Cuaró, que había presenciado á la 
distancia. Sin duda alguna, la antigua relación del 
« matrero » con Frutos, como él lo llamaba fami- 
liarmente, se había reanudado en esos días de un 
modo estrecho. 

Recordaba ahora ciertas salidas furtivas de aquél 
en el campamento hacia los vivacs del brigadier, 
y algunas conversaciones misteriosas con milicianos 
del escuadrón á las que no había dado él impor- 
tancia, y que después de lo que acababa de oir, 
creaban forma á sus sospechas descubriendo ante 
sus ojos las hondas disidencias que se incubaban en 
el campo por acción corrumpente y serio peligro 
de la moral de la tropa. 

Imponíase la necesidad de seguir los pasos de 
estos hombres. Respecto á Rivera, el cuidado debía 



114 E. ACEVEDO DÍAZ 



ser menos. Estaba el caudillo vinculado al movi- 
miento por actos graves cuya responsabilidad no 
le sería fácil declinar ante un consejo militar; y de 
otro punto de vista parecía, por su actitud y sus 
palabras, conformarse al nuevo ambiente con esa 
ductilidad de espíritu y carácter maleable que lo 
singularizaban entre los de su clase. En la marcha 
cautelosa del zorro y en los zig-zag del ñandú él 
había tomado norma de experiencia. Sabía cómo 
hacer camino y adaptarse á las inflexiones del te- 
rreno, sin despertar desconfianzas ni caer en sus 
propias celadas. Por otra parte desempeñaba un 
cargo prominente en la medida de su prestigio, que 
colmaba su amor propio poniéndolo en condiciones 
de avanzar y de elegir partido cuando el « buthyá » 
cayese de maduro. 

En todo esto pensando, á paso lento por el sen- 
dero, interrumpido á trechos por retorcidos gajos 
de « molles » y «blanquillos» que apartaba con la 
vaina de la espada firme en la diestra y apoyada 
en el hombro, llegó el joven á la zona limpia, di- 
rigiéndose á su vivac. 

En el que le seguía, se encontraba ya Ladislao 
hablando de pie con un soldado del escuadrón. 

Notó el joven que el diálogo fué breve. En se- 
guida se separaion. 

Cuando Ladislao se volvió, encontróse con la 
mirada lija y penetrante de Luis María, clavada en 
•:>> con una insistencia desusada. 

Ll «matrero» no se inmutó; saludólo con la 

mano y se apartó de allí silbando un « cielito ». 



GRITO DE GLOIUA 115 



El joven siguió con la vista al miliciano con 
quien había conversado Ladislao. 

Aquél atravesó toda la línea de fogones, recos- 
tóse al monte, montó á caballo y se marchó al 
trote en dirección al paso. 

Entonces Luis María miró en su rededor; y di- 
visando cerca á don Anacleto que alisaba las cri- 
nes de su overo, marchó hacia él y le dijo : 

— ¿Vé usted aquel hombre que va orillando el 
monte, rumbo al paso ? 

— Sí señor. 

— Pues va usted á seguirlo hasta cerciorarse á 
donde se dirige ; ó por lo menos, si se aleja más 
de dos cuadras del campamento. ¡ Y boca ce- 
rrada ! 

— Muy bien mi teniente. Pero en esos campos 
soy poco baqueano, y pido permiso para sacar al- 
gún vecino regalón como gato de cura, de los ran- 
chos del lao allá de la «cuchilla»... Aquel mé- 
lico tiene figura de aparecido. ¿No es un hombre 
chico que parece damajuana con nariz de «chifle»? 

— No, es alto y rubio... Búsquese usted el ba- 
queano que dice. 

— Ansina lo bombeo mejor mi teniente, al re- 
paro del otro, sin que el hombre ventee que lo 
van ojeando. 

Y esto diciendo don Anacleto se puso sobre los 
lomos, estiróse el halda del chiripá, y tomó un 
galopito comadrero, arrastrando la punta del « ma- 
neador ». 



116 E. ACEVEDO DÍAZ 



Iba muy grave, orgulloso de la confianza en él 
depositada, sujeta la lanza en el estribo y cruzado 
el trabuco en la cintura. 

Corno viese que a la salida del campamento, su 
hombre tomara el paso y siguiera su camino sin 
volver la cabeza en actitud de gran despreocupa- 
ción é indiferencia, lo mismo que si se dirigiera a 
proveer las maletas a alguna casa de negocio, él á 
su vez sujetó el overo, continuando al tranco, y 
bajó la lanza. 

El miliciano mantuvo el paso hasta trasponer la 
primera loma. Después recomenzó el trote largo. 

Don Anacleto hizo una vuelta extensa para evi- 
tar sospechas, y llegó á marchar en linea paralela 
apartado unas tres ó cuatro cuadras de aquél. Esta 
marcha monótona duró algunos minutos, procurando 
en ella el seguidor desaparecer d trechos en las 
ondulaciones del terreno a fin de desorientar al 
miliciano. 

De pronto éste emprendió el galope arme. 

El viejo arrimó espuelas sin desviarse, murmu- 
rando: 

— ¡lis al ñudo!... En cuanto llegues, yo ya 
estoy de güelta. 

El galope simultáneo fué sostenido. En media 
hora cruzaron muchos llanos y « cuchillas», un 
arroyo V varias «cañadas» fangosas. 

Se habían puesto lejos del campamento. 

Reden entonces llegó .i apercibirle don Anacleto 
que él iba pisando un pago que no conocía, y que 



GRITO DE GLORIA 117 



su hombre lo llevaba más allá de lo prudente, — 
acaso á una emboscada muy peligrosa. 

Reflexionó. El seguido debía ser un «resertor», 
si es que no era un enemigo disfrazado que iba ;í 
dar cuenta a los otros de lo que había visto. Esto 
pasaba de grave, y el teniente había tenido razón 
en hacerlo «bichear» hasta descubrirle la «güeva». 
Habían pasado cerca de una «pulpería», y el hom- 
bre ni siquiera hizo ademán de pararse, apurando 
por el contrario su galope; habían encontrado al- 
gunos «ranchos» en el tránsito, y se había apar- 
tado dé ellos cuidadoso, al punto de aproximársele 
á él más de lo conveniente ; lo que en tantas otras 
ocasiones lo puso en el caso de volver riendas al 
•overo, obligándolo en la última á detenerse junto 
á un palenque. 

Entonces el perseguido se apeó para apretar la 
cincha. 

— ¡Si estuviese aquí el teniente Cuaró!... — 
díjose entre dientes el viejo. 

En ese momento el miliciano puso en él los ojos, 
mirándolo con mal ceño. 

Don Anacleto resolvió en el acto entrarse al 
«rancho», que estaba allí á unos pasos, y haciendo 
sonar junto á la puerta el sable, dijo ahuecando la 
voz: 

— ¡ A ver un hombre que sirva de baqueano en 
el pago!... ¡Y listo, porque tengo orden de afu- 
silar al que se retobe ! 

. Apareció en la entrada así evocado, un sujeto ya 



118 E. ACEVEDO DÍAZ 



viejo, muy barbudo, larga cabellera y aire bona- 
chón, cubierto con un poncho verde -botella en ex- 
tremo usado, un chambergo incoloro de alas ten- 
didas y flotantes sobre la melena entrecana, y lle- 
vando en vez de botas unas ojotas grandes ó sean 
abarcas de cuero peludo atadas con « tientos » por 
encima del empeine, con relleno de bayeta; lasque 
daban á sus pies la forma de muñones propios 
para apisonar la huanera de los corrales. 

— ¡Buenos días — dijo con acento manso. Ahora 
mismo iba á montar para ir hasta el bajo á repun- 
tar la tropillita, porque me han dicho que anda 
todo revuelto ... Si es de su gusto, pase . . . Aquí 
está toda mi gente afligidísima. Mis dos mozos 
mayores se han ido desde ayer de tardecita. 

— Gracias por la oferta, — contestó don Anacleto. 
Pero no puedo echarme á sobonear en la hora en 
que estamos, porque el caso es de pronta resolveq- 
cia. Monte y venga á priesa. 

Rascóse el hombre la nuca, y aunque vacilante, 
montó en su cebruno. 

Ya el miliciano había desaparecido del vallecico- 
en que se apeara para arreglar su «apero». 



GRITO DE GLORIA 119 



XI 



El hombre de las ojotas 



Don Anacleto mostróse colérico si bien su ros- 
tro revelaba cierta íntima tranquilidad. Montó ágil- 
mente, diciendo con el entrecejo fruncido: 

— Varaos á apurar hasta el «duraznillo» aquel 
que se columbra en la loma; porque el venao se 
me pone lejos del tiro . . . 

Los dos pusiéronse al galope corto. 

Para más tampoco daba el cebruno del baqueano, 
cuyo arreo guardaba armonía con las prendas del 
dueño. Consistía en un «recado» que había pres- 
tado largos servicios, á juzgar por las ranuras de 
la carona y las grietas de la cincha, así como por 
los escasos vellones que le quedaban á una piel de 
carnero que le servía de cojinillo ; el rendal era 
sobrio de adornos con solo dos botones casi des- 
hechos y otros tantos pasadores de bronce, el sobre- 
puesto de cuero de « carpincho » agujereado en va- 
rios sitios, y el « lazo » de « torzal » ó sea de tiras 
ajustadas en serpentina, arrollado al anca. 

— ¿En qué pago estamos ? — interrogó don Ana- 
cleto con tono de imperio. 



120 E. ACEVEDO DÍAZ 



— Estos son campos de Núñez, señor, — respon- 
dió el guía suave y bondadoso. Están cuasi encima 
del distrito de Canelones; aquella población que se 
ve allá al costado del durazuillar es lo de Moreira, 
á este otro rumbo, como á media legua, va el ca- 
mino á Guadalupe ... Si usted fuese servido de 
no llevarme lejos, había yo de agradecérselo con 
el alma. Tengo á la mujer un poco apestada y un 
chico con el carbunclo . . . 

— De llevarlo ó no lejos, á sigún — repuso don 
Anacleto. Siento que el « daño » ande en su casa. 
Pero preciso que me indilguen en estas alturas que 
parecen lomo de lunanco, hasta que yo no mire 
turbio ... Si juese en las cuchillas de Navarro y 
de Marrincho, naide me ganaba á listo. 

Los campos por delante aparecían solitarios re- 
gados por una luz esplendorosa, con sus pastos de 
un verdor intenso. En la loma no se percibía ni 
una sombra, ni una manifestación de vida. 

Don Anacleto fué desarrugando el ceño, é invitó 
á su guía á picar tabaco alcanzándole un trozo en 
rollo. 

Para esto, púsose al paso, y entabló conversa- 
ción muy unido al compañero, riéndose de los te- 
mores de éste, lleno de un aire de protección y 
valentía que inspiraba respeto. 

Su voz bronca formaba contraste con la muy 
atiplada del guía y no menos sus carcajadas ruido- 
sas con la risa comprimid.) de aquél, propia de pai- 
sano franco y retozón. Don Anacleto hablaba de 
sus cosas juvenil 



GRITO DE GLORIA 121 



Hicieron alto para dar fuego á un yesquero y 
encender los cigarros. 

En tanto don Anacleto acercaba la yesca á una 
cola que se había sacado de atrás de la oreja, aña- 
dió á lo dicho, gravemente : 

— Como le iba rilacionando, nunca tuve vertud 
para el casorio. Siempre juí sólito como ombú en 
despoblao. Y no es que mozas muy garridas no 
quisieran arrocinarme, sino que era grande la ar- 
mada. ¡ De balde paisano ! á saltitos les hacía la 
cruz. ¡ Para otros ese quiveve ! 

Y dígame por su vida ¿como cuántos hijos tiene? 
El baqueano atizó el cigarro con la uña del pul- 
gar, y atragantándose con el humo, dijo: 

— Doce v la pava echada. 

— j Por Cristo qué avestruz padre ! La docena 
del flaire. 

— ¿ Le parece mucho ? Para eso andamos en el 
mundo amigo viejo, aunque ya medio lisiados. 

— ¡ Hum ! no es mala chuza la que usted ma- 
neja paisano... ¿A la cuenta todos son machos? 

— Y hembras también, que Dios los cría juntos. 

— ¡ Ya se ve ! ¿ Y cómo se llaman esos pedazos 
del corazón ? 

— Anicasia, Canuta, Jesusa y Nicanora para ser- 
virle. 

— ¡ Gracias ! Han de ser bien formadas y de 
linda pinta. ¿ Y cómo se maneja la « doña » para 
vestir á tanto perjeño ? Porque la cosa es de asus- 
tar á un santo que juese . . . 



122 E. ACEVEDO DÍAZ 



Rióse el hombréele las «ojotas» observando: 

— Deberían los hijos nacer con plumas como loa 
pollos . . . 

— ¡Para que se larguen al primer volido á la 
cuenta ! — exclamó don Anacleto retobándole el 
buen humor por todo el cuerpo. 

Llegaban en este instante á la cresta de la « cu- 
chilla». Desde esa altura la vista dominaba un 
vasto paisaje, bajo una atmósfera purísima. Los ho- 
rizontes clareados por el sol permitían distinguir al 
ojo del campero los bultos q\ie se movían á la dis- 
tancia, y clasificarlos sin error. 

A la derecha, sobre la carretera que conducía á 
Guadalupe elevábase una nubécula de polvo dis- 
tendida y paralela al horizonte á semejanza de una 
humaza en el ambiente sereno. 

Un ginete, que se percibía reducido como un mu- 
ñeco de plomo, se dirigía hacia ese punto ; del que 
no debía distar mucho, pues trepaba la aspereza del 
declive próximo al camino. 

Los dos hombres se quedaron atentos, en silencio. 

Aquello era novedoso. Don Anacleto ahuecó la 
mano sobre la frente, á moda de visera, y dijo: 

— Aquel que se va encimando, es el mélico que 
yo seguía... No hay más que el flojonazo me saca 
el bulto. 

El baqueano que á su vez observaba sin parpa* 
dear, exclamó en tono de quien está bien seguro 
de lo que afirma : 

— Aquella es gente armada la que se ve por el 



GRITO DE GLORIA 123 



camino. . . Arrean caballos á los costados, y van al 
trotón firme. 

— ¡ Mi gente no puede ser! La dejé acampada — 
argüyó don Anacleto con alguna alarma. 

— Es tropa de Lecor, á la fija la misma que 
pasó ayer al clarear por junto aquel « totoral » del 
playo donde hizo la carneada. 

Una línea negra efectivamente se dibujaba en la 
loma, por debajo de la cerrazón gris formada por 
el polvo del camino. Era como una serie de pun- 
tos corriéndose hacia el Sur con una velocidad no 
interrumpida de marcha forzada. 

— ¿No será esa la división de Pintos? — pre- 
guntó don Anacleto. 

— No señor. El regimiento de Pintos está de 
firme en Guadalupe, y de moverse lo ha de hacer 
para Montevideo. El hombre sabe que el viento 
malo viene de aquí atrás en donde todo parece 
que se ha puesto al revés; y crea que antes de 
darle cara, se ha de mirar mucho... Esa tropa que 
vemos ha salido de la plaza; y al tocar alguna 
cosa que no ha de haber sido espuma de «chajá», 
se viene reculando como alacrán con la cola entre 
los cuernos. . . Un toque á degüello cerquita, los 
ponía en desbande. 

— I Usted ha sido melitar ? — interrogó con gran 
seriedad don Anacleto. 

— Serví algún tiempo, paisano. Después de Co- 
rumbé me recogí á cuidar de mi familia. 

— ¡ Ya maliciaba yo que abajo de esa manse- 



124 E. ACEVEDO DÍAZ 



dumbre había entraña de dragón, canejo ! Y pues 
que ha olido pólvora lo convidt) para allegarse con- 
migo al totoral aquel, á mirar de más cerca á esos 
mandrias que se van a brincos de « quirquincho » 
derecho á la cueva. 

— ¡No se fie, paisano! Mire que esos hombres 
acostumbran ir arreando cuanto animal caballar en- 
cuentran á los flancos, y no sería difícil que hu- 
biesen desprendido algunas partidas ligeras á esta 
parte del campo, donde saben que hay yeguada al- 
zada. 

— ¡ Nunca supe qué era miedo ! — exclamó el 
viejo exaltado. ¡ Vamos hasta las totoras sin mirar 
para atrás! 

— ¡ Como quiera ! — repuso el baqueano. 

Don Anacleto remolineó la lanza, y los dos 
arrancaron castigando. 

En mitad de la carrera, el guía en voz que de- 
nunciaba absoluta calma, prorrumpió señalando con 
su diestra el nexo de dos colinas: 

— Por ahí viene á toda rienda una partida echando 
por delante mis yeguas. . . ¡ Ponga la oreja y oirá 
el batir del cencerro! 

Don Anacleto miró, sujetando. 

Cinco ó seis ginetes bajaban ya la ladera azu- 
zando con las culatas de las carabinas y aun con 
los sables, una «punta de yeguares». Daban gritos 
aturdidores, y venían des] en arco para man- 

tener los animales cu núcleo. 

— Son portugos. .. Sino fíjese en eos trajes co- 



GRITO DE GLORIA 125 



lor de garzamora que traen y en los embudos de 
hule metidos en la cabeza. 

— ¿ Y adonde se enderezan ? — preguntó bastante 
demudado don Anacleto. Son muchos esos águilas 
para aguaitarlos. 

— Es así. Lo mejor sería corrernos por este pla- 
yito rumbo al talar de aquel arroyo. ¡ Si alcanza- 
mos, ni el polvo ! . . . Pero á usted lo condena esa 
lanza con banderola, y nos van á cargar. 

— ¡Rumbeemos! — -gritó don Anacleto procu- 
rando ocultar su rejón, y haciendo entre los dedos 
un guiñapo de la insignia. 

Silbaron dos balas por el flanco de improviso 
como una ratificación del dicho del baqueano. 

Luego otra, que picó delante haciendo saltar al- 
gunas brisnas. 

Apuraron el galope. 

Pero un nuevo proyectil acertó en los cuartos 
traseros del overo, que se puso á corcovear dando 
con don Anacleto en tierra. 

El baqueano se detuvo, alargó el brazo y cogió 
el rejón que escapado de la mano de su dueño en 
la caída, se había hundido por el cuento en plano 
oblicuo y derivaba ya hacia el suelo por el peso 
de la moharra. 

El semblante del guia se había puesto violáceo 
cual si un aluvión de sangre inyectara la periferie, 
y de sus ojos oscuros brotaba un brillo extraño. 
Su chambergo incoloro flotaba sobre el dorso y 
la melena suelta, se alborotaba sobre las dos meji- 



126 E. ACEVEDO DÍAZ 



Has, crispada y ondulante, dándole un aspecto im- 
ponente que aterró á don Anacleto, descoyuntado é 
inmóvil en los pastos. 

No dijo palabra. Escupióse en las manos ner- 
vioso, empuñó el astil y revolvió su cebruno ya 
sobresaltado por el ruido de los disparos. 

La yegua madrina de su «tropilla», manca de 
los encuentros, con el vientre casi al ras de las 
hierbas, jadeante y sudorosa pasó pesada, sin fuer- 
zas, á su lado, batiendo el esquilón. 

Miróla de soslayo, en las ancas, donde llevaba 
dos ó tres surcos sangrientos hechos por los sables 
y llegó á arrojar un grito ronco retenido hasta ese 
momento por el arrebato en su garganta, seme- 
jante á la nota de un ave de rapiña a raíz de una 
pedrada en la cabeza. 

Gruñó otra bala redonda desgarrando á su ca- 
ballo la piel del cuello ; lo que acabó de ponerlo 
ágil y saltarín, al punto de tascar el freno despa- 
vorido. 

Él lo cuadró con mano experta, y sin perder los 

estribos, en los que apenas encajaban las puntas de 

sus «ojotas», acometió echado sobre el pescuezo 

al igual del toro que busca romper el cerco. 

La lanza trazó un semicírculo dividiendo al 

rupo, luego una recta inclinada que terminó en la 

irganta de un soldado, derribándolo por grupas ; 

después un molinete veloz que remató en un golpe 

de flanco abriendo á un segundo el vientre ; y por 

Último, blandida con furia en un alti-bajo para en- 



GRITO DE GLORIA 127 



sartar á un ginete de frente y despedirlo lejos de 
la montara, el hierro marró el bote y el astil se 
hizo trizas en el arzón sembrando el aire de as- 
tillas. 

Sonaron dos ó tres detonaciones. El hombre de 
las « ojotas » cayó de boca sobre las crines del ce- 
bruno, bamboleóse un instante y en seguida se des- 
lizó á las hierbas con un ruido de mole que rueda 
en un barranco. 

En medio de su pavura, don Anacleto lo vio 
caer con dos agujeros negros en el rostro á ambos 
lados de la nariz, producidos por la doble descarga 
de una pistola de dos cañones á quema -ropa. 

A uno de los soldados, tendido boca arriba, bro- 
tábale como un surtidor la sangre del cuello. Aún 
así seguía retorciéndose. El otro estaba inmóvil, 
con el vientre desbarrado. 



XII 



En marcha al Cerrito 



Avanzaba la tarde llena de celajes, destemplada, 
presagiando noche de hielo. El sol descendía, y ya 
sobre el horizonte sus rayos mortecinos abriéndose 
paso entre festones de un matiz de perlas, teñían 
los cirrus de la opuesta zona de un rosa vivo tan 



128 E. ACEYEDO DÍAZ 



puro e intenso, que éstos semejaban alas de enor- 
mes flamencos surcando de través los aires en api- 
ñada banda. Una especie de bruma sutil extensa y 
colorante, que no era más que menudo polvo di- 
fundido en la atmósfera á lo largo de la carretera, 
denunciaba desde lejos á los vecinos inquietos la 
marcha de una gruesa columna de caballería. 

En realidad venía hacia Guadalupe gran tropel 
de escuadrones á bandera desplegada. Oíanse á in- 
tervalos toques cortos de clarín. 

Era la fuerza patriota que avanzaba en dos co- 
lumnas precedida por una gran guardia de tirado- 
res y lanceros, y cubierta por una doble línea de 
ílanqueadores que iban á regular distancia del nú- 
cleo, guardando entre ellos los trechos de orde- 
nanza. 

Aquella masa se movía en orden, con rapidez, 
deteniéndose de vez en cuando breves momentos 
para rectificar líneas y dar resuello á los caballos. 
Numerosas « tropillas » de relevo y reserva se aglo- 
meraban á retaguardia, fuera del camino real, tro- 
tando en las praderas colindantes en densas agru- 
paciones. 

La hueste revolucionaria se dirigía a Guadalupe 
en donde se hallaba el coronel brasileño l'intos, con 
el segundo cuerpo de paulistas. 

Eli la columna de la derecha y al fíente del pri- 
mer escuadrón, marchaban junios Luis María é Is- 
mael. 

ITÓ iba en el ángulo de la mitad, algo sepa- 



GRITO DE GLORIA 129 



rado de la tropa, con la vista fija en el extremo 
de la columna de la izquierda. Componían esta co- 
lumna los dragones de Rivera. 

Luis María iba preocupado por la falta del mi- 
liciano que había hecho seguir, en su salida del 
campamento, y mucho más con la del individuo 
de tropa que enviara en pos de él. Estos detalles, 
nimios para otro, tenían á sus ojos una importan- 
cia .seria á partir de los hechos alarmantes de que 
estaba en posesión. ¿ Qué habría ocurrido, que no 
aparecía sin mis demora don Anacleto ? 

Xo dejaba de causarle inquietud un incidente que 
acababa de producirse, y que se ligaba de un modo 
estrecho á sus alarmas. 

Ladislao había cambiado de filas, yéndose sin 
pase ni consulta siquiera á las del brigadier, con 
quien iba á esa hora conversando muy animada- 
mente. 

Al irse, había cruzado silencioso delante de sus 
compañeros de fogón. Cuaró le había mirado con 
encono. 

Como al pasar lo hiciera encogido ai punto de 
simular corcova en las espaldas, el teniente mal 
prevenido le había dicho en voz alta y airada : 

— Ponele un puntal al rancho. . . ¡ Mira que se 
te va á caer ! 

Luego, Cuaró se puso fulo. Su cortezuda piel 
apareció más negra que de costumbre. Las alas de 
la nariz se le estremecieron varias veces, como si 
trataran de desplegarse con el venteo de un ani- 
mal de presa, 
y 



130 E. ACKVEDO DÍAZ 



Luis María llamó la atención de Ismael sobre la 
actitud del teniente. 

Cuando Velarde lo observó, Cuaró ojeaba taci- 
turno a Ladislao. 

— Recuerda lo del fogón — dijo. 

— Así ha de ser. Por lo menos adivina lo que 
pasa. 

— No quiere á Frutos. Dice que es un «aguará » 
rabón. 

Sonrióse el joven ayudante, y murmuró bajo : 

— Ladislao asegura por su lado, que nuestro jefe 
quiere que todos marchen con el mayor orden, 
Cuando lo justo sería que sólo en la pelea los 
hombres obedeciesen. Mientras que esto no suce- 
diera los paisanos podrían andar de rancho en rancho, 
disputar con los jefes, jugar á la «taba» v hasta 
dormir fuera del campamento si sentían deseos de 
cama blanda. 

Ismael guiñó un ojo, alargando el labio ; gesti- 
culación habitual en él cuando ciertas ocurrencias 
le parecían despropósitos. 

Después, resumiendo en una fiase lacónica de 
estilo pintoresco su opinión sobre el individuo, dijo 
seco y breve : 

— Críao a monte. 

— Mal ejemplo, compañero; si cunde. El respeto 
la obediencia son tan ne al soldado como 

el valor, para ir á la batalla. Por eso admiro al 
bravo que sólo lo es delante del enemigo, l'.se 
triunfa Ó muere en su ley. 



GRITO DE GLORIA 131 



Ismael, aunque casi insociable, cerril, tenía el es- 
píritu vivo y perspicaz ; algunos años de roce con 
ciertos hombres lo habían hecho un tanto accesi- 
ble. Las palabras de Berón si bien no muy claras 
para él, halagaban su oído como una música extraña. 
A veces lo dejaban en suspenso. Luego miraba al 
rostro del joven con un aire de admiración y de 
tristeza que esparcía en el suyo como un resplan- 
dor del instinto inteligente, ansioso de encontrar 
para manifestarse notas como aquellas de un idioma 
sonoro. 

Así lo miró ahora melancólico y huraño. 

Después murmuró : 

— Por eso, antes no vencimos. Los hombres se 
juntaban como yeguares cuando el campo se quema, 
y coceaban al fuego. Ansina morían, rabiosos, pero 
sin miedo. 

— Nuestras derrotas gloriosas no han sido más 
que lujos de heroísmo, — dijo Luis María. Se peleo 
sin organización, sin disciplina, sin ideal militar. En 
la hora de la prueba cada uno daba de sí toda la 
médula de su coraje, con su sangre ó con su vida : 
pero antes de ese momento supremo, ninguno pensó 
que un cobarde hábil podía más que cien valientes 
imprevisores. Se creía en la pujanza del brazo 
como en el golpe de una centella; los briosos pai- 
sanos hacían la cruz á los fusiles en son de burla, 
y se reían de los cañones hasta el punto de enla- 
zarlos de las ruedas... Sin embargo, esos fusiles y 
esas piezas que ellos comparaban á las arañas ne- 



132 E. ACEVEDO DÍAZ 



gras cuando se arrastran por el camino, fueron los 
que inutilizaron su esfuerzo y su denuedo. . . ¡ Acuér- 
dese usted, capitán ! usted, que puede enseñarme el 
camino del sacrificio y hasta reprenderme si me 
muestro débil en el día del combate; acuérdese y 
diga si eso es verdad. 

— ¡Como que aura es noche! — contestó Ismael 
ingenua y suavemente. 

Luis María se quedó pensativo, y miró de sos- 
layo la columna de la izquierda. Ismael siguió 
aquella mirada y se amorró. 

Continuaron marchando en silencio. 
Comenzaba una noche muy despejada, con su pol- 
vareda de estrellas y su aire frío como vaho pe- 
netrante de ocultos abismos. Los soldados se habían 
envuelto en sus ponchos. Las dos líneas de bultos 
negros siguiendo paralelas guardaban un promedio 
de cincuenta pasos al trote firme. Entre los pri- 
sioneros nadie alzaba la voz. 

En la columna de la izquierda cierto bullicio 
sordo como de enjambre se extendía de la cabeza 
al otro extremo: los milicianos conversaban, reían, 
canturreaban, lanzábanse pullas como (lechas ó en- 
treteníanse en levantar en las ¡mutas de las lanzas 
algún residuo visible al paso, que luego despedían 
sobre el escalón delantero á modo de bola perdida. 
Con este motivo, á veces algún red >mótl enarcaba 
el cuello al sentirse ro/ad i en rejones y sa- 

cudiendo los lomos hería el aire con los cascos 
introduciendo el desorden en las filas. Si el ginete 



GRITO DE GLORIA 133 



!o domeñaba, el elogio circulaba de boca en boca; 
si medía el terreno, el ruido del desplome produ- 
cía una explosión de risas que podían resumirse en 
una sola y colosal carcajada. 

En mas de una ocasión se impuso silencio. 

En la derecha la actitud era distinta. La consigna 
había sido de observar la mayor compostura ; y á 
causa de no cumplirla varios hombres fueron re- 
mitidos á la guardia de prevención. En caso de 
reincidencia, debían de marchar á pie con el ca- 
ballo del cabestro. 

El comandante Oribe, que era el que había dado 
la orden, decía que el voluntario estaba obligado 
por su misma abnegación i excederse al soldado de 
línea, sin lo cual su desprendimiento sería un acto 
vanidoso y su virtud guerrera un pueril alarde. El 
que ofrecía lo más, que era el contingente de su 
sangre, y aun de su vida, debía lo menos, que eran 
el respeto y la obediencia. La victoria dependía de 
mil voluntades unidas como eslabones, sin perjuicio 
de la libertad individual relativa que no hacía sino 
afianzar la unidad del esfuerzo. Otra línea de con- 
ducta sólo engendraba un espíritu de insubordina- 
ción y de licencia, que al estimular los resabios 
concluiría por torcer los planes mejor combinados 
y por erigir la prepotencia personal en única auto- 
ridad respetable. El soldado se debía á la disciplina, 
como el ciudadano á la ley. 

Todo esto había dicho á sus subalternos horas 
antes con firmeza y desenvoltura militar, recorriendo 
á paso lento las filas. 



134 E. ACRVEDO DÍAZ 



Sus palabras habían hallado eco. 

De ahí que en el escuadrón reinase el orden. 
Solo uno se había retirado descompuesto^ y arisco; 
que era Ladislao Luna. 

El diálogo de Luis María y de Ismael, no había 
sido más que un comentario á aquella arenga en 
favor del buen servicio. 

Sobre este tema se seguía hablando d la cabeza 
de la columna, cuando se mandó un alto de des- 
canso. 

Todos echaron pie á tierra deseosos de despere- 
zarse fuera de los estribos con entero desembarazo ; 
v las bestias resoplaron de contento, sacudiendo fre- 
nos y monturas. 

Uno de los oficiales, el capitán Melendez, se 
acercó al grupo formado por Berón, Ismael y Guaro, 
diciendo : 

— Parece que ha habido hoy un pequeño cho- 
que de partidas sueltas á este lado del camino, 
pues los exploradores han visto tres muertos en el 
bajo. 

— ¿ Enemigos ? 

— Dos de ellos. Ll otro, no se sabe si pertene- 
cía á los nuestros. Aseguran que no debía ser de 
la milicia; no se encontró arma alguna á su lado, 
ni siquiera un cuchillo. 

— ¿Viejo ó joven, ese muerto? preguntó Luis 
María. 

— Hombre maduro de pelo entrecano, que lle- 
vaba «ojotas». Le habían aceitado dos balazos en 



GRITO DE GLORIA 135 



la cara ; lo que de lejos hacía creer que tenía cua- 
tro ojos. Los otros muertos eran de caballería de 
línea. Por el uniforme debían de pertenecer a la 
que está de guarnición en Montevideo. Uno estaba 
casi degollado, y al otro le habían revuelto en el 
vientre una lanza con cuatro medias lunas de modo 
que no le quedase entraña que no luciera al sol. 

— ¡ Qué cornada ñera ! 

— Lo particular del caso es que junto al de las 
« ojotas » se vio un astil hecho añicos, pero sin 
rastro de moharra. Se supone que los vencedores 
se llevaron el hierro para que no sirviese á otro 
que tuviese un brazo parecido. 

Luis María se acordó de don Anacleto, que iba 
armado de una lanza con cuatro medias lunas. Los 
datos, sin embargo, no arrojaban bastante luz. Aun 
en la hipótesis contraria, resultaría de ello que él 
no había perecido. 

Con todo, apresuróse á relatar el incidente que 
motivó la salida del viejo en seguimiento del mi- 
liciano sospechoso, desde San José. 

Sus compañeros escucharon muy atentos; y Cuaró 
dijo : 

— Mira ; el viejo no era baqueano y sacó un 
vecino. Al vecino le hicieron estirar el garrón, y 
arrearon con el viejo. El que lanceó no jué él, sino 
el vecino, que había de ser hombre duro . . . 

— ¡ Por qué teniente ! 

— El viejo es blando como cera de « camoatí » . . . 
No ruempe lanza ni en un tronco, porque el brazo 
se le hace junco. .. 



136 E. ACEVEDO DÍAZ 



Ismael se sonrió y Luis María se sintió más tran- 
quilo. Cuaró había resumido en una frase toda una 
observación sicoTisiológica sobre la personalidad de 
don Anacleto ; y á partir del aserto, las probabili- 
dades de haber salvado la vida estaban á su favor. 
A buen seguro que él se habría dado maña para 
librar la piel con la menor lesión posible ! 

La orden de seguir la marcha interrumpió la 
conversación. 

A poco andar, súpose que no había enemigos en 
la villa. Cruzóse el Santa Lucía por el paso del 
Soldado. 

Siguió la fuerza avanzando á gran trote. En sus 
desviaciones .frecuentes cortó un trecho largo de 
campo y pasó con el agua al pecho el arroyo Ca- 
nelón grande. 

A altas horas percibiéronse delante grandes som- 
bras de arbolados y casas. Era la villa de Guada- 
lupe con sus chacras, quintas y edificios de « quin- 
chado » ó teja en medio de tinieblas, que contribuían 
á aumentar en las calles las paredes sin blanqueo, 
el solado de tierra y la falta de reverberos. 

La fuerza revolucionaria formando una sola co- 
lumna atravesó la villa como por en medio de 
una doble fila de sepulcros, tal era el aspecto de 
las viviendas, la soledad y el silencio que domina- 
ban por doquiera. 

El segundo cuerpo de paulistas se había retirado 

hacía muchas horas abandonando algunos despojos, 

liendo el camino de otra columna que había 



GRITO DE GLORIA 137 

contramarchado del interior á marchas forzadas 
para guarecerse en Montevideo. 

Según se supo, el coronel Pintos había tenido 
noticia de todo lo ocurrido el día anterior por 
conducto fidedigno. Las nuevas se les trasmitieron 
por «chasque» expreso que llegó aplastando ca- 
ballos, y que le sorprendió en la ignorancia más 
completa. Al principio todo fué vacilación y zozo- 
bra, apremio y desorden. Después resolvióse el re- 
pliegue sin demora, á paso precipitado, sin esperar 
instrucciones de la capital, emprendida la retirada 
bruscamente se arrastró lo que se pudo, llevóse 
por delante las guardias destacadas envolviéndolas 
en el tumulto, cortáronse los tiros á los vehículos 
de andar torpe dejándolos en el medio ó d los 
costados de la carretera á modo de estafermos que 
señalaban en la densa oscuridad el rumbo de la 
fuga; y como hicieran sin duda demasiado peso 
algunas armas blancas v de fuego, fueron con ellas 
sembrando el terreno hasta muy cerca del antiguo 
real de San Felipe, según los partes de la gran guar- 
dia que iba barriendo el camino como la primera 
ráfaga del viento de tempestad que debía rugir 
contra los muros ciclópeos. 

Se agregaba que bajo la impresión recibida, la 
tropa se había hecho un hacinamiento, al punto de 
ordenarse muy tarde en escalones. La voz de los 
jefes y oficiales tuvo que ser acompañada de la ame- 
naza y de la espada para dar alguna corrección á 
las filas y mantener el paso uniforme en campo 






138 E. ACEVEDO DÍAZ 



abierto. El coronel Pintos en un arrebato, había 
hablado de fusilar. Entonces la insubordinación y 
más que eso el pánico que iba tomando creces, 
fué dominado en parte á pesar de la hora, el ais- 
lamiento y el peligro cercano. El regimiento se 
alejó á tropezones, ocultando en las tinieblas el 
rubor de su desmoralización. 

Venían las primeras luces del alba, cuando la 
división revolucionaria acampaba á orillas del Ca- 
nelón. 

Se habían adoptado resoluciones importantes. Los 
dos jefes principales con la masa de prisioneros 
debían contramarchar al interior, y para distintos 
puntos otros subalternos que gozaban de prestigio 
en sus respectivos distritos. La villa de San Pedro 
fue designada como punto céntrico de reuniones 
parciales que debía presidir el brigadier Rivera ; y 
las nacientes del Santa Lucía como sitios á propó- 
sito para el cuartel general de Lavalleja. De este 
modo la fuerza á la ofensiva quedaba reducida á 
cien hombres, escogiéndose al electo cincuenta vo- 
luntarios al mando de Oribe y otros tantos de los 
ex dragones de la provincia. Eran sus armas la ca- 
rabina, la lanza y el sable distribuidas convenien- 
temente. 

Acordóse que una vez frente á las murallas, 
Calderón dirigiría en jefe quedando el comandante 
Oribe de segundo. 

Se extrañó esta resolución. No se quería en las 
filas al ex jefe de dragones. Pero se dijo que había 



GRITO DE GLORIA 139 



sido adoptada á sugestión del mismo Oribe; y este 
detalle, acentuando la personalidad del que hasta 
ese momento venía posponiendo las satisfacciones 
vanidosas y los egoísmos irritantes al bien de su 
causa y del país, selló todos los labios. Debía aquello 
ser hábil y acertado desde que él así lo quería. 
Nadie quiso entonces investigar el móvil determi- 
nante del hecho, dándose así adaptación práctica á 
la regla de obediencia que debía en adelante ser 
la base de subordinación y de respeto á las órde- 
nes superiores. 

Al expirar el día esos cien hombres eran los 
únicos que formaban campamento á los ribazos del 
Canelón. 

Con las primeras sombras, se mandó ensillar.- 

— ¿Vamos adonde la madriguera? — preguntó 
Cu aró. 

— Así es — respondióle Luis María, que impartía 
la orden de fogón en fogón. Cuando asome la au- 
rora veremos á Montevideo ! 

Al pronunciar estas palabras parecía nervioso y 
febril. Embarazábale una emoción violenta de ale- 
gría mal reprimida, el desborde de un goce mu- 
cho tiempo ansiado; acaso el goce mayor á que 
pudo aspirar en sus largos días de aventura y de 
peligro. ¡Montevideo!... ¡Allí estaba todo lo que 
con el ideal de la patria gloriosa y libre amaba 
más en la vida! 

Al verlo excitado, Ismael ceñudo y triste, que 
había empezado á quererlo con el afecto que crea 
la comunidad de sacrificio díjole: 



140 E. ACEVEDO DÍAZ 



— Está contento porque va i su pago . . . donde 
está la novia. 

Berón se encendió como una mujer; y cogién- 
dole entre las suyas la mano se la estrechó con 
vehemencia. 

El capitán Velarde acercólo torvo la cabeza, que 
oprimió con la de él en una caricia de amigo 
adusto y silvestre, como de quien nunca había co- 
nocido otro halago que el del sol del desierto. 

Luis María se conmovió. La caricia de aquel va- 
liente parecióle como el resuello de una herida do- 
lorosa que nadie había restañado, mal curada en 
la soledad de los bosques como la de un toro 
bravio. 

Después cuando se emprendía la marcha á la 
sordina, caída la noche, los dos iban juntos y ca- 
llados mirándose á veces con estrañeza cual si re- 
cién hubiesen hallado el secreto de una recíproca 
simpatía. 

La marcha (\\¿- dura. Como no se llevaban pri- 
sioneros ni convoy, y el número de hombres era 
muy limitado, se caminó a trote largo sin otras 
treguas que las necesarias para dar un desea; 
las cabalgaduras ó para wco^cv los restos abando- 
nados por el enemigo en su retirada. Algunos de 
despojos por su calidad, demostraban que 
aquél iba pávidamente impresionado. Encontráronse 
carros de provisiones de guerra y de boca, espadas, 
clarines, uniformes de oficiales, pistoleras, montu- 
v en ciertos sitios á las orillas de la carre- 



GRITO DE GLORIA 141 



tera, desertores y rezagados con todo su arreo en- 
cima. Los vecinos del tránsito decían que los pau- 
listas á su paso como fantasmas de media noche, 
iban alarmando uno por uno los apostaderos del 
trayecto, á punto de no dar tiempo á cargar con 
lo más indispensable á las guardias ; sintiéndose en 
el silencio profundo de las altas horas gritos y ga- 
lopes desenfrenados en todas direcciones, rodar de 
carros y estridor de armas, todo lo que dejó de 
oírse á los pocos minutos como un ciclón que pasa 
de súbito y se pierde á lo lejos. 

Entonces Oribe dijo á sus oficiales y soldados: 

— Mañana en arbolaremos la bandera en el Ce- 
rrito, sitio de tantas glorias; y cambiaremos balas 
con los opresores de nuestra tierra. 

La pequeña legión acogió estas frases llena de 
ardimiento ; movióse al unísono venciendo al sueño, 
enemigo el más terrible del soldado ; atravesó cam- 
pos, arroyos, cañadas, valles y asperezas, dio lugar 
en sus filas á nuevos contingentes de hombres re- 
sueltos ; y se puso en los lindes del distrito antes 
que despuntase la alborada. 

Al pasar por Las Piedras, Ismael extendió el 
brazo hacia la zona del Nordeste, y dijo d Luis 
María : 

— Ahí vencimos á los godos con el viejo Arti- 
gas . . . Enlazamos los cañones, les quitamos todo ! . . . 

Nenguno escapó ; ni el mesmo Almagro. 

— ¿ Quién era Almagro ? — preguntó Berón. 
Ismael guardó silencio un rato. Después dijo : 



142 E. ACEVEDO DÍAZ 



— ¡ Otra vez he Je contar ! 

Comprendió el joven que en esta frase iba en- 
vuelto el desenlace de una historia dramática que 
resumía quizás toda la vida de aquel hombre. 

Por eso á pesar de su interés, no quiso insistir. 
Esas cosas no debían ser escudriñadas. 

Con todo, ¡cuan grato le había sido oir las pala- 
bras de su compañero al felicitarle á su modo por 
la vuelta «al pago», y al hablarle de una novia 
que él debía tener allí que le esperaba ansiosa tras 
una larga ausencia ! 

Sin intención de sondear en lo íntimo, Ismael 
había acertado rozándole con suavidad un senti- 
miento oculto; que no se amenguó nunca en la 
existencia aventurera, sino que tomó creces como 
una necesidad imperiosa de su espíritu. 

En realidad él tenía una novia, cuya imagen ve- 
nía reproduciendo de mucho tiempo atrás en su 
cerebro; imagen más hermosa cada vez, á medida 
que el deseo enardecía su mente y se agolpaban á 
su memoria los gratos episodios, del pasado. 

Rubia, de ojos garzos, piel de rosa, esbelta, más 
expresiva en el dulce ceño que en la frase, retraída, 
resignada, erguíase su i n tere ira á cada paso, 

como llamándole cerca con un ademán de suave 
ruego . . . 

La COQOCÍÓ en la hacienda de Robledo en mo- 
mentos para él ani | lando huía de los domi- 
nadores de monte en monte. Pudo hablarla en 

. cultivó su ailiis- 



GRITO DE GLORIA 143 

tad, cuando herido en una refriega oscura, ella y 
su hermana Dora lo atendieron en la casa de su 
buen padre don Luciano, dueño del campo . . . Esta 
amistad fué lejos; pasó á ardiente simpatía. Aún no 
estaba restablecido el día en que se aparecieron en 
el campo los brasileños, que se llevaron á Robledo 
y á su hija Natalia; aquella Nata que había puesto 
vendas en sus heridas, velado su sueño, oído sus 
delirios, atenuado sus dolores y bochóle pensar en 
los deliquios de la ventura. 

Se acordaba él bien. Con su padre preso, acaso 
por su culpa fué la hija. También la negra Guada- 
lupe. El teniente Souza había usado de una con- 
ducta correcta con todos, á pesar de los anteceden- 
tes que de él lo habían separado en la paz v en 
la guerra. Cumplió sus deberes de soldado con mo- 
dales corteses, atento, sin rigor: y esto le hacía 
halagar la esperanza de que el viaje de la estancia 
á Montevideo se hubiese hecho sin tropiezos ni so- 
bresaltos. 

Desde aquel día nada había sabido . . . 

Ahora que marchaban en ese rumbo, el de las 
manchas del sur, que tanto conocía, avivábanse sus 
memorias y latía con fuerza el corazón. Iba hacia 
donde estaban su hogar, sus padres y su amada ; á 
los lugares de su niñez y juventud primera con sus 
caseríos de teja roja, sus calles de laberintos, sus 
plazuelas sombrías, su puerto sembrado de velas y 
de mástiles y su cinturón de granito lleno de al- 
menas y cañones. Y pensando que era mucho su 



144 B. ACEVEDO DÍAZ 



gozo por só!o volver del interior de la tierra des- 
pués de tantas contrariedades, imaginábase que se- 
ría acaso mayor el de otros que habían luchado 
más que él y que llegaban de otro país, sin recor- 
dar en esta hora de sacrificio las comodidades que 
dejaban en la opuesta orilla. 

Asi cavilando entre las excitaciones nerviosas de 
la marcha nocturna, alzábase ante su vista á pocos 
pasos el bulto de su jefe que trotaba firme, silen- 
cioso, envuelto en las tinieblas como insensible á 
la fatiga y al sueño. Éste era uno de los que ha- 
bía traspuesto el río y despedido las naves al vol- 
ver á pisar el suelo nativo. 

Venían de lejos en busca de la tierra, del agua 
y del fuego sin cálculos ni miedos, ellos que fue- 
ron siempre los valientes en la derrota y en la vic- 
toria, porque siempre pelearon uno contra veinte 
sin pedir tregua ni perdón. Dignos de mandar y de 
ser obedecidos ¿qué eran los sacrificios de los jó- 
venes á la sombra de su heroísmo, consagrado por 
la tradición oral y el amor de la raza oprimida ? 

Apenas un eco débil en el grande esfuerzo anó- 
nimo . . . 

Y al observar á su jefe erguido avanzando en 
línea recta, como si fuese acaudillando innumerable 

hueste, rumbo á la plaza formidable que encerraba 

millares de hombres y un centenar de cañones den- 
tro de sus muros, con la intención de retarla á 
duelo, su cabeza ya debilitada por el insomnio em- 
por creer que detrás venia en realidad toda 



GRITO DE GLORIA 145 

una legión invencible en vez de un grupo de cien 
ginetes bamboleantes en los estribos. 

El trote pesado de las cabalgaduras somnolientas 
parecióle extraño galope de hipogrifos; el ruido 
sordo de los cascos en el suelo el rodar de arti- 
llería de sitio; una que otra voz ronca en las filas 
algún son de trompeta precursora de ataque ; y 
cuando vino el alba sin nubes á descubrir los ho- 
rizontes lejanos, y vio a un flanco enhiesto en la 
ribera al cerro a modo de gigante taciturno con 
manto de hiedra y corona de granito, y allá en 
anfiteatro reclinada en las arenas la plaza fuerte con 
sus altas murallas negras, llegó á apercibirse que 
estaban en la cima de un montículo cubierto de 
cardizales y «taperas». Un escalofrío recorrió todo 
su cuerpo, y se le escapó un grito indefinible. 

Como se restregase con ambas manos el rostro, 
Cuaró dijo : 

— Espanta el sueño... Mandan formar. 
El corto escuadrón desplegóse al galope por re- 
taguardia de la cabeza en batalla, contestando al 
unísono á una arenga breve de su jefe, en tanto el 
porta elevaba la bandera en la cumbre del pequeño 
calvario, sitio de históricas leyendas. 



10 



146 E. ACEVEDO DÍAZ 



XIII 



Dentro de murallas 



El general Lecor, gobernador de la Cisplatiná, 

que creía saber bastante de ciencia militar, y que 
en punto á planes de tacticógrafo no reconocía por 
entonces antagonista entre los capitanes más exper- 
tos del ejército á que servía, no dio importancia á 
la invasión de un pequeño grupo. Supuso que por 
más que este grupo se aumentase pasando sucesi- 
vamente de «montonera» á escuadrón, á regimiento, 
á división en el caso de que no fuese batido y 
disuelto desde el primer instante por las tropas regu- 
lares que se hallaban destacados en puntos estraté- 
gicos, la guerra sería de caballería contra caballe- 
ría, no debiéndose dudar del éxito favorable dada 
la cantidad y calidad de las fuerzas imperiales. 

Aquellos centros estratégicos ó ganglios del sis- 
tema militar ofensivo y defensivo de la época, 
aparte de Montevideo, plaza fuerte de primer or- 
den y cuartel general de ejército, eran : la ciudad 
de la Colonia provista de murallas y baterías y de 
una guarnición relativa de las tres armas, centinela 

vigilante de los ríos, con embarcaciones de guerra 

en la rada; el pueblo de Mercedes también guar- 



GRITO DE GLORIA 147 



necido, con lanchas armadas en el puerto que ex- 
ploraban sin cesar el curso del Uruguay en su con- 
fluencia con el Negro; la villa de San Pedro del 
Durazno situada en el centro del país, sobre el Yí, 
donde tenía su asiento el comandante general de 
campaña; y los pueblos de San José y Canelones 
escalonados en el trayecto á Montevideo, con sus 
cuerpos de paulistas en disponibilidad para acudir 
á cualquier zona amenazada. 

Al norte, la misma antigua línea divisoria era 
una defensa por sí sola incontrastable, dado que 
allende ella estaban los refuerzos que en serie con- 
tinua deberían desfilar en caso necesario hasta cu- 
brir la provincia de hombres, armas y caballos. 

En tales condiciones de defensa, el barón de la 
Laguna que escudaba bien el derecho de la con- 
quista dentro de fortalezas inexpugnables, descan- 
saba confiado en la habilidad especial del brigadier 
Rivera para deshacer en un solo encuentro á los 
«gauchos» sin verse él en la necesidad de apelar 
á movimientos estratégicos que desdeñaba usar en 
absoluto con enemigos de esa estofa. Para precipi- 
tarlos al Uruguay y sepultarlos en su cauce con 
lanzas, sables y potros, bastaría una carga en dis- 
persión del « brigadeiro » con los dragones de la 
provincia. Lavalleja era un « patria » que entendía 
más de picar bueyes que de organizar milicia ; 
Oribe no pasaba de un conspirador -oscuro; los de- 
más invasores venían al amor del botín y del sa- 
queo. Para gente de esta madera el comandante 



143 E. ACF.VEDO DÍAZ 



de campaña se sobraba. ¡ La cuña no podía ser 
mejor ! Y esta ocurrencia, hacía feliz al vencedor 
de India Muerta. 

Sobre la conducta del brigadier no debía abrigar 
sospecha alguna, pues él le había reiterado con las 
protestas de su lealtad inconmovible, su patrio- 
tismo de brasileño. 

Pero, cuando supo que Rivera había caído en 
poder de Lavalleja, y más tarde, que se había ple- 
gado al movimiento declarándose abiertamente re- 
belde, dio entonces al suceso unas proporciones que 
no había previsto y consideró perdida su acción en 
la campaña. 

La prisión de Borba acabó por hacerle creer que 
un refuer/o de algunos millares de hombres se im- 
ponía para volver á la obediencia la asenderead.'. 
Cisplatina. 

Acudió al emperador. 

Capaz de un plan militar aceptable y hasta de- 
cisivo en sus consecuencias matemáticas, habituado 
como lo estaba, á combinarlos sobre planos exactos 
de un territorio reducido, lo mismo que sobre un 
damero movía hábil las piezas de ajedrez, llegó 
sin embargo á pensar que no le sería fácil la so- 
lución del problema, hasta tanto al menos no lle- 
gasen DOt el puerto dos mil infantes y por la fron- 
tera dos mil ginetes. 

Las cosas se habían puesto muy turbias. Os p.i 
trias revoltosos aparecían ya maniobrando en campo 
raso y consiguiendo rápidas victorias ; todo, sin 



GRITO DE GLORIA 149 



mancharse con la sangre de los vencidos, ni asal- 
tar las propiedades. Luego estos «gauchos» te- 
nían "también su política, sus procederes correctos, 
sus cálculos de proyección al futuro como si hu- 
biesen cursado estudios teórico- prácticos en el des- 
tierro. 

En esta forma y por estos medios, la acción de 
los «insurgentes» se hacía temible. 

Era probable la influencia del gobierno argentino 
en esos sucesos, cuya marcha y desarrollo indica- 
ban un derrotero fijo. ¿ Cómo creer que los nati- 
vos solos se atreviesen á todo el poder del impe- 
rio ? Esto no era posible en concepto de Lecor y 
de sus hombres. 

Lo que ocurría era un principio de nueva ten- 
tativa de absorción y predominio por parte de 
Buenos-aires: cuestión de fondo: ó banda oriental 
ó provincia cisplatina, según la bandera que llamease 
triunfante en la ciudadela del antiguo real. 

¿Pretenderían acaso los nativos erigir su tierra 
en nación independiente ? ¡ Eso era ilusorio ! 

No faltaban sin embargo, quienes sostenían que 
esa era la tendencia inflexible, aun cuando existiera 
una desproporción notoria entre la aspiración y los 
medios. 

Los españoles viejos, que después de la jornada 
■de Ayacucho habían perdido la fe en la restaura- 
ción del régimen secular, afirmaban que la tierra 
uruguaya tenía en el mapa geográfico los funda- 
mentos de su personalidad autonómica, aparte de 



150 E. ACEVEDO DÍAZ 



las razones históricas que siempre la mantuvieron 
alejada de Buenos-aires. Los espíritus parecían apa- 
sionarse á este respecto. 

Distinguíase entre esos españoles — núcleo de la 
verdadera clase conservadora del país — el antiguo 
vecino don Carlos Berón, persona de fortuna. 

Había sido este sujeto grande amigo de Elio y 
Vigodet y resuelto partidario, como es de supo- 
nerse, de la causa real. Odió en la misma medida 
a los argentinos, á Artigas, á los portugueses y á 
los brasileños, así como había odiado á los ingle- 
ses contra quienes combatió en los días de la de- 
fensa encabezada por Huidobro ; pero este aborre- 
cimiento sin reservas había sufrido en los últimos 
meses transcurridos una modificación tan sustancial 
como violenta respecto á los nativos. 

Sus mismos íntimos lo extrañaban, aunque se 
sentían inclinados en definitiva á seguirle en su 
cambio de ideas. 

El señor Berón daba sus razones, muy conven- 
cido de ser lógico con el mismo radicalismo his- 
pano- colonial de principios del siglo. 

Mientras hispana fue posible — decía en su dia- 
léctica especial,— SOStUVe aquí sus fueros. Desde 
que no Logró el intento, he sostenido y sostendré 
que esta tierra corresponde de exclusivo derecho á 
sus descendientes legítimos — vale decir: á los que 
en ella han nacido. \ ] es la patria, que tiene 

por limites el Piratiní, el Uruguay, el Plata y el 

Atlántico ;í los cuatro viento.; para conservarla 



GRITO DE GLORIA 151 



han peleado contra los ingleses, los españoles, los 
argentinos, los portugueses y los brasileños durante 
todo un cuarto de siglo. ¡ Y siguen peleando ! No 
hay derecho contra derecho. La independencia es 
del que la busca sin descanso, la abona con su san- 
gre y la conquista con su valor. ¿ Por qué dispu- 
társela?... ¡ Ea ! no porque sean pocos los que lu- 
chan la justicia ha de abandonarlos. ¡ Mejor ! ¡ Que- 
darán sin brazos ó sin piernas, pero con el alma 
entera y bravia, por Santiago ! ¿ Por ventura no es 
sangre española la que corre por sus venas, y sus 
hechos no son dignos de la raza ? Ya quisieran 
estos « San Sebastianes» valer cada uno lo que 
aquel dragonazo de Artigas que en nueve años no 
se bajó del caballo y tuvo á mal traer generales y 
ejércitos como si fuesen de poca monta. . . Es ver- 
dad que lo vencieron, pero ¿ quién no triunfa 
echando legiones sobre un puñado? ¡Yaya un mé- 
rito ! Aquel centauro que se andaba el territorio á 
escape haciéndose sentir aquí, allá y en todas par- 
tes, de día y de noche, como si no comiese ni 
durmiera, siempre tieso en los lomos, á través de 
inviernos y veranos, lo mismo bajo la helada que bajo 
el sol rajante, nunca al abrigo, perseverante, duro, 
más soberbio en la derrota que en el triunfo, no 
se ha muerto por eso, se ha perpetuado en otros, 
dejando una cría que ha de costar extinguirla al 
mismo demonio. . . Es la cría de los indomables 
que tienen el brazo de ñandubay y las nalgas de 
hierro. . . ¡ Qué vayan éstos con sus reyunos y sa- 



152 E. ACEVEDO DÍAZ 



brán otra vez lo que es amasijo ! ¡ No ! . . . ya se 
ha derramado mucha, demasiada sangre para bau- 
tismo ; y estos pobres criollos merecen que los 
aplaudan, que los estimulen, ser dueños de sus fér- 
tiles regiones, arbitros de su suerte, ya que su 
suerte los condena á una batalla continua en la que 
todos cejan al fin, menos ellos, lo mismo que si se 
reprodujeran en los osarios que han ido amonto- 
nando las guerras implacables. . . 

El asombro que estos ó análogos desahogos cau- 
saba en el ánimo de sus familiares 3 r contertulia- 
nos por la sinceridad y la vehemencia con que 
eran vertidos, tenían su atenuación en el hecho de 
encontrarse su hijo único Luis María en las filas 
«insurgentes». 

Por lo menos, todos se daban esa explicación 
del cambio operado en sus sentimientos é ideas. 

Su esposa particularmente, se sentía muy com- 
placida de oírle expresarse en tales términos, aun 
cuando antes del alejamiento de su hijo ella nunca 
se había preocupado de asuntos de esta naturaleza. 
Ahora pensaba y sentía como él ; seguíale atenta- 
mente en sus disertaciones sobre las cosas del día 
quedándose pendiente de sus labios callada y an- 
siosa, como si fuesen las más gratas á su corazón. 

Por otra parte, tenía una compañera joven, her- 
, que dividía con ella sus impresiones ayudán- 
dola á sufrir las zozobras de la ausencia, cuvo va- 
cío no le era dado llenar sino con SU pensamiento 
te entristecido. \o la vinculaba d 



GRITO DE GLORIA 153 



joven lazo alguno de sangre; pero era ella hija de 
un amigo de su esposo, que estaba preso, y la que 
había atendido á su Luis, herido en una refriega 
allá en los campos desiertos el día que fué llevado 
casi moribundo á la estancia de su padre. 

Este doble título á su aprecio fué razón de sim- 
patía, que aumentó cada hora, al punto de no que- 
rer desprenderse de Natalia. Ésta debía estar siem- 
pre á su lado hasta que su padre recobrase la li- 
bertad, i Cómo dejarla sola ? La pobre joven había 
perdido á su hermana en la última estadía de 
campo, á causa de lo que ella llamaba la «gota 
coral » ; su reciente duelo reclamaba cariños v de- 
bía sentirse bien allí, en el hogar de Luis María, 
que este había abandonado « siguiendo un ensueño » 
— según la frase melancólica de la madre. 

La casa en que vivían era muy hermosa, en la 
calle de San Fernando. Muchas habitaciones con 
paredes macizas, patios grandes, jardín, huerta, y 
en el fondo un estanque. Tenía vistas á la plaza 
principal y á una iglesia de ladrillo desnudo, que 
era la Matriz. 

Desde un pequeño mirador del fondo se divisaba 
la ciudadela con sus dos cúpulas chatas, la muralla 
del norte, la puerta de San Pedro y más allá el 
campo, las colinas ondulantes y el montículo de la 
Victoria. 

A la izquierda, por encima de las techumbres 
rojizas y de las casernas de piedra con sus medias 
naranjas cubiertas de verdín, las aguas en aníitea- 



154 E. ACEYEDO DÍAZ 



tro modelando la península, nuevas lomas airosas y 
el cerro con sus faldas sembradas de viviendas dis- 
persas como oscuros abejones en verde dosel. 

Los buques de la armada asomaban sus cofas por 
arriba de la isleta de la bahía, á modo de lianas 
confundidas entre árboles sin hojas. 

Don Carlos Berón tenía por costumbre en las 
tardes ir al mirador, en donde permanecía un rato 
observando con un anteojo las naves que entraban 
ó salían. A veces, el campo era su panorama pre- 
dilecto. Espaciaba la visual en la vasta zona que se 
descubría delante largos momentos, atento a las 
menores novedades del horizonte. Cuando descen- 
día, daba sus noticias con aire sesudo. Una fragata 
venía á toda vela del Janeiro; ó un bergantín ve- 
rileaba por la punta del este, rumbo á Maldonado; 
si ya no era que el vigía de señales indicaba bu- 
que á la vista ; ó unas nubes de occidente impeli- 
das con fuerza, presagiaban la llegada del « pam- 
pero » . 

A ocasiones, reinando la borrasca, con un gorro 
de piel de mono y envuelto en una capa subía á 
su observatorio, á fin de persuadirse si el viento y 
las olas habían hecho garrear los barcos de pesca- 
i o las lanchas de guerra. Cuando era muy re- 
cia la usuestada» veía en la playa del norte como 
una resaca de gánguiles, botes y balandras, unas de 
borda en las arena., otras de quilla para arriba. En 
tas del levante solía distinguir contra las pie 
dras pequeñas embarcaciones hundidas que solo en- 



GRITO DE GLORIA 155 



señaban la mitad de los mástiles. Hacia el sur, na- 
ves dispersas empeñadas en ganar de bolina el 
puerto; ó una goleta juguete de las olas con el ti- 
món roto, ó una barca sin velamen ni masteleros 
que se ocultaba ó resurgía entre crestas espumosas, 
para sepultarse al fin en el abismo. 

Entonces cuando bajaba, traía nuevas de sensa- 
ción á su esposa y huésped reunidas con otras per- 
sonas en el comedor, al amor de la lumbre. 

Condolíanse todos de los sufrimientos ajenos en 
largos y animados comentarios: pero al fin caían 
en los propios, sin apercibirse de ello, como coro- 
larios forzados de todas las conversaciones ó ínti- 
mas confidencias. 

Aquellas idas de don Carlos al mirador eran 
frecuentes, aun en días crudos ; siendo así que an- 
tes sólo lo hacía por pasatiempo, como un ejerci- 
cio higiénico, evitando en lo posible el contacto 
del aire frío. Su esposa había llegado á notarlo; y 
acaso adivinando la causa, sin trasmitirse impresio- 
nes, le miraba fijamente al rostro cada vez que vol- 
vía como si quisiera leer en él alguna nueva extraor- 
dinaria. 

El viejo soldado de Ruiz Huidobro nada decía 
que no fuese relato de algún accidente del puerto 
ó apreciación del estado de la atmósfera. Aparte de 
eso su gran casa de comercio absorbíale casi todo 
el día. No se llevaban sin embargo los libros á su 
gusto, y esto á pesar de dirigir él mismo la con- 
tabilidad con aquel esmero y pulcritud que tanto 



156 E. ACEVEDO DÍAZ 



distinguían á los hombres probos Je la época. Algo 
creía el viejo Berón que faltaba allí, que él no se 
explicaba claro, por lo cual siempre se exhibía á 
sus dependientes de mal ceño, rígido, al punto de 
ser temida su presencia detrás de mostradores. 

Y como viese que nunca dejaba de tener una 
razón de disgusto, preguntóle una tarde á su es- 
posa si ella no notaba lo que á él le parecía gran 
deficiencia en su despacho. 

— Sí, — había contestado la señora con un gesto 
de tristeza infinita. Falta el tenedor de libros. 

Don Carlos había tosido sin replicar é idose al 
mirador á paso firme, muy metido en su capa. 

Esa tarde bajó casi de noche, diciendo que en el 
puerto y en todo el largo de la rambla del sur 
andaban varios barcos voltijcando sin tino y des- 
garrada la vela, buscando algún peñasco en donde 
abrirse ó algún aterrado en donde enclavarse. Se 
habían izado señales y disparádose cañonazos de so- 
corro ; pero la mar estaba muy gruesa, del sur ve- 
nían como montañas de aguas verdi - negras y es- 
pumas y el cielo oscuro prometía lluvia torrencial. 
Las goletas y patachos sacudidos en sus ancladeros 
lo mismo que grandes corchos, habíanse afirmado 
con cabos y maromas á los postes cercanos á los 
muelles, bien arreado el velamen. ; Qué sumaca 
había de atreverse .i verilear por la restinga de 
punta Brava para prestar auxilio sin caer en los ba- 
jíos pedregosos? 

1.a tormenta iba tomando el giro del huracán. 



GRITO DE GLORIA 157 



Como una confirmación de estos datos, llegaba 
un sordo estruendo de atrás de las murallas del 
sur mezcla de los bramidos del viento con los fu- 
rores del olaje. 

— ¡ Pobres los pescadores y marineros ! — dijo 
la señora. Pero. . . ¿de la parte del campo nada 
vistes ? 

— ¡Nada ! — prorrumpía con violencia don Carlos. 
Está desolado y monótono, con sus eternas loma- 
das sin alma viviente en parte alguna como si 
todo lo hubiese arrasado una peste maldita ! 

En estos sus enojos de todos los días con un 
fantasma, pues á nadie nombraba, concluía siempre 
por irse á su habitación. 

Su esposa y Nata quedábanse meditabundas, con 
una gran sombra de pesar en las frentes. 

De este estado solía sacarlas la avispada Guada- 
lupe entrando de improviso y trayendo alguna no- 
ticia oída entre los grupos de la calle ó del café- 
de la esquina inmediata, cuando no la había reco- 
gido de labios de los esclavos de confianza ó de 
los negros pasteleros que pululaban en las aceras 
de la plaza con sus canastas de empanadas rellenas. 

No siempre sus informes eran verídicos ó hala- 
gadores; pero por lo menos reavivaban las impre- 
siones y deseos, engendrando nuevas dudas ó es- 
peranzas sobre la suerte de los «insurgentes». 

Las medidas que se habían dictado contra los 
jefes del movimiento eran tan inflexibles que ha- 
cían pensar cosas lúgubres acerca del fin que pu- 



158 E. ACEVEDO DÍAZ 



diera caberles á los que con ellos servían. Se habían 
ofrecido premios de sumas cuantiosas por ciertas 
cabezas, y era de temerse que este aliciente em- 
pujara a la perfidia y á la traición, pues que todos 
los medios se consideraban lícitos para restablecer 
el orden. 

Las nuevas de Guadalupe se referían día á día 
á estas resoluciones, y á las seguridades que se 
daban de ser presentados pronto al gobernador los 
cráneos de los caudillos audaces. 

Otras veces eran rumores vagos pero alarman- 
tes sobre hechos ocurridos en el interior de la 
ciudadela y otros cuarteles. Se hablaba de extrañas 
maquinaciones, de síntomas inquietantes en la in- 
fantería pernambucana; y hasta llegó a difundirse 
con misterio la especie de haberse aplicado crueles 
castigos en las casernas a varios soldados. 

Los principales hombres nativos, avecindados en 
el recinto de la plaza, habían sido apresados y 
conducidos entre guardias á bordo de una corbeta 
de guerra, la misma en que se encontraban don 
Luciano Robledo y otros patriotas purgando ima- 
ginarios delitos. 

La mano militar se hacia sentir á plomo. Últi- 
mamente no se toleraban reuniones, y al toque de 
queda todos debían recogerse en sus inoradas bajo 

la amenaza de una represión segura. 

El mismo alan de inquirir ditos para mistificar- 
los en beneficio de la situación, como recurso de 
adhesión pasiva, iba desapareciendo. Se conversaba 



GRITO 1>E GLORIA 159 



con miedo, á medias palabras, sin afirmar nada 
concreto ; de ahí que no viniese de la calle otro 
ruido que el de los instrumentos militares y el del 
paso precipitado de las tropas que relevaban los 
puestos. 

No era solamente Guadalupe quien sorprendía á 
sus amas en medio de las preocupaciones de cada 
día. > 

Otra persona, á quien ellas y el mismo señor 
Berón recibían con deferencia por razones bien 
explicables, venía de vez en cuando á ofrecerles 
sus respetos de un modo tan cortés y afectuoso, 
que venciendo naturales escrúpulos veíanse en el 
caso de retribuirlos con agasajo aun en medio de 
las tribulaciones de ánimo. 

Era esa persona el teniente Pedro de Souza de 
la caballería imperial, gallardo mozo de modales 
cultos que llevaba el uniforme con bastante biza- 
rría y no arrastraba por el suelo la contera del 
sable como otros de su arma. 

Medido v circunspecto, sus frases nunca rozaban 
las cosas del día sino por incidencia, en cuanto 
eran ellas estrictamente precisas. Asuntos familiares 
eran sus temas; á veces delicados comentarios so- 
bre la necesidad de la paz, el don precioso para 
los países jóvenes y ricos. 

Jugaba al ajedrez ó al dominó con don Carlos, 
quien rara vez perdía; por lo cual el visitante te- 
nía para él sus méritos incuestionables. En ciertas 
noches se hacía tertulia á la malilla por breve rato. 



160 E. ACEVEDO DÍAZ 



Las visitas no eran largas; mucho menos en el 
tiempo de que hablamos, porque el. servicio exigía 
múltiples atenciones y se combinaban los medios 
de abrir campaña de un momento á otro. 

Alguna vez la señora de Berón se permitía aven- 
turar alguna expresión en sentido de investigar la 
verdad de lo que estaba pasando. 

El teniente notaba entonces cuan fijos en su ros- 
tro se ponían los lindos ojos de Natalia, muy 
abiertos, cual si á ellos se agolpase de súbito todo 
lo que concentraba en el fondo del cerebro. Emo- 
ción extraña le causaban aquellas pupilas llenas de 
luz serena! 

Contestaba solícito diciendo que los informes no 
eran nunca seguros ; pero lo cierto parecía que la 
insurrección había alcanzado algunas ventajas. Nada 
más agregaba. Era necesario resignarse. 

Natalia había sido siempre con él atenta; pero 
reservada, casi prevenida. Algo de aspereza acom- 
pañaba á sus palabras ó de forzado a sus sonrisas. 

Aquella joven blanda y bella sentía mal sus ner- 
vios en presencia del oficial extranjero. Causas con- 
currían para ello, aunque no fuesen de odio ó an- 
tipatía profunda. Las viscisitudes de su familia y 
los pesares propios, inclinando su espíritu al aisla- 
miento, la habían hecho indiferente á todo anhelo 
que no naciese de lo que ella había amado ó qui- 
SÍera aún, como suprema aspiración de su vida so- 
litaria. 

l.i. i una juventud llena de primores, pero adusta. 



íiRITO DK GLORIA 161 



Algo Je altivez y de dureza se descubría en su 
ceño á pesar de la expresión suave de sus pupilas 
sombreadas por doradas pestañas. Sus actitudes im- 
ponían a Souza, que ahogaba siempre en sus labios 
alguna frase insinuante, si es que á medias no la 
emitía como fórmula de un pesar oculto ó de un 
sentimiento amable. Sin duda ella había compren- 
dido que el teniente reprimía deseos vehementes 
de expansión, ansias quizá de revelarse por entero; 
y ponía delante su frialdad como valla insuperable. 
Con todo; cuan bien dispuesta se hallaba en el 
fondo de estrechar más aquella relación, de hacerla 
más comunicativa y familiar, siquiera fuese para 
vencer las reservas discretas de Souza respecto á 
lo que ella tanto anhelaba conocer en sus menores 
detalles ! 



XIV 



Las nuevas de Lupa 



Una mañana muy temprano, Guadalupe dirigióse 
presurosa á la pescadería del norte en busca de 
pescadillas de rey, bocado predilecto de don Car- 
los que ella era muy hábil en preparar, y que á 
indicación de Natalia tenía dispuesto á lo menos 
dos vqcqs en la semana. Iba la negra con su ca- 
li 



162 E. ACEVEDO DÍAZ 



nasto al brazo luciendo un vestido nuevo á listas 
moradas y un pañuelo de colores vivos cruzado por 
el pecho, echando miradas por encima del hom- 
bro á los pernambucanos del tránsito, cuando al 
llegar á la calle de San Pedro vióse en el caso de 
detenerse, pues estaba obstruida por un regimiento 
de caballería. 

Ella miró con atención. Sabía distinguir los cuer- 
pos del ejército por sus números, aun por sus uni- 
formes; y conocía á sus jefes por haberlos visto 
muchas veces en revistas y paradas. 

— ¡ Hem ! — dijo en voz alta con cierta ironía y 
no poca desenvoltura. ¿De dónde vendrán estos?... 
¿lü segundo de paulistas del Coronel Pintos entre- 
verado con el que salió el domingo?... Hade ca- 
lentar la cosa en el campo . . . 

Y observaba con atrevida curiosidad, llevando 
sus miradas de la cabeza á la cola de la columna, 
que aún no había traspuesto la puerta de la mu- 
ralla. 

Las cabalgaduras parecían transidas, cubiertas de 
lodo, escuálidas, con las cabezas gachas y los vien- 
tres lastimados por la espuela. 

gínetes todavía somnolientos, muy pálidos, 
encogidos en las monturas, con las carabinas á la 
espalda, los abrigos á medio cuerpo, denunciaban 
con sus bostezos que la marcha había sido de toda 
la noche. Algunos nwi.xn solo la mitad de sus pren- 
das de vestido ó de «recado», como si los hubie- 
dejado caer en el camino ú olvidado en los 



GRITO DE QLORIA 163 



vivacs. Otros estaban sobre los lomos limpios de 
jamelgos que los tenían como sierras. Estos se 
apoyaban en una pierna, con el tronco colgante al 
lado opuesto, doloridos, malhumorados, exhaustos 
de fuerzas. No faltaban quienes murmurasen pasán- 
dose las manos por 1 is cabezas polvorientas. Los 
oficiales estaban silenciosos, inclinados sobre el pes- 
cuezo de los caballos; que á su vez, al tascar los 
frenos con las narices á una línea del lodo, pare- 
cían abrumados por el cansancio, el hambre, la sed 
y el sueño. Un clarín se había apeado, y dormi- 
taba recostado en la montura. El porta con el es- 
tandarte en su funda puesto en la cuja, estaba co- 
gido de él á dos manos con los ojos cerrados y 
un pie fuera del estribo. El coronel Pintos recorría 
al paso las filas, deteniéndose para cambiar palabras 
con los capitanes. 

— ¡No digo yo! Estos han llevado una azotaina 
— •murmuró Guadalupe alargando su labio pulposo 
y mostrando los dientes. 

Y recogiendo el vestido, pasó zarandeándose por 
entre dos mitades con un gesto desdeñoso. 

Los soldados rezongaron, dirigiéndole algunas pu- 
llas medio dormidos. Fué como un murmullo de 
insectos gruñones, zumbándole en los oídos. 

Aunque ninguna de las frases llegó á entender 
claro, la negra volvió de lado la cabeza con el 
hombro encogido, torció la boca y dijo sin pa- 
rarse : 

— ¿A mí monos? ¡Ya se quisieran ! . . . Lindo les 
fué en el baile ! 



164 E. ACEVEDO DÍAZ 



Y siguió, riéndose, con un contento que le reto- 
zaba por todo el cuerpo entre visajes y contor- 
siones. 

La pescadería estaba allí cerca ; de modo que en 
pocos momentos hizo su compra, pero no de pes- 
cadillas esta vez, pues no las había, sino de brotólas 
extraídas en la noche por las redes de jorro en la 
costa del Este. 

De todos modos ella había hecho otra pesca de 
importancia que se sentía ansiosa de comunicar á 
su ama; por lo cual se volvió casi corriendo por 
el mismo camino para no perder ni un minuto. 

El regimiento marchaba á lo largo de la calle de 
San Fernando al trote, y sus últimas mitades en- 
frentaban con la de San Carlos, que iba en línea 
recta á la ciudadela. 

Guadalupe llegó jadeante á la casa de Berón. 

Era la hora precisamente en que todos debían 
encontrarse ya de pie. Natalia se levantaba con el 
sol por hábito invariable. Concluido su atavío en 
el cual ponía pulcro esmero, recorría el jardín y la 
huerta, reuníase á la madre de Luis María, y se 
ocupaba con ella de dirigir las cosas domésticas al- 
ternándose en la labor, hasta que todo quedaba en 
orden. 

Después, como atraídas por el mismo pensamiento, 
á veces sin comunicárselo, hallábanse juntas de nuevo 
al pie de la escalera del mirador o en el mirador 
mismo, con el anteojo en la mano para observar 
el campo, que de allí se dominaba sin obstáculo 
alguno al frente. 



GRITO DE OLORIA 165 



Guadalupe las encontró en camino del observa- 
torio, cuando el señor Berón dirigiéndose también 
allí, notando la agitación de la esclava, acercóse 
preguntando : 

— ¿Qué ocurre, muchacha? ¿qué has visto en 
la calle ? ¡Anda lista! 

— ¡Qué ha de ser, señor! — dijo Guadalupe so- 
focada. Los paulistas han vuelto . . . acabo de verlos, 
han pasado por aquí todos corridos y cansados. 

— ¿Cuáles? ¿Los de Borba ó los de Pintos? 

— Los de Pintos, señor; los conozco bien. Vie- 
nen que da miedo ; mugrientos, sin ánimo, con los 
caballos que se caen de aplastados ... El coronel 
parecía un fantasma ; con la cara de difunto, todo 
metido en el capote hecho una espiga. 

— ¡ Aguarda muchacha, aguarda ! — repuso don 
Carlos con el aire grave de quien calcula, echán- 
dose el gorro á la nuca, y el índice en la frente. 
Pintos estaba en Canelones y Borba en San José ; 
pues que Pintos ha trasnochado al galope, según 
tus datos, Borba ha caído en poder de los invaso- 
res y éste ha buscado la salvación en la fuga . . . 
¡Golpe de mano atrevido!... No hay duda. Una 
marcha forzada á la buena de Dios hecha por esos 
guapos; una sorpresa de tente tieso y no te mue- 
vas, y zas... todo el regimiento en la trampa. ¡No 
puede ser de otro modo ! Luego se han venido ga- 
nando largas al sueño derecho á Guadalupe para 
caer sobre el segundo cuerpo, el que, por una fa- 
talidad del diablo, que siempre se atraviesa, sintió 



166 



E. ACEVEDO DÍAZ 



el avance, y matando caballos ha enderezado á la 
guarida, atrás del cascarón a donde no alcanza el 
plomo . . . ¡ Hum ! Esto marcha . . . 

Las mujeres oían sin desplegar los labios. En sus 
rostros sin embargo, trasparentábase una emoción 
de intensa alegría. 

— Los otros que salieron el domingo — se atre- 
vió á decir la negra, interrumpiendo al señor Be- 
rón, — venían también revueltos... 

— ¿Venían? ¿No te equivocas negrilla? — ex- 
clamó el viejo chispeándole los ojos, en un arre- 
bato de entusiasmo concentrado. 

— ¡ Digo que sí, señor ! . . . A algunos de esos los 
traen enancados, con las casacas rotas llenas de 
barro. 

Don Carlos levantó el. puño con un visaje que 
le formó diez arrugas en el semblante, restregóse 
las manos con indecible goce, y corrió á la esca- 
lera del mirador repitiendo con acento ronco ¡ 

— ¡Esto marcha mujer!... ¡sí, marcha por San- 
tiago ! 

Natalia cogió entre las suyas la mano de la se- 
ñora, y mirando á su negra, dijo toda estremecida: 

— ¡Qué noticias buenas traes, Lupa!... ¡Si su- 
pieras cuánto bien nos hacen ! . . . Mucho tarda don 
Carlos en decir si allá en el campo se divisa algo. 
¿No quiere usted que subamos, señora? 

— ¿Pafa qué hija? Ya nos dará él noticias. Tú 
sabes que cogiendo el anteojo no hay medio de 
quitárselo ; es como un capitán de buque que se 



GRITO DE GLORIA 167 



empeña en descubrir la costa aunque esté á cien 
millas. 

Y la señora se sonreía con el rostro encendido 
por la impresión, atrayendo á la joven en un dulce 
movimiento de simpatía. 

— ¡ Ah, no ! — murmuraba Guadalupe; tan pronto 
no han de llegar niña. ¡Ni que tuvieran alas! Y 
si llegan han de ser tantos que hemos de sentir el 
ruido de lejos. 

— ¡Yo no sé; pero creo que llegarán pronto! 

— ¡Si viera, niña, los paulistas : sucios que da 
miedo!... Los otros no han devenir más limpios; 
pero para esos tendremos ropa planchada y pon- 
chos nuevos. Los pobrecitos han de estar muy ne- 
cesitados con tanto andar á todos rumbos dur- 
miendo al raso y pasando miserias... 

— Cállate, Lupa : ¿ qué sabes tú ? 

— Yo no sé, niña, pero adivino. . . ¿ Y qué im- 
porta? Ellos á donde quiera que lleguen han de en- 
contrar almas buenas que les hagan el gusto. No son 
como estos individuos que apestan de lejos y andan 
como maletas en los reyunos. 

En esto oyóse la voz de don Carlos, que bajaba 
tramo á tramo, diciendo : 

— Aún el lente no dibuja nada que se parezca á 
hombre, allá en el Cerrillo. . . Por aquí cerca pu- 
lulan soldados de la plaza en partidas que andan 
venteando las afueras. ¡Maldito campo taciturno! 
Ni un pájaro vuela espantado. 

El español apareció en la puerta con su cabeza 



168 E. ACEVEDO 1>ÍAZ 



rígida y Lis manos debajo de la capa, castañeteando 
los dedos con impaciencia. 

— ¡ Nada ! — continuó violento. No hay más que 
quieren desesperarlo i uno en esta ineertidumbre 
en que se vive. Acaso esta negrilla ha confundido 
cangrejos con caracoles, porque yo no me explico 
cómo detrás de los ciervos no han aparecido los 
cazadores... Siquiera el cuerno ha debido oírse á 
lo lejos denunciando que se viene sobre la pista de 
la res cansada. 

Al sentir la voz del amo, Guadalupe con un pre- 
texto se había vuelto a la calle. 

— No seas impaciente, — dijo la esposa; al fin 
han de asomar. 

— ¿ No crees lo mismo ? — agregó abrazando á 
Natalia. 

— ¡Sí, sí! — contestó ésta con ingenua alegría. 
Llegarán y quedarán cerca de nosotros; siquiera sa- 
bremos que están ahí. 

Don Carlos movió la cabeza y se fué á su es- 
critorio. No podía conformarse con tanta creduli- 
dad. Lo lógico era que las tropas brasileñas hubie- 
sen llegado COI1 las lanzas de los « insurgentes » en 
los ríñones upara el electo moral)». 

Apenas él las dejó, las dos mujeres subieron al 
mirador. L'na en pos de la otra usaban del anteojo, 
graduándolo de distintas maneras en el alan de dis- 
tinguir alguna cosa sospechosa en los apartados ho- 
rizontes. 

La reglón del norte estaba desierta, con sus lo- 



GRITO DE GLORIA. 169 



madas y valles vestidos de esmeralda inundados de 
luz. Algunos animales se destacaban como puntos 
negros en los declives ó junto á los hilos de agua 
que doraba el sol con vivos reflejos. A trechos al- 
gunos ombúes despojados de follaje en las copas, 
pero anchos y ramosos en su medio, se elevaban á 
grande altura en parejas solitarias, como mudos cen- 
tinelas indígenas enclavados al frente de las viejas 
almenas. 

— ¡ Cierto !— dijo Natalia. Todo está solo. 

— Uno que se presentase ahí, bastaría á animarlo, 
hija ; pero no desespero en verlo llegar. Yo lo co- 
nozco bien ; es capaz de venir ! 

La joven bajó el anteojo, y miró á aquella ma- 
dre amante con tal aire de ardorosa confianza que 
ésta no pudo menos de tenderle los brazos y es- 
trecharla contra su seno. Después volvieron á mi- 
rarse las dos con los ojos húmedos, como si al- 
guna lágrima los hubiese bañado ; pero sonrientes, 
conmovidas por la misma emoción, abrigando quizá 
idéntica fe á pesar de la ignorancia en que vivían. 

— Bajemos — dijo la señora. El goce queda para 
la tarde. 

— ¡No! — murmuró Natalia con cierta entona- 
ción grave ; — para el sol de mañana. Verá usted ! . . . 

La madre de Luis se puso á reir, y ella la acom- 
pañó como una aturdida, mientras bajaban. 

Ponían el pie en el patio, cuando Guadalupe se 
acercó corriendo. 

Regresaba la negrilla mucho más agitada que la 
otra vez, temblando, llena de aspavientos. 



170 E. ACEVEDO DÍAZ 



Sus amas se quedaron sorprendidas. 

— ¡ Lupa ! — exclamó la joven ; ya me parece que 
de todo haces una montaña. ¿Que pasa? 

Guadalupe se cuadró como un soldado ; puso sus 
dos manos en el pecho, los ojos en blanco y alargó 
el labio inferior. 

— No se figura, niña — contestó muy autera ; no 
adivinaría su mercé lo que acabo de ver, ahí en la 
bocacalle de San Carlos con estos ojos que no son 
ni pizca de tuertos. . . ¡ Oh. si asombra, niña ! La 
gente de á caballo que iba para el hueco de la 
Cruz, no hace un ratito, se paró á dar paso á un 
carretón que cruzaba con enfermos. En eso yo lle- 
gaba á la esquina ; y estando á la curiosidad sin 
hacer mal á nadie, un soldado del escuadrón flaco 
y viejo me guiñó el ojo, y dijo como para que 
ninguno lo oyese: «retinta, decile al patrón que 
me han pialao en un entrevero». 

El quiso seguir hablando, pero la gente marchó 
v va no pudo... ¡Me quedé tiesa, niña!... 

— ¿ Quién e 

— ¿Xo adivinó su mercé? [El capataz! ¡Don 
CletO en persona con su pelo de carnero y su na- 
riz de mojinete, muy señor en una muía reyuna 
y con, lanza ! . .. 

— [Qué estás diciendo Lupa! ¿\)on Anacleto 
aquí ? 

— Tan verdad es como esta cruz, niña. 

V la negra cruzó el pulgar sobre el índice be- 
sándolo. 



GRITO DE GLORIA 171 



— Pues que lo juras, así será. Lo habrán tomado 
prisionero. Es preciso que de algún modo le ha- 
bles y averigües todo... Tendrá él mucho que 
decir . . . 

Cuando trajeron á mi padre de la estancia dos 
días después de la muerte de Dora, él se quedó 
allí con nosotros haciendo compañía á su hijo de 
usted, que entraba en convalescencia de sus heri- 
das. Souza no les hizo ningún daño. También que- 
daba Esteban que tanto quiere á su amo, y que 
era el que más lo asistía á toda hora con un cui- 
dado que daba gusto. . . 

— ¡Oh, el pobre negro! — murmuró la madre. 
¡ Es muy fiel ! . . . 

— ¡ Después, quién sabe lo que habrá sucedido ! 
Han pasado muchos días, y todas estas cosas que 
nos tienen en zozobra sin sombra de concluir 
pronto. 

— El me escribió al poco tiempo — dijo la se- 
ñora. ¿Xo te acuerdas que te enseñé la carta, que 
tanto consuelo nos trajo ? 

— ¡Oh, sí! —repuso Xata, encendiéndosele la 
mejilla al dulce recuerdo tal vez, de lo que el jo- 
ven había puesto en la carta para ella; — ¡cómo 
he de olvidar!... Pero yo me refería á lo de más 
adelante, al tiempo que ya llevamos sin noticias. 
Aíi padre me las pedía ayer en la carta que recibí 
y que mandó Souza... Ahora podría decirle algo, 
por lo que Guadalupe nos informa. ¡ Qué gusto 
tendría él en conversar con don Anacleto ! 



172 E. ACEVEDO DÍAZ 



— Yo trataré de verlo, niña... Si su mercó me' 
da permiso voy hasta el huecc de la Cruz, adonde 
ha de estar acampada la gente. 

— ¿Y si no consienten que te acerques, Lupa ? 

— Déjeme su mercé ¿\ mí sola que yo he de 
buscarle la vuelta : más si están de guardia los 
pernambucanos, que me dicen siempre trompuda 
porque no les hago caso... 

Xo pudieron sus amas reprimir una sonrisa ante 
la ocurrencia de la esclava ; quien sin esperar ór- 
denes, acostumbrada como estaba á insubordinarse 
cuando así convenía á la casa, emprendió veloz el 
camino de la calle. 

Dejáronla ir en silencio, sin voluntad para de- 
tenerla. 



XV 



Al habla con don Cleto 



El hueco de la Cruz, hacia el mediodía, era un 
sitio despejado á cuyos flancos culebreaban tortuo- 
sas callejuelas orilladas de edificios bajos, chatos, de 
teja y ventanillos de verjas salientes, especie de 
plaza alumbrada á candil por la noche, y de día 
centro escogido de los vehículos de carga ; por 
manera que desde la carreta al carromato y del 



/ 




GRITO DE GLORIA 173 



carretón al carretoncillo, y desdo el carricoche al 
último carrocín la industria de transportes vivía allí, 
y en el hueco hacían parada sus conductores al 
habla el «picador» con el carrocero sobre todos 
los asuntos del día, los militares en primera línea, 
como si fuesen temas de su exclusiva competencia 
y ellos constituyeran algo como una democracia 
del agora. Acudían también al hueco las negras con 
sus pasteles y los pescadores con sus palancas, 
cuando ya no quedaban sino rezagos de la factura ' 
ó de la pesca, para hacer su último despacho por 
medias «patacas» ó por «cuartillos». 

Ese día sin embargo, no se veían ni carretillas 
ni carromateros en aquel patio de los milagros ó 
plazoleta de murciélagos. Sólo uno que otro ve- 
hículo de comercio ambulante, con el pértigo en 
tierra y la culata levantada, eran objeto de asedio 
por parte de la gente de la milicia allí apostada, 
la que á prisa se proveía de artículos de que había 
carecido algún tiempo. 

Guadalupe llegó á este sitio en pocos mo- 
mentos. 

Un centinela la hizo retroceder á pesar de sus 
protestas, cuando muy seria y alcotana iba á en- 
trarse en el hueco. 

Con todo, no se afligió ella por esto. 

En la esquina cercana se hallaban varios oficiales 
de caballería de línea, á caballo todos menos uno, 
que la miró con cierta curiosidad mezclada de sor- 
presa. 



174 E. ACKVEDO DÍAZ 



Guadalupe lo conoció al instante. Era el teniente 
Souza con la casaquilla abrochada hasta el collarín 
y un capote echado sobre los hombros. 

Esperó á que los otros se apartaran, lo que de- 
moró bastante rato. 

Así que halló propicio el momento, y antes que 
el teniente se fuese al próximo cuerpo de guardia, 
frente á cuya entrada tenía del cabestro un soldado 
su montura, dirigióse á él rápida y atrevida. 

El centinela que era un pernambucano de cabeza 
aplanada, nariz de carpincho y labios como espon- 
jas, incomodóse al verla pasar sin mirarlo, v dando 
un golpe en la caja del fusil que llevaba al tercio, 
dijo brusco : 

— ¡Nao se pode pasar, revoltosa! 

— Calíate hocicudo — respondió la negra; y si- 
guió con mucho aire su camino. 

Como la viese llegar presurosa, el teniente Souza 
se detuvo. I. a conocía de tiempo atrás. Ella acom- 
pañaba á don Luciano Robledo y á Natalia cuando 
él conducía preso al primero, después de una re- 
friega habida en su campo entre una banda de « ma- 
treros » y un destacamento portugués. En cada posta 
ó parada, la negra le servía con solicitud á la par 
de sus amos. El cariño que parecía profesarle y el 
esmero extremoso cu atenderlos, redoblando en 
cada etapa su actividad y su celo, atrajéronle la 
simpatía de] oficial, que miró en ella un modelo 
de criada liel y sumis.i. 

Recordando opresiones del viaje oblij 



GRITO DE GLORIA 175 



de la familia Robledo, esperó que Guadalupe se 
aproximase; y así que la tuvo cerca, le preguntó 
en buen castellano: 

— j Qué buscas tan apurada ! 

— Soy Guadalupe, para servir i su mercó. 

— Ya sé. Dime qué deseas, y en qué puedo serte 
útil. 

— ¡Sí, señor! Vea su mercé: ahí en el hueco 
está acampada una gente que creo que es de Mi- 
nas, toda bozalona y . entruza, que ni sabe las ca- 
lles. Entre esa gente está el capataz de la estancia 
de mi amo que ha de traerme noticias de una her- 
mana mía que tengo en Santa Lucía arriba, por 
las puntas ; pero sucede que no me dejan conver- 
sar con él, ni siquiera acercarme unos pasos... 

El oficial, que se estaba sonriendo, la interrum- 
pió interrogando : 

— ; Ese capataz es aquel hombre viejo que yo 
conocí en Tres O iribúes ? 

— El mismo en cuerpo y alma, señor: un ve- 
gestorio de nariz de loro, con una barba de chivo 
y ojos que reverberan; pero tan manso que no es 
capaz de hacer mal á ninguno, como que lleva es- 
capulario y es devoto de la virgen purísima... Si 
su mercé se acerca lo ha de columbrar de aquí 
junto á alguna carreta por no perder la costumbre 
de echarse á la sombrita con los bueyes . . . 

— ¿Tanto interés tienes en hablarlo? dijo Souza ; 
sin dejar de reir. 

— Ya lo ve su mercé . . . aunque más no fuese 
aquí al lado de ese centinela, como un favor. 



176 E. ACEVEDO DÍAZ 



— ¿ Cómo se llama ? 

— Anacleto Lascarlo. 

Quedóse el teniente un instante pensativo. En 
seguida llamó con una seña á un sargento y dióle 
órdenes en voz baja. 

El sargento dirigióse á la plaza, y no tardó en 
regresar con un hombre avanzado en años, de mi- 
rada avizora, pobladas cejas y barbas, y una nariz 
ganchuda. 

Eo cuanto lo divisó Souza, sonrióse de nuevo, 
preguntando á Guadalupe : 

— I Ese es ? 

— En carne y hueso, señor. 

— Bueno — agregó el oficial dirigiéndose al viejo; 
puede usted hablar con esta mujer libremente pero 
sin apartarse de -aquí, porque las órdenes son rigu- 
rosas. 

Esto diciendo hizo un gesto al sargento y se 
alejó hacia el cuerpo de guardia sin esperar los 
agradecimientos de Guadalupe. 

Don Anacleto bastante sorprendido, aunque (irme 
sobre sus talones, observaba todo callado. 

Cuando la negrilla lo estimulo á hablar, costóle 
á él persuadirse, recordando sus anteriores diferen- 
cias caseras que ella no pretendía mofarse de .su 

precaria situación presente. 

Y un tanto caviloso le dijo : 

— ¿Cómo te va yendo Lupa?... Mucho hace 
que no te vía después de tantos enriedos que se 
vienen anudando lo momo que tira de torzal. Siem- 



GRITO DE GLORIA 177 



pre guapa y pintona como breva ! . . . ¿Y la niña ? 
Reventando estoy por verla á juerza de suspirarla 
en la ausencia y en las penas grandes que he pasao 
desde que me balearon el overo . . . 

— ¡ Cállese ! — lo interrumpió Guadalupe ponién- 
dose un dedo sobre los labios con aire de suma 
gravedad. Necesitado ha de estar de ropa, por esos 
andrajos que trae colgando como lana de barriga. 

— ¡ Lastimoso vengo, Lupita ! — dijo el viejo. 
Pero la culpa tiene esta vida melitar que lo vuelve 
á uno cola, en que todos los abrojos se agarran . . . 
Te asiguro que cai por un evento en la embestida, 
y me enancaron cuasi sin conoscencia. Cuando 
acordé me vide entre trescientos babuinos que me 
hacían guiñadas, todos montados en reyunos. 

— ¡ A ver si cierra esa boca don Cleto ! No pa- 
rece sino que es un tigre escapado de la jaula. 

— Tigre nací, negra amorosa, y tigre he de mo- 
rir porque en la sangre está el pecao y en la edad 
la penitencia. . . 

Pero este no es mi pago, y mejor es no chi- 
flar. 

— Por fin dijo una cosa de fundamento. . . ¡ Vea ! 
ropas ha de tener luego, y plata también si pre- 
cisa, que los amos se lo han de mandar todo sin 
mezquinarle. Ahora es el caso de que me dé noti- 
cias del señor Luis María, porque es mucha la aflic- 
ción que hay en la casa y no se sabe de él nada 
hace tiempo. ¿Dónde lo dejó don Anacleto? ¿quedó 
bueno ?. . . 

12 



178 E. ACEVKÜO DÍAZ 



El viejo giró la cabeza con lentitud á todas par- 
tes ; miró al sargento que estaba parado á algunas 
varas de distancia, dándoles la espalda, y al centi- 
nela que se paseaba muy amoscado con los ojos 
siempre vueltos á ellos; y enseguida contestó con 
aire serio : 

— Mi teniente está sano y fuerte como un « ya- 
tay ». Lo dejé en el paso del Rey con toda la tropa 
del general Lavalleja que se viene zumbando aquí 
derechito, como si juese una bala de cañón.. 

— ¿ Está seguro que el señor Luis María que- 
daba bien, don Cleto ? — volvió á preguntar la ne- 
gra impaciente. 

— Tan güeno, que á causa de una orden que 
me dio de seguir á un bombero, antes que la gente 
se moviese del campo, me mataron el overo des- 
pués de un encuentro bravo con una partida de 
mamelucos. El mancarrón me aprieto, y ansina 
mesmo les puse cara fea peléaodolos de uno á uno. . . 

— Pero ¿y el señor Berón, don Cleto? 

— Mi teniente guapo, ya digo. Esteban no lo 
deja. A poco de venir el patrón preso, mejoró del 
todo. Después se apareció eu el campo el capitán 
Yelarde con un grupito de patriotas; tomó á la 
guardia de golpe v zumbido, matando á unos y na- 
ciendo «majada» con los otros. Entonces marcha- 
mos á [untarnos con Lavalleja, y dentramos en el 
escuadrón de Oribe... Mira, Lupa; no pueden tar- 
dar en venir. Decile á tu .una que están al caer, 

i líente no m 



GRITO DE GLORIA. 179 



— Voy ya, ya. . . Y en la estancia ¿ quién quedó 
cuidando ? 

— Calderón y los otros viejos. Querían irse al 
olor de la pólvora con las masetas hirviendo, pero 
yo no consentí. Había que atender el campo, y mi 
« terneraje » flor que tengo metido en un potrero 
del monte. ¡ Si me falta uno, á la güelta de la 
guerra los achuro! 

— ¡Eso es! ¡por sus terneros!... ¿ Y los inva- 
sores son muchos, don Cleto ? 

— Como una nube ¡ Hay más de mil prisione- 
ros. . . pero nos están mirando mucho, Lupita ! 

— Mejor es que lo deje — dijo la negra, ente- 
rada ya de lo bastante. Si le dan licencia alguna 
vez, vaya por casa. 

— Lo he de hacer, aunque más fácil juese que 
rumbiase ajuera. ¿Y el patrón?... 

— ¡ Recién pregunta ! Preso desde que llegó. . . 

— No dejes de verme, Lupa. Hasta luego. . . 
Acordate de la ropa y de unas cuantas «patacas». 

Sin hablar más palabra la esclava se dio vuelta y 
se marchó veloz, desapareciendo tras de la próxima 
esquina. 

Iba satisfecha ; pues había averiguado cuanto le 
interesaba saber, venciendo la ojeriza que tenía al 
capataz. La idea de que su joven ama se sentiría 
feliz al verla la llenaba de un goce indecible ; pero 
no dejaba de contribuir á esa fruición el detalle de 
que Esteban venía siempre al lado de su amo. Esto 
la complacía en extremo, sin que ella se diese cuenta 



180 E. ACEVEDO DÍAZ 



del motivo : acaso pensaba macho más de lo que 
quisiera en la sombra negra que iba en pos del 
señor Luis María. 

Y como si temiese que alguien le descubriese el 
pensamiento un tanto egoísta que la preocupaba, 
encogíase de hombros andando y decía á media 
voz: 

— ¡ Algún gusto le ha de llegar á una también ! 

Creía de buena fe que todos los deseos queda 1 
rían llenados con la presentación de aquella hueste 
«como nube», en las cercanías de Montevideo. 

¿Qué importaba el enorme cinturón de murallas 
unido por aquel grueso broche que se llamaba ciu- 
dadela? ¿Qué los cañones que asomaban sus bocas 
sobre la escarpa y el foso á modo de fieras ham- 
brientas ? ¿Ni qué los batallones y regimientos bien 
armados y vestidos que se movían dentro del re- 
cinto como una gran serpiente que desenrosca sus 
anillos y luce sus escamas en los muros de su jaula 
buscando salida para desperezarse ? 

lo eso DO tenía Importancia. Llegando aqué- 
llos, se pondría pronto al habla. Hila era capaz de 
salir á verlos y de volver á entrar con muchas 
novedades, sin que las guardias se lo privasen. Ahora 
se sentía con un valor que nunca hubiera sospe- 
chado. Que la sangre de su raza era briosa, lo 
probaban Esteban y tantos oíros compañeros que 

venían en las filas sin ». ¡ Verdad que eran 

nativos y se habían criado entre señores ! 

Entre estas y otras reflexiones semejantes (¡na- 



GRITO DE GLORIA 181 



•dalupe llegó á la casa, entrándose casi corriendo 
hasta el jardín. 

La estaban aguardando con ansiedad visible. Por 
lo que á modo de borbollón, empezó a hablar 
trasmitiendo todos los informes recibidos entre de- 
mostraciones de júbilo. 

Sus amas llegaron hasta cogerla de las manos 
en su alegría, haciéndose repetir uno por uno los 
detalles que oían con un placer cada vez cre- 
ciente. 

¡Oh, entonces él venía también, sano y bueno!... 
Siquiera ya no había duda sobre lo ocurrido, aun- 
que empezaran nuevas zozobras para el mañana. 

Pero ellas sabrían más pronto lo que pasase allí 
cerca; inventarían algún medio de comunicación, 
aunque se echaran los cerrojos á los portones al 
toque de queda, y se formase un cordón inmenso 
de centinelas de este lado del foso. 

No era un muro de granito el que había de evi- 
tar que las frases de cariño llegasen a la zona en 
que ellos debían detenerse. Esos .como gritos del 
sentimiento y de la pasión volarían por encima de 
los baluartes y baterías, sin que fuesen escuchados 
por otros oídos que por aquellos á quienes serían 
dulces y gratos. 

Don Carlos Berón vino á compartir con las se- 
ñoras el regocijo. Enterado de todo no ocultó su 
impresión de alegría, ordenando en el acto que en 
su nombre y en el de Robledo se llevasen ropas á 
don Anacleto, con una buena cantidad de « pata- 
cas» para sus vicios. 



182 E. ACEVEDO DÍAZ 



¡ Ya era mucho lo que el capataz les había co- 
municado después de tantos días de incertidumbres 
y pesares ! 

Xata estaba sonriente, fresca como una rosa, agi- 
tándose sin cesar. Brillábale en los ojos una frui- 
ción íntima que la estremecía toda, como si la 
tomase de sorpresa aquella emoción que hacía mu- 
cho tiempo no experimentaba de una manera tan 
intensa. La madre del ausente la seguía en todas 
sus manifestaciones con mirada cariñosa. 

Estas dos mujeres habían llegado á quererse. Una 
y otra se sentían vinculadas por el lazo de un 
hondo afecto; el que cada una á su modo profe- 
saba al joven voluntario. Día'á día, á veces horas 
enteras, lo habían recordado con afán haciendo vo- 
tos por su ventura. En esas confidencias llegaron á 
creer que serían oídas y se lisonjeaban de que sus 
esperanzas y vaticinios se cumplirían contra todas 
las eventualidades de la suerte. 

Sin embargo, cuántas congojas las asaltaron y 
aún las asaltarían ! ¡ Era tan voluble la fortuna, tan 
caprichoso el éxito en las luchas crueles ! La muerte 
acechaba á cada paso, á cada minuto, á los que se 
batían. 

¿Caerían otra vez en la taciturnidad preñada de 
tristezas? ¡Quién sabe cuántas nuevas impresiones 
-•servaba el porvenir, allí, en medio de ene- 
., donde se cuidaba no decirse nada de favo- 
rable á los «insui , aunque un grande m;i 

testar reinante, una ráfaga fría de odios y vengan 

zas llegase hasta el fondo de los bogare. ! 



GRITO DE GLORIA 183 



XVI 



Desde el mirador 



Al día siguiente temprano, Natalia fuese al mi- 
rador. 

Era éste un cuarto muy pequeño con techo de 
teja y dos ventanillos, uno que miraba al norte y 
el otro al este. No tenían rejas; por manera que 
el anteojo tenía que ser apoyado en el alféizar 
cuando se quería mirar al campo para mayor co- 
modidad, poniéndose el observador de rodillas so- 
bre una banqueta acolchada colocada allí con ese 
objeto. 

Natalia se hincó limpiando con esmero el lente 
hasta dejarlo sin una mancha, para lo cual había 
separado el disco del tubo. No contenta con esto, 
lo empañó varias veces con el aliento, para repa- 
sarlo y complacerse luego en la limpidez y trans- 
parencia del cristal. 

Arreglado convenientemente el catalejo, que ella 
miraba con cariño como á un compañero que le 
señalaba el secreto de las soledades, lo apoyó en 
el alféizar, y dando un suspiro cerró uno de sus 
bellos ojos acercando el otro al vidrio. 

Todo fué una nube color de agua al principio ; 



184 E. ACEVEDO DÍAZ 



una visión del vacío, con sus estrías misteriosas y 
su claridad difusa. 

¡Aquel plano inclinado era muy defectuoso, ó 
era que ella por hábito miraba demasiado arriba, 
al azul celeste ! 

Movió con suavidad el instrumento, procurán- 
dole una posición más adecuada entre susurros 
incomprensibles cual si estuviese regañando á un 
ser querido. 

Enderezólo bien hacia el Cerrito. 

Después, volvió á acercar la pupila húmeda y 
brillante. 

Tuvo algunos instantes la vista fija ; era una mi- 
rada ansiosa, profunda. 

De pronto el párpado vibró; las manos cogidas 
al catalejo se estremecieron, toda ella experimentó 
una conmoción. 

Bajó el tubo temblando, volvió á contemplarlo 
con cariño, y pasóse la mano por los ojos como 
si algo los nublase. 

Cuando de ellos la retiró, una sombra estaba de- 
lante ; sombra inmóvil, silenciosa. 

Natalia se levante) de súbito, y abrió los brazos 
sin abandonar el catalejo. 

— ¡Oh! — exclamó con u\\ acento inexpresable. 
ahí . .. madre ! 

La señora de Berón, pues era ella la que aca- 
baba de presentarse en el observatorio obligado, 
ávida de nuevas, cogió el catalejo besando i la jo- 
ven sin decir palabra. 



GE1T0 DE GLORIA 185 



Luego puso una rodilla en el almohadón acos- 
tando el tubo en su apoyo del marco, y observó 
á su vez. 

La visual recorrió primero parte de la bahía de 
aguas semi-azules y serenas sembrada en su centro 
de queches inmóviles, de goletas sm gavias rasas y 
linas, de polacras con las latinas velas recogidas, 
de veloces falúas de carroza á popa y de lanchas 
de atoaje gobernadas con espadilla y remos pare- 
Íes, que remolcaban lentamente hacia fuera dos 
barcas cargadas de frutos. 

Rozó de paso la isleta pedregosa que en la pri- 
mera guerra tomó Quesada por asalto con un des- 
tacamento de dragones que llevaban los sables entre 
los dientes, y que ahora en vez de la bandera ibé- 
rica y portuguesa, enseñaba la brasileña en lo alto 
de un asta enorme. 

Detúvose en la ribera circular, como un esquife 
que embica empujado por el viento, allí donde se 
derraman tributarios humildes el Pantanoso y el 
Miguelete; y alzándose ansioso, púsose al nivel del 
pequeño morro que esos dos hilos de agua flan- 
quean y casi circundan nutriendo la gorda tierra 
de sus declives. 

Entonces alcanzó a ver lo que había conmovido 
;i Natalia. 

Un reducido escuadrón tendido en línea sobre la 
cumbre destacábase correcto, quieto, muy visible 
en medio de la atmósfera sin celajes. 

Aparecían los ginetes de un tamaño diminuto; 



186 E. ACEVEDO DÍAZ 



las lanzas como atinjas verticales ; la bandera de co- 
lores vivos enarbolada en la cima como un guión 
de compañía. Tres de estos ginetes recorrían la fila 
sencilla. En manos de uno brillaba de vez en cuando 
un objeto herido por el sol, acaso un clarín, cuyos 
ecos ahogaba la distancia. 

En el fondo del diorama luminoso no se veía 
más que el cortinado azul del cielo, y una que 
otra nubécula como capullo blanco sobre la linea 
del horizonte. Ni un convoy asomaba en las coli- 
nas, ni una pieza de artillería se erguía en sus afus- 
tes á modo de luciente escarabajo, ni una carreta 
forrada en piel de toro subía las cuestas con su pe- 
sadez de piedra. ¡ Ah ! ¡Pero ellos estaban allí! 

La distancia era grande; no se podía determinar 
personas. Apenas se percibían mayores que el puño. 

I Qué importaba esto ? Lo esencial era que ya 
habían clavado en la cumbre su bandera. 

La madre apartó la vista del lente para mirar á 
Natalia. Expresaban sus ojos la alegría y la ternura. 

— Ya no cabe duda — dijo dulcemente. ¡ Están allí ! 
En ese momento un paso conocido se hizo oir 

en la escalera, y no tardó en aparecer don Carlos 
cejijunto, con la mirada desconfiada, un tanto ner- 
vioso, caído el gorro de piel de mono sobre la 
oreja derecha. 

— ¡Mire usted, señor ! « - murmure) Natalia es- 
tremecida; ¡ mire usted ! . . . 

V le señaló el Cerrito con un aire tal de pasión j 

acento tan candoroso, que el viejo se metió el gorro 



GRITO DE GLORIA 187 



hasta las cejas sin atinar en lo que hacia, y luego 
la cogió de las dos manos como tomado de im- 
proviso clavando en ella sus pupilas oscuras, fijas, 
inquisidoras. 

— Sí, — dijo, como adivinando — sí . . . Deben es- 
tar, hija. Es forzoso que estén . . . Habrán llegado 
en el alba de hoy sin duda alguna, porque así les 
convenía. ¿ Qué te parece mujer ? Dame el anteojo. 
¡ Hem ! . . . Siempre sostuve en que tenían que llegar 
esos bizarros descendientes de españoles. 

Y mientras se apoderaba del catalejo y lo arre- 
glaba á su gusto, pálido, trémulo, proseguía apa- 
rentando dominio sobre sí mismo : 

— ¡Descendientes en línea recta! luso de a tupa- 
maros», no fué más que una pequenez rencorosa. 
Sí, señor. En línea recta. La sangre es la misma 
en los más, bravia, castellana. Si desconocemos aquí 
la semilla, ¿á qué queda reducido el honor de Es- 
paña ? . . . ¡ Tontería ! Estos valientes son dignos del 
romancero ¡ ya lo creo que son ! Sin lisonja ba- 
nal de que soy enemigo. 

Veamos... Sí! Sobre el airoso montículo ob- 
servo bien claro el grupo y los movimientos, la 
bandera, los jefes que andan de uno á otro lado, 
un clarín que va detrás, banderolas en las lanzas, 
carabinas al tercio; buenas figurillas de soldados á 
fe mía ! El escuadrón maniobra con la dureza de 
una regla y el aplomo del cuadro veterano. . . 

Y esto diciendo, el señor Berón sacudiendo la 
cabeza, apartó el ojo del lente, para acercarlo sin 
mayor dilación, agregando : 



188 E. ACEVEDO DÍAZ 



— Levantan la bandera que de aquí no es más 
grande que una cofia, y la elevan muy arriba. . . 
¡ Bien hecho ! ¡ Es una bandera tan digna como la 
más pretenciosa, por Santiago ! La llevan hombres 
que saben combatir, que a nadie tienen miedo 
desde que vienen á la boca del peligro como quien 
va á caza de « mulitas «... ¡ Cosa singular seño- 
ras mías, que la causa que ella simboliza haya sido 
siempre agobiada por el número y que nunca haya 
sido sin embargo vencida !. . . Eso me entusiama de 
veras. Xo me vengan con que son pocos, que nada 
valen, que nada pueden, que nadie los respeta, que 
todos los estrujan ; porque puede y vale el que se 
impone al fin de la jornada, y á eso van pese á la 
fuerza y á los poderosos estos pobrecitos perdidos 
en un rincón del mundo. 

Verdad que ese rincón vale más que un Potosí. 
Así se explica que se vengan á las manos de esta 
manera descomunal, nunca vista, sin lijarse en el 
CUantum ni en la especie, á pecho descubierto y 
visera levantada, ni más ni menos que el héroe de 
Cervantes frente á los molinos de viento. ¡Por Cristo, 
digo y juro! Esto DO es racional ni hacedero, ó yo 
soy un calvatrueno sin sentido común. . . 

Don Caflos asi hablando, levantó crispado un 
puño. 

Y sin separar la vista del instrumento, impuso 
con el índice un silencio que nadie pensaba inte- 
rrumpir, añadiendo : 
' — ¡A no ser que ésta no pase de una gran 



ÜRITO DE GLORIA 189 



guardia ! Tal vez el grueso esté detrás de las lo- 
mas un tanto agazapado, como gente que lo en- 
tiende. . . No hay que fiarse cuando la maña acom- 
paña al valor; pues ningún matrimonio de esta clase 
fué nunca desgraciado. 

— ¡ Cuántas cosas estás diciendo ! — interrumpióle 
la señora en tono dulce y reposado. Mira bien, por 
si más feliz que nosotras descubres á Luis María. 

— ¡ Hum !. . . Eso mismo procuro desde el princi- 
pio ¡ Pero mujer, si son como soldaditos de plomo ! 
Ya no me da el ojo. Bien distinto era unos diez 
y nueve años atrás cuando yo revistaba también en 
filas. ¡Donde ponía ese ojo ponía la bala!... Qui- 
siera distinguir á algún gallardo oficial de morrión 
azul con plumas blancas de cisne, de uniforme bien 
ceñido, montado en un bridón fogoso de pelo ala- 
zán, para comunicarte algo de agradable. A pesar 
de mi empeño no diviso más de lo que digo ; mu- 
ñequitos que se agitan allá en la comarca verde. 

Ahora veo que se dividen en tres grupos y que 
marchan por distintas direcciones; uno rumbo al 
cerro, otro hacia el Buceo; el último queda firme. 
No... ya se mueve también en escalones muy bien 
alineados y viene hacia acá como para formar una 
parada de día de fiesta. 

¡Diablos! ¿ Qué dirá esta gente? Debe estar muy 
azorada ; tras de la corrida de los « mamelucos » 
un avance en son de ataque. 

Ya van desapareciendo entre los pliegues del te- 
rreno. . . El primer grupo no se ve. El segundo se 



190 E. ACEVEDO DÍAZ 



alcanza á divisar por encima de las lomadas á me- 
dio cuerpo, trotando largo. El del centro sigue ade- 
lantando ; se detiene ahora un momento. . . se des- 
via ; la emprende al galope por el camino travieso 
á bandera desplegada, rumbo al Cardal, allí donde 
tan duro nos refregamos con los ingleses el año 
siete. . . Seguramente esta avanzada viene á ocupar el 
medio de la linea, en cruz con la que parte de la 
ciudadela por la carretera que va al interior. 

Don Carlos calló de pronto sin dejar de mirar. 

Su esposa estaba de pie a un paso con los bra- 
zos cruzados sobre el pecho, atenta á sus palabras 
y gestos. También Natalia muy quieta, caídos los 
brazos y entrelazadas las manos ; pero tan cerca de 
él que el viejo podía sentir el calor de su boca y 
los latidos de su pecho. 

El señor Berón seguía cogido al instrumento, en- 
carnizado, dando á su cuerpo todo género de in- 
flexiones y al tubo un movimiento de altibajo v de 
diestra á siniestra, cual si persiguiese el volido le- 
jano de una bandada de aves extrañas, ó si bus- 
case en los huecos de las quebradas la cabeza de 
una columna formidable como en su deseo la que- 
ría para poner á prueba las tropas del recinto. 
visión Ó este miraje no se produjo. 

Sin embargo, al abandonar el anteojo su rostro 
•aba satisfacción. 

En seguida bajó la escalerilla con más apuro que 

Se iba munnurainl 




GEITO DE GLORIA 



191 



— ¡ Sitio largo !. . . Tan largo que me parece será 
como el de Hondean en tiempo de Elio. Pero esto 
marcha. . . ¡ Sí señor, marcha ! 

En su gran tienda había bastante concurrencia. 
Los dependientes desplegaban extrema actividad para 
atender á una demanda excesiva. Desdoblaban, ten- 
dían y volvían á subir objetos en silencio. 

Se hacía compra de lienzos fuertes, ponchos y 
jergas. 

En la ferretería se pedían utensilios de cocina; 
en la sección de suelas caronas, «lomillos», ren- 
dajes y estriberas. 

Cruzábanse las voces rápidas ; recogíanse los efec- 
tos, deslizábase el dinero de una á otra mano en 
cobre ó en plata. Veíanse confundidos junto al 
mostrador soldados de infantería y «mamelucos» 
como se llamaba á los paulistas, los cuales pare- 
cían empeñados en vivos diálogos sobre algún 
suceso de interés palpitante. De vez en cuando 
miraban hoscos á los encargados del despacho, di- 
ciéndose entre ellos frases cortadas de intención 
aviesa. Los despachantes, todos españoles, son- 
reían. 

— ¡ Gruñen ! — murmuró don Carlos de entrada 
no más, y observando de reojo á los brasileños. 

Restregóse las manos y se entró á su escritorio, 
oculto tras un cancel. 

— Pueden gruñir á su gusto, como los pécaris 
cuando se aglomeran. ¡ Ya les dirán de misas ! . . . 

Y puso el oído muy atento. 



192 E. ACEVEDO DÍAZ 



Al parecer hablaban de la llegada de los inva- 
sores y de medidas enérgicas que se habían dic- 
tado con este motivo. Ei murmullo de palabras y 
de toses con otros incidentes de detalle, no per- 
mitía recoger ni seguir con claridad lo que se 
decía. 

Xo obstante él pudo entender que se habían he- 
cho prisiones en personas notables, y que de la 
plaza habían salido muchas por distintas brechas 
de la muralla para incorporarse á los «insur- 
gentes ». 

Uno de sus amigos íntimos, penetrando de priesa 
en el escritorio, confirmóle estas noticias muy 
agitado. 

El señor Berón lo escuchó con calma, y luego 
díjole : 

— ¿Todo eso prueba que la cosa camina, eh?... 
| Está listo el pandero para una jota de ordago! 
¿ Y las tropas se aprestan á salir ? 

— Xada se afirma al respecto. Lo que hay de 
verdad es que un gran sobresalto reina en los que 
mandan. Lecor se muestra muy inquieto y ha pe- 
dido refuerzos i la corte desde hace dos días. 
Todo está en confusión. Los cuerpo; de línea ha- 
cen preparativos de defensa, ó de marcha en sus 
cuarteles. 

— Aquí misino se encuentran varios soldados en 
Compras de arreo, necesarios. ] L- visto que un 
cabo acompaña á los pernambucanos, y un sargento 
á los «mamelucos»: sin duda desconfían... 



GRITO DE GLORIA 193 



— La gente está descontenta. Dicen que se han 
aplicado castigos hoy á algunos del primer cuerpo 
por haber dejado pasar i un grupo por la muralla 
del sur ; cuyo grupo se alejó á pie por la costa 
en dirección al Buceo y se perdió de vista sin ser 
perseguido. Se agrega también que en ese punto 
y en el de Carreta se han desembarcado hombres 
y armas ; por cuyo motivo ha habido una diferen- 
cia entre el gobernador y el jefe de la escuadra. 

— ¡ Ya es mucho, ya ! — dijo don Carlos todo 
oídos y el gesto grave. ¡ No es asunto de reir á 
fe mía ! Si de Buenos-aires llegan contingentes y 
del recinto se van, pronto los «insurgentes» serán 
beligerantes.. . ¡ Desmentidme si podéis, señor mío! 

— Por el contrario, estoy en ello. Con todo 
conviene mucho no ser liberal en opiniones de este 
jaez, amigo viejo; porque á la hora presente los 
sabuesos andan en movimiento, y nada de extra- 
ñar sería que fuésemos á una prisión flotante. 

— ¡ Echaríamos el aparejo d los bagres ! — exclamó 
don Carlos alegremente. Buen estreno en la nueva 
vida de sacrificios por esta tierra que ya nos tiene 
cogidos como d los troncos por la raíz . . . Pero 
no ha de suceder esto tan sencillamente: somos 
hombres mansos d condición de que no nos ma- 
noseen, pues en llegándose a la injuria de hecho 
todavía hay nervio, por Santiago ! 

Y don Carlos sulfurándose de súbito, levantó el 
puño. 

Su interlocutor como él viejo y oriundo del 

13 



194 E. ACEVEDO DÍAZ 



antiguo reino de León, con muchos años de resi- 
dencia en el país, era un hombre de mediana esta- 
tura, de faz atezada mordida por la viruela, voz 
ronca y locuacidad extrema. 

Vivía de allí á dos cuadras en la calle de San 
Francisco, en donde tenía su negocio; un depósito 
de vinos, tabaco de la Habana y de Bahía y café, 
del que se hacía muy regular consumo en la ciu- 
dad, especialmente por los jefes y oficiales de la 
guarnición. 

Don Pascual Camaño — que este era su nombre 
— ante la expansión de don Carlos tomó un as- 
pecto serio y repuso : 

— Si . . . Pero vamos a cuentas. ¿ A qué vienen 
los revolucionarios? A redimir el país; está bien. 
Pero ¿quién los apoya, quién se esconde detrás? 
Este es el punto importante. Usted ve, los tiempos 
se ponen malos y hay que mirar por los intereses, 
precisar muy claro en cosas tan arduas y turbias. 
Si creemos que esta es camisa y no jubón que nos 
ha de llegar mas cerca del cuerpo, por lo que nos 
atañe y nos conviene, usted por su hijo, yo por 
mi sobrino y otros por sus entenados, ante todo 
descubrir la filiación del m >vimieiuo para tomar 
nuestras medidas con seguridad y conciencia . . . 
Ahora, la demanda aumenta y la oferta afloja; se 
vende hasta por ocio, la mercancía sale á buen pre- 
cio, y antes que se rompa el pelo aprovechar 
de hombres de tálenlo. Por eso ¿qué conducta 
mejor que la de navegar de bolina? I.i tormenta 



GRITO DE GLORIA 195 



arrecia y mal piloto el que larga toda la vela en- 
cima del escollo. Para mí tengo que se va á repe- 
tir la fórmula de anexión que se juró al Brasil 
por los cabildos y pueblos, en favor de las provin- 
cias unidas . . . Será poner la camiseta al revés. 

— ¡ El cuento del gallego ! — prorrumpió don 
Carlos. Y aunque así fuese ¿ querría eso decir que 
los nativos no anhelan ser en absoluto independien- 
tes ? ¡ No, señor de Camaño : va usted en error 
lastimoso! Consulte usted uno por uno á los de 
esta banda, retínalos á todos si puede en mitad del 
campo, allí donde ninguna influencia extraña llegue 
y donde nadie hable del rigor de la necesidad que 
los obligue a aceptar el concurso ajeno, aunque 
fuera el de los colombianos que están en la ter- 
cera esquina del mundo; reúnalos usted, por mi 
madre, y pregúnteles si ellos pelean y se hacen 
matar por la causa de otros ó por su propio bien- 
estar. Dirían á usted á grito herido que exponen 
el pellejo por su felicidad particular, por su terruño 
encantado, por sus familias v sus bienes que valen 
tanto como los del emperador del Brasil. ¡ Qué 
otra cosa le habían de contestar, hombre de Dios ! .. . 
Ahora, que usted me diga que sintiéndose débiles 
entre dos piedras de molino, notando que van á 
ser machucados se resuelvan á la incorporación d 
las otras provincias, de acuerdo, sí señor ; de com- 
pleto acuerdo. ¿ No intentaron lo mismo cuando 
Artigas, como medio de salvarse ? ¿ Xo hicieron 
igual cosa con don Juan VI, para salir de la boca 
del lobo? ¿No reincidieron en idéntica pellejería 



196 E. ACEVEDO DÍAZ 



con don Pedro I, por la fatalidad de los hechos? 
¡ Mil demonios ! . . . ¡Lo que todo esto significa es 
que tienen instinto de conservación propia en me- 
dio de sus mismas aventuras temerarias ! 

Y don Carlos se tiró para abajo las orejas de su 
montera en un arrebato nervioso, poniéndose á pa- 
sear de uno á otro extremo del escritorio. 

— ¡ No entro en eso ! — dijo con cierta solemni- 
dad don Pascual, no me gustan las honduras, ni 
pesco mas que en aguas conocidas. ¡ Y yo sé lo que 
me pesco ! . . . Mire usted, antes de hacerse buen 
vino la uva se mostea ó se remosta. ¡ Sabe bien 
entonces el añejo ! Opino que hay que conocer 
bien la materia antes de enredarse en estas cuestio- 
nes, como es preciso á veces el remosto antes de 
llegar al lagar. De atrás del mostrador se observa 
muy claro porque la inteligencia se aguza. 

— ¡Sí, se aguza el ingenio, canarios ! ya lo creo 
que se aguza y se llena la talega... ¡Qué señor 
de Camaño ! No os ese el caso y voy derecho á 
la cuestión. Diga don Pascual ; se encontraría us- 
ted dispuesto a' abrir su gabeta para ayudar á bien 
morir á los de la banda insurgente ? 

El señor ('.amaño abrió enormes los ojos diciendo: 
— ¿ Por qué me lo pregunta usted ? 

— Por un tantico de compasión que me escuece 
en sentido de auxilio á los ni. iS0S. Nunca vi 
sin irritarme que la injusticia abrume al débil, y 
usted que ha sido como vo soldado y que conmigo 
cayó en la banqueta de la muralla al Sur aquella 




GRITO DE GLORIA 197 



noche maldita en que entraron los ingleses, ha de 
pensar lo mismo ; que la sangre castellana nunca 
fué de pato ni de cerdo ¡ sino Santiago me con- 
funda, canejo ! 

Don Pascual que lo miraba azorado, se apresuró 
á balbucear ya con disposición de retirarse: 

— Hay que meditarlo despacio... no sería im- 
posible, amigo mío. Por el momento el espíritu no 
está muy sereno ... Y ahora se me cruza á mien- 
tes que tengo que recibir una carga de tabaco de 
Bahía en que viene la hoja flor, la de aquellos ci- 
garros que á usted le gustan y que tanta salida 
han hallado entre estos hombres fumadores que ro- 
dean al gobernador. La carguita la trae el bergan- 
tín-goleta « El Corcovado », de los más veleros que 
cruzan el Atlántico, y ha de estar ya en franquía . .. 
Ha de disculparme usted hasta pronto, mi querido 
amigo. 

Ya sabe usted un ojo en la política y cuatro en 
el negocio sin incluir las gafas. 

— Así es — repuso don Carlos ya más calmado. 
Hasta pronto. Lo invito á comer en casa el do- 
mingo, si no tiene compromiso. 

— ¡Procuraré venir, gracias! 

Y estrechando la mano de Berón, don Pascual 
salió á prisa. 

El viejo tosió, lanzando un juramento. Arreglóse 
el gorro volviendo á su lugar las orejeras, aunque 
hacía frío, y encaminóse á paso lento al comedor. 

Era hora de almorzar. A pesar de eso las seño- 



198 E. ACEVEDO DÍAZ 



ras no estaban allí; lo que hizo suponer á don 
Carlos que todavía permanecían en el observatorio 
improvisado. 

No se engañaba. Aladre y joven seguían tenaces 
usando alternativamente del catalejo ; y fué preciso 
que él fuese en busca de ellas para sustraerlas al 
encanto de una esperanza que no consiguieron ver 
realizada hasta esa hora. 

La tarde., la noche, pasaron entre sordas inquie- 
tudes. 

Oíanse en realidad toques de trompa y de tam- 
bores, marchas pesadas, rodar de trenes, toda una 
agitación anormal en las estrechas vías del recinto 
amurallado. Las voces, los galopes sobre las mis- 
mas aceras de piedras enriscadas, el estridor de es 
puelas, arreos, vainas y cascos completaban aquel 
tumulto inusitado de tropas en son de combate. 

La madre de Luis María y Natalia se asomaron 
por una ventana. 

Varios batallones estaban alineados á los costa- 
dos de la plaza con sus armas en descanso y ban- 
deras al centro, luciendo al sol sus uniformes y 
morriones. 

En medio de la calle de San Carlos algunas 
piezas de un bronce bruñido enseñaban sus fauces 
verdi- negras semi -atragantadas de escobillón. 

Un montón de armones, avantrenes y cureñas obs- 
truía con sus madzOS rodados la boca-calle de San 
Pedro, con sus artilleros á los flancos montados en 
nuil.; 




GRITO DE GLORIA 199 



Cuatro escuadrones de caballería con las carabi- 
nas cruzadas á la espalda formaban columna á lo 
largo de la de San Carlos, y á retaguardia de la 
artillería. 

Flotaban al aire los estandartes auri- verdes, re- 
sonando toda una fanfarria de trompetas. 

Movíanse de uno á otro extremo al galope es- 
pada en mano, alféreces de rostro enjuto y tez de 
cacao con una charretera de bronce sin canelones 
sobre el hombro, y espolines de gallo en el tacón 
de las botas. 

En las filas reinaba esa descompostura que pre- 
cede al momento de la marcha. Algunos soldados 
ponían colas de cigarros detrás de la oreja : otros 
chupaban «masacote» ó algún «ticholo» revenido. 
Los semblantes expresaban cierta indiferencia ó con- 
formidad pasiva propia del oficio, demostrando al- 
guna atención solamente cuando las voces de mando 
recorrían la línea a modo de recios y bruscos chas- 
quidos. 

Entre los ayudantes que pasaban impartiendo ór- 
denes, uno llegó á detenerse un instante frente á 
las ventanas de la casa de Berón, y saludó con la 
espada. Era el teniente Souza. 

A poco la charanga del batallón allí alineada 
rompió en una marcha alegre ; el cuerpo formó en 
columna y se movió. 

El resto de las tropas siguió el movimiento arma 
el brazo y paso de camino. 

Don Carlos, que se había estado en la puerta de 



2C0 E. ACEVEDO DÍAZ 



su casa muy atento, entróse con rapidez en ex- 
tremo nervioso. 

— Éstos salen con animo de combatir — dijo á 
su mujer. ¡Ya veremos!... Vamos á almorzar. 

La señora tenía un aire resignado. 

— Ven — dijo á Natalia. ¡No te aflijas! ¿Crees 
que éstos podrán más, aunque sean muchos? 

— ¡No creo madre ! — contestó la joven sonriendo 
y estrechándola con su brazo de la cintura. Dios 
ha de estar con ellos. . . ¡ Si yo estoy tranquila ! 

Y la miraba de frente, encendida y palpitante. 

Sin embargo, tenía los ojos llenos de lágrimas. 

El señor Berón estaba cejijunto, callado. De vez 
en cuando lanzaba frases ininteligibles, ó reñía á al- 
guna negrilla del servicio por cualquier pretexto. 

Sentáronse. El almuerzo fué silencioso, observán- 
dose á los rostros unos á otros, preocupados, in- 
quietos. Los ecos de las charangas que se alejaban 
y que ya sin duda habían salido de murallas, lle- 
gaban hasta ellos con un sonido hiriente, irónico, 
desalentador. Parecían de esas músicas monótonas 
é insultantes que se oyen en la liebre ó en las ho- 
ras de duelo. 

— ¡Qué soplar el trombón y mover el «chin- 
chin ! » — exclamó la señora. Parece que quisie- 
ran animarse. 

— ¿Ha visto usted, madre? — repuso Nata en 
un arranque de enojo que dejó sus labios trémulos. 
¡Qué grada it taotOS contra un puñaditO, qué va- 
lor tan caballeresco!... De ese modo podríamos ir 
las mujeres todas, vestidas de corazas. 



GRITO DE GLORIA 



201 



— ¡ Así es bija ! — barbotó don Carlos dando sa- 
lida á un ronquido que se le había atravesado en 
la garganta, sordo, bronquial, colérico. Estos «ma- 
melucos » no acostumbran acometer un tronco sino 
con veinte hachas; y asimismo cuando va á caer, 
se ponen á distancia. . . por cautela. 

En seguida de esta explosión, encerróse en abso- 
luta reserva. 

El ruido de los charangas alejándose cada vez 
más, concluyó por extinguirse. Apenas apercibíase 
casi apagado el redoble del tambor. 

Una calma profunda reinaba en la ciudad ; y este 
sosiego aparente llegaba hasta allí, embargando más 
el espíritu. 

Natalia se inclinó de improviso murmurando 
suave al oído : 

— ¡ El catalejo ! 

— Sí — dijo la señora. ¡ Vamos al mirador ! 



XVII 



La primera refriega 



Una parte de las tropas había salido de la ciu- 
dadela ; la otra pasó por el portón de San Pedro, 
uniéndose en la carretera del centro. 

Después de un alto breve, la columna siguió 
marcha hacia fuera camino recto. 



2C2 E. ACEYEDO DÍAZ 

Destacáronse dos escuadrones, uno con dirección 
al arroyo Seco; el otro, á vanguardia, en descu- 
bierta. 

Nada de sospechoso se veía en los contornos 
hasta tiro de cañón ; el campo estaba desierto, los 
« potreros » sin los animales de pastoreo, los esca- 
sos edificios por allí dispersos cerrados, tristes como 
sepulcros. 

Densos vapores se acumulaban en la atmósfera 
interceptando por completo la luz solar, y empe- 
zaba á correr de la costa un viento frío con ru- 
mor de olaje. 

La columna hizo una nueva estación á una milla 
de los muros; á los pocos minutos continuó el 
avance, en un trecho de ocho ó diez cuadras, y 
se mandó armas á discreción. 

El escuadrón paulista que hacía de gran guardia, 
llevando en despliegue una guerrilla, encontróse de 
súbito con tres hombres que, tendidos sobre el 
cuello de sus caballos detrás de un cardizal, á dis- 
tancia de cien varas, se incorporaron en sus mon- 
turas y echándose las carabinas al rostro rompie- 
ron el fuego. 

Un soldado se desplomó al sucio con el cráneo 
roto. El alférez de la avanzada recibió una contu- 
sión en la mejilla que le hizo saltar hasta grupas 
y bambolearse como un ebrio en la silla. 

El ataque era brusco y atrevido. 

I. a guerrilla contestó el fuego con una gran 



GRITO DE GLORIA 203 



Los tres hombres se habían apartado entre si, y 
sin retroceder un paso hacían funcionar sus ba- 
quetas. 

Solo un caballo cayó herido en la frente. 

Los paulistas reforzaron su guerrilla, adelantando 
impetuosos. Los enemigos parecían pocos. 

Detrás del cardizal se alzaba una loma; al flanco 
izquierdo un «cañadón», cubierto de saúcos en 
sus bordes orillaba el declive ; á la derecha el te- 
rreno plano y herboso no presentaba obstáculo al- 
guno. 

Varios proyectiles silbando del lado del « caña- 
dón», detuvieron á los paulistas en su avance. 

Otros tres hombres, guardando distancia, habían 
aparecido de improviso. 

Simultáneamente, cinco nuevos tiradores en des- 
pliegue surgieron por la derecha, saludando con 
otros tantos disparos á la guerrilla. 

El jefe del escuadrón viendo caer dos de sus 
soldados á retaguardia de la avanzada, picó espue- 
las y amagó una carga. 

Entonces coronó en ala la loma una fuerza de 
veinte ginetes, los que á una voz de su jefe suje- 
taron en la falda, quedando inmóviles, en línea 
sencilla. 

Los paulistas se pararon un tanto sorprendidos. 

Las balas se cruzaban más frecuentes, y uno que 
otro grito extraño, ronco, bravio solía mezclarse á 
sus silbos siniestros. 

Por pausas calculadas la guerrilla « insurgente » 



204 E. ACEVEDO DÍAZ 



se había ido engrosando hasta presentar quince ti- 
radores en despliegue, con la protección de veinte 
que acababan de colocarse en la falda de la loma. 

¿ Podían ser éstos, todos ? No era probable. 

El jefe paulista con ojo experto, notó que 
aquella tropa no traía bandera, ni siquiera un cla- 
rín de órdenes. Debía ser una simple avanzada de 
caballería volante. 

Pero estaba obligado á descubrir, v para ello 
tenía fuerza de sobra. Antes de pasar un parte in- 
formal al jefe superior de la columna, que perma- 
necía quieta en las Tres Cruces, redobló las gue- 
rrillas, con el oído atento á detonaciones lejanas 
que venían de la zona del norte. 

Sin duda había refriega por allá. Las descargas 
se sucedían sin interrupción : una especie de fuego 
graneado cuyos ruidos se asemejaban á crepitacio- 
nes de cañas devoradas por las llamas. 

Al refuerzo de las guerrillas, con orden de ga- 
nar terreno hasta dominar la loma, siguióse el 
avance de la protección al paso. 

Los « insurgentes » se mantuvieron en sus pues- 
tos en el primer momento ; luego volvieron grupas 
retirándose con lentitud ; y fué entonces cuando 
atravesándose por retaguardia un joven ginete de 
cabellera rubia que llevaba en la diestra el acero 
con marcial altivez, la tropa brasileña hizo una 
nueva descarga que Cubrió el espacio intermedio 

de humaza blanca y tacos ardiendo. 

Caballo y ginete rodaron por el declive; y ai 



GRITO DE GLORIA. 



que el primero quedóse inmóvil con los remos en 
alto tras de algunas convulsiones, vióse que el jo- 
ven oficial estaba cogido por una pierna, tendido 
de costado, como muerto. 

La avanzada paulista llegó al sitio, y aún más 
allá, acompañando con voces ruidosas sus disparos, 
en tanto se apoderaban otros del caído y lo con- 
ducían á la reserva. 

Iba á coronarse la loma ; pero antes era preciso 
cargar las carabinas. Esta función reclamaba varios 
tiempos, y la guerrilla se detuvo. 

Los «insurgentes» que ya habían mordido el 
cartucho y atacado el cañón, volvieron cara de 
nuevo reapareciendo en la loma paso ante paso, en 
busca del blanco á sus carabinas. 

Esta ve/ la descarga fué casi á quema ropa. 

Los proyectiles gruñeron llegando hasta la reserva ; 
la guerrilla paulista se dobló al volver riendas para 
fijar posiciones, hízose un ovillo entre choques y 
emprendió el galope en pelotón. 

La reserva « insurgente » apareció al trote largo 
despuntando la «cañada» fangosa, con las lanzas 
apoyadas en los estribos á falta de cujas. 

La protección de, la falda formada en dos esca- 
lones, bajó al llano á media rienda, al grito de 
¡ carguen ! 

Al ruido del tropel y de los gritos iracundos, la 
guerrilla doblada precipitó su fuga echándose sobre 
su reserva ; la que á su vez dio grupas, yéndose á 
estrellar contra el restó del escuadrón que procu- 
raba ordenarse en batalla. 



206 E. ACEVEDO DÍAZ 



Pero el escuadrón todo fué envuelto, y arrastrado 
en desorden sobre el grueso de la columna. 

A un lado de la carretera, detrás de una cerca 
de arbustos espinosos y de agaves confundidos, se 
erguía una «troja» ó armazón vestido con los ta- 
llos de hojas lanceoladas ya secos del maíz, y desti- 
nado á guardar las espigas de la cosecha. Parecía 
un gran bonete amarillo con guías y cascabeles, cuyo 
ruido remedaban las hojuelas membranosas al ser 
batidas por el viento. 

Uno de los « insurgentes » que antes de la carga 
se había separado del grupo, adelantándose solo por 
el flanco al amparo de las cercas y á favor de 1.1 
confusión, echó pie i tierra frente á la atroja»; y 
sin abandonar su caballo que tenía del cabestro, 
entróse en el rústico depósito llevando en la dies- 
tra un clarín. 

Trepóse de rodillas hundiéndose en el maíz allí 
acumulado, y apartó la hojarasca del fondo de la 
«troja» de modo que pudiese observar sin ser 
visto. 

raque espeso el boscaje de la cerca que se ex- 
tendía paralela, algunos claros aquí y acullá permi- 
tían dominar grandes trechos de la carretera, hen- 
dida á un lado por las encajaduras de las carretas. 

Hacia !: la, apenas i dos cuadras SQ 

el carnii «mando su cabeza en un recodo, 

lumna bi 

El escuadrón que \cn\.\ en desorden, notando 
que otro rendía de la columna á protejerlo, 



GRITO DE GLORIA 207 



recuperó su formación volviendo cara con nuevos 
bríos. 

Tenía el choque que ser fatal á los nativos, cuyo 
empeño sin duda alguna era el rescatar á su com- 
pañero, el cual venía entre la soldadesca estrujado y 
oprimido. 

La voz enérgica del jefe se oyó dos ó tres ve- 
ces en medio del tumulto, incitando siempre á la 
carga. 

El que estaba oculto en la « troja » asomó bien 
la cabeza, — una cabeza pálida con una cabellera y 
una barba de Nazareno, — y miró ansioso á la de- 
recha del camino. 

Había reconocido la voz de su jefe. Su tropa 
cargaba á lanza y sable. A pesar de las volutas de 
tierra removida bajo los cascos, percibió en los aires 
las banderolas tricolores sacudidas por el viento en- 
tre moharras y medias lunas. 

Aquel hombre sacó entonces el clarín por el 
hueco, llevóse á los labios la embocadura y tocó á 
degüello. 

Las notas partieron agudas, vibrantes, atropellán- 
dose como escalones en la carga á toda brida. 

Los dos escuadrones sintieron el toque á reta- 
guardia, y temiendo ser cortados, retrocedieron re- 
vueltos sobre la columna. 

Pero el toque terrible los perseguía á lo largo 
de la carretera, lanzado de atrás de los árboles y 
de las breñas é introduciendo la pavura; y cuando 
ya los « insurgentes » estaban á punto de caer so- 



208 E. ACEVEDO DÍAZ 



bre ellos, el eco de aquel clarín fatídico oyóse más 
cerca, casi ronco, y en pos de su última nota un 
ginete ó un hipogrifo salvó por un portillo la zanja 
que circuía la «chacra» dando su caballo un brinco 
gigantesco. 

Un grito unánime acogió al recién venido ; quien 
puesto á la encabezada el clarín y sable en mano 
acometió la retaguardia enemiga, en cuyas filas se 
entró con la violencia del toro que se arroja á rom- 
per el cerco. 

El prisionero, que iba montado en el caballo del 
paulista caído al pie de la loma, fué separado por 
la oleada contra la cerca. 

En seguida se vio entre los suyos, que empren- 
dían la retirada desplegando una guerrilla. 

Junto al rescatado iba un ginete macizo de bo- 
tas de piel de tigre, quien le dijo alegre : 

— ¡Te cayó la china, hermano !. . . Todos vini- 
mos á la uña por salvarte ; pero lo debes al capi- 
tán Mael. 

— Ya sé, teniente Cuaró, — respondió el joven 
lleno de emoción : á todos les debo mi gratitud. . . 
Al capitán Velarde un abrazo. 

— Aquí está CU espada, que yo alcé de entre las 
matas. 

Luis María tomó trémulo su accvú, con un gesto 
de agradecimiento que conmovió al teniente. 

— ¡ Ahí lo tenes al guapo ! — exclamó éste es- 
trechando la mano que el joven le tendía. 

Ismael llegaba al trote, todavía lívido y sudoroso, 



GRITO DE GLORIA 209 



como si hubiese salido de la faena del «rodeo». 
Traía su caballo algunas pintas rojizas en la piel, 
allí donde habían pasado veloces las puntas de los 
sables en el entrevero. 

Las balas seguían silbando. Rehechos los escua- 
drones, disparaban de lejos. 

La columna temiendo acaso un movimiento en- 
volvente, contramarchaba hacia el recinto al son de 
las charangas y paso de camino. 

Viendo llegar al capitán Velarde, el ex prisio- 
nero le tendió los brazos, y estrechados los dos 
siguieron el paso de sus cabalgaduras por un mo- 
mento. 

La tropa aclamó á su jefe, á Velarde y á Be- 
rón, por cuyo rescate se había puesto á prueba el de- 
nuedo de todos. 

— ¡ Por siempre hemos de ser amigos ! — dijo 
Luis María á Ismael. 

— Aparcero hasta la muerte — respondió el ca- 
pitán. 

Berón le oprimió con fuerza la mano, añadiendo 
con entusiasmo : 

— Bien me dijo usted allá en el paso del Rey, que 
ese clarín era un gran compañero ; y de esta proeza 
nunca me he de olvidar. Cuando usted lo hizo so- 
nar yo mismo llegué á creer que un regimiento 
venía flanqueando al enemigo ; los paulistas se sor- 
prendieron, ya no hubo voz de mando que se oyese. 
Un sargento fué el primero en dar la espalda ; los 
soldados siguieron su ejemplo sobrecogidos por el 

14 



210 E. ACEVRDO DÍAZ 



pánico ; y al correr me envolvieron en el torbe- 
llino. Yo estaba aturdido todavía y maltrecho con 
la caída allá en la falda ; de modo que ni atiné á 
escapar en medio del desorden. Gracias á usted. . . 

Por el rostro de Ismael pasó un estremecimiento. 

Luego se sonrió encogiéndose de hombros y dijo : 

— Hoy churrasqueamos juntos para festejar esto 
l no le parece ? 

— ¡ Sí, con el mayor placer ! Será el churrasco que 
con más gusto haya probado en la campaña junto 
al valiente compañero. 

En ese momento llegaban á la loma, pasáfedo 
cerca del sitio del primer choque. Allí estaba su 
caballo muerto, con un grande agujero cerca de la 
oreja. Los paulistas no habían tenido tiempo de 
despojarlo de su «apero». Al frente en el llano, 
un hombre boca arriba ; á pocas varas otro acos- 
tado en el « albardón » con la cabeza entre las ma- 
nos como si durmiese, liste, á más de una bala en 
la clavícula había recibido una lanzada en el vien- 
tre dada por un brazo terrible. 

Una de las balas que todavía venían de lejos, 
rebotó en su cuerpo enn un chasquido seco. 

ü(') que marchaba al paso un poco apartado 
de Luis María é [sraael, Lanzo como flecha una es- 
cupida hacia atrás murmurando: 

El que tiró ésa ha de ser tuerto. 
Delante de ellos repl al trote una pequeña 

na. 

Lia la de : [UC tlO Llegó á entrar en la 




GRITO DE GLORIA 



211 






carga, al mando del comandante Calderón jefe de 
la línea. 

Los patriotas que regresaban alegres á su campo 
sintieron á su vista un enfriamiento ; el efecto que 
produce la aparición de un ave negra después del 
combate. 

Cuaró alzó la cara mirando con mucha fijeza al 
rumbo como mastín que olfatea, y refunfuñó : 
— ¡ Carancho sarnoso ! 

Formó la tropa sobre la loma á excepción de 
la que había quedado de avanzada en guerrilla, y 
de una pequeña protección. 
Las descargas habían cesado. 
Los escuadrones paulistas después de un alto 
cerca de un antiguo saladero, habían seguido el mo- 
vimiento de la columna dejando partidas de obser- 
vación casi á tiro de fortaleza. 

Debía darse por terminada la faena del día, que 
ya declinaba sensiblemente. 

El cielo se había cubierto de nubes por com- 
pleto ; el sudeste aumentaba en violencia y tendíase 
una llovizna fría sobre los campos á manera de 
ceniciento tul. 

No existía bosque alguno por aquellas inmedia- 
ciones, salvo uno que otro grupo de arbustos ya 
en deshoje, y dispersos « ombúes » de cabeza 
calva. 

Se acampó en una «tapera» — restos de vieja 
población incendiada en tiempos de Artigas por los 
portugueses, según informes de los vecinos, — y á 



212 E. ACEVEDO DÍAZ 



la que habían dado sombra dos de aquellos gigan- 
tes de la flora indígena que junto a ella se eleva- 
ban, plantados acaso por su primitivo dueño en los 
comienzos del siglo. 

A falta de otra recogióse « leña de vaca » para 
los fogones, aparte de algunos arbustos secos. El 
« cañadón » corría por el bajo sobre un fondo de 
cantera, y de un agua tan pura como la del mejor 
manantial. 

Sacióse allí la sed, y llenáronse las calderas de 
asa que debían recostarse al fuego para el «mate» 
de yerba misionera. 

Con los juncos de un pequeño « estero » de allí 
poco distante, construyéronse sin demora los arma- 
zones de los «ranchos» de abrigo; asilos del largo 
de un hombre cubiertos por el poncho, en cuyo 
interior sobre una capa de ramitas verdes de 
saúco, tendiéronse las prendas del « recado » que 
servirían de lecho. 

Recién en estas faenas la tropa, Luis María que 
acababa de recibir las felicitaciones de su jefe, 
apercibióse ya en el fogón de Ismael que Esteban 
no se encontraba en el campo. 

Como hiciese notar en voz alta esta falta, un 
soldado se apresuró á decir : 

— Ha de estar en la avanzada. 

— No-— repuso otro con acento de seguridad, 
i mí cayó prisionero en el camino. 

— ¿ Lo vio usted ? 

— ¡Lo videl Mentaba un lobuno medio potro 



GRITO DE GLORIA 213 



que rodó en el entrevero, en las encajaduras de 
carretas. Pudo montar otra vez . . . Pero los « ma- 
melucos » hicieron rueda y al juir se lo llevaron 
en el borbollón como guasca lechera, cuando el 
teniente era apartao por el capitán. Dejó el som- 
brero y aquí está ! . . . 

El soldado efectivamente, enseñaba á más del 
suyo otro que llevaba colgado sobre el dorso, co- 
gido al cuello por el «barbijo». Era un cham- 
bergo negro. 

— Es el mismo — observó Luis María. ¡ Pobre 
Estaban ! 

— Por saber lo que aqu; pasa, lo han de llevar 
vivo. 

— A más el negro es de linda pinta — añadió 
un tercero. 

Esta noticia contrarió bastante á Berón en los 
primeros momentos ; pero la sociedad del fogón lo 
distrajo. 

Ismael estuvo más comunicativo que otras veces 
con él ; hizo una excursión al pasado en su estilo 
conciso ; y después de esa expansión, como agriado 
por las mismas memorias, se recogió grave y hu- 
raño sumiéndose en un silencio profundo. 

Así que Luis María se retiró, asaltóle de nuevo 
el recuerdo de Esteban. Esta vez sin embargo no 
fué para aumentar su aflicción. 

Llegó á creer que aquella pasajera desgracia, 
porque tai la consideraba, podía serle de utilidad 
siempre que el negro se desempeñase con el inge- 



214 E. ACEVEDO DÍAZ 



nio de que había dado pruebas en muchas situacio- 
nes delicadas ¿ Quién mejor que él podía servirle. 
de intermediario con su familia? Acaso lo volvie- 
sen i su antigua condición de esclavo, bajo otros 
amos. Pero lo más probable era que lo obligasen 
al servicio militar como á tantos libertos, dado que 
había revistado en filas y poseía aptitudes nece- 
sarias. 

En estas y en otras cosas iba pensando, camino 
de su «rancho», que le había sido hecho por un 
soldado de Ismael, próximo á la loma, cuando una 
sombra se interpuso y oyó una voz conocida que 
lo interpelaba, — la voz de su jefe. 

La noche había caído oscura, y proseguía más 
densa la llovizna acompañada del viento recio. 

Luis María contestó : 

— ¡ El mismo, comandante ! 

— Pues si no lo rinde el sueño, — repuso Oribe, 
— véngase un rato i mi vivac. Hablaremos tran- 
quilos: no hay novedad en el campo... Los «ma- 
melucos » se han ido lejos . . . 

— Seguiré sus pasos, mi jefe. 

— La claridad del fogón es buena guía. | Vamos 
derecho por la falda! 

Luis María marchó detrás. 

Por un instante sólo se sintió el ruido de sus 
espadas en las vainas y el trinar de las espuelas. 
Depiles todo í]\k\\ó en silencio. 



GRITO DE GLORIA 215 



XVIII 



Solo y libre . . . 



Ya en el vivac, que estaba cerca del cañadón y 
de una isleta de sauquillos, Luis María notó mu- 
chas sombras que se movían por las inmediaciones 
y que ora se acercaban al fogón ó se alejaban, como 
vigilando. Cuaró andaba por allí á pasos lentos, 
taciturno. Los «tapes» de Ismael en grupo atiza- 
ban el fuego, volvían un asador con medio cordero 
ensartado, y cebaban «mate)). Jefe y ayudante pu- 
siéronse al abrigo bajo un « ranchejo » bastante es- 
pacioso para los dos. 

Oribe, que conocía bien á la familia del joven 
patriota, y tenía de éste una idea elevada, solía cs- 
playarse con él sobre lo que interesaba á la causa 
sintiéndose complacido ante los arranques de su en- 
tusiasmo y de su fe. Creía que aquel mozo era de 
un molde nada común por su carácter, la solidez 
de su criterio y la abnegación extrema que reve- 
laba en las horas del peligro, y de este concepto 
partía para estimarle de veras y reposar tranquilo 
en su lealtad. 

Explícase así la razón de aquella carga valerosa 
que en la tarde se llevó á los paulistas cuando és- 
tos hicieron i Berón prisionero. 



216 E. ACEVEDO DÍAZ 



Ahora el comandante sentía una gran satisfac- 
ción, y recordando el episodio decíale : 

— Acaso hubiese usted deseado llegar al recinto 
aunque fuese en esa condición después de tanto 
tiempo que no ve á sus padres ; pero nosotros no 
queríamos perder á tan excelente compañero. 

— ¡ Gracias, mi comandante ! — contestó Luis Ma- 
ría. Aquel anhelo por ardiente que sea nunca igua- 
laría al que tengo de contribuir con todo lo que 
soy al triunfo de nuestra causa. 

— ¡Ya lo sé!... Hemos de conseguirlo con la 
ayuda de los que así sienten, y del tiempo... Ya 
la obra va tomando forma. Seguimos recibiendo 
elementos de guerra ; nuestra venida no podía ser 
de más provecho. 

Sin embargo, una parte del plan ha fracasado. 

— ¿De qué se trataba, señor ? 

— De atraernos cierto contingente de tropa, en 
el que revistan algunos orientales. La imprudencia 
de un sargento descubrió la trama, sospechada an- 
tes sin duda por Lecor, á juzgar por lo ocurrido 
hoy. La salida de esa columna, su alto en el sala- 
dero, sus vacilaciones y su retirada en presencia de 
nuestro pequeño grupo indican la desconfianza de 
sus propias fuer 

A pesar del incidente desgraciado de que hablo, 
■n nuestro interés el seguir fomentando la des- 
moralización en los cuerpos que defienden el re- 
cinto ; siquiera sea para que el espíritu de nuestros 
■ levante, cuanto se relaje la disciplina del 



GRITO DE GLORIA 217 



enemigo y podamos conservar la superioridad ad- 
quirida. 

— ¿Y es posible hacer eso de un modo prác- 
tico? 

— Todo consiste en disponer de dinero... Ya 
lo han dado en Buenos Aires ; también algunos en 
Montevideo, y no sé hasta qué extremo nos sería 
lícito llegar en exigencias de esta naturaleza. Pre- 
ciso es, no obstante . . . sin el dinero no se mue- 
ven moles. 

— Así es, — repuso Berón lentamente, como ab- 
sorbido por algún cálculo mercantil. Dinero... Es 
la fuerza motriz, el secreto de vencer las resisten- 
cias sórdidas ! 

— No ignora usted, — prosiguió el jefe — - que 
estamos rodeados de peligros... En este mismo 
campo hay de qué sospechar. 

— ¡ Sí, comprendo ! 

— De ahí que redoblemos la vigilancia. Nuestra 
causa es como un buque entregado á vientos ad- 
versos. 

Si el Brasil fuese vencido, habríamos alcanzado 
el puerto . . . para embicar en seguida en la anexión. 
-Verdad. 

— ¿Y qué otro remedio?... La misma fuerza 
de las cosas así lo determina. Ya se está en las 
preliminares de la formación de una junta de go- 
bierno y de la reunión de una asamblea que de- 
clare la independencia de la provincia y su incor- 
poración á las del antiguo vireinato ... La autonomía 



218 K. ACEVEDO DÍAZ 



completa sin reatos ni compromisos, el país solo y 
libre, tal como lo soñamos los que mantenemos la 
lucha, es una ilusión hermosa que se desvanece á 
poco de medir el alcance de nuestro esfuerzo. 

— Cierto, también. Pero quién sabe, comandante, 
si al fin de esta que parece muy larga jornada re- 
sulta que ninguno de los poderes rivales se quede 
con el cardo . . . 

— Cardo es, y muy espinoso en efecto — replicó 
riéndose Oribe. En este caso quedaríamos úni- 
cos dueños del terrón. ¿ Quién podría negarnos 
ese derecho después de regarlo una vez más con 
nuestra sangre? Pero no podemos saber lo que ha 
de ocurrir en definitiva . . . Tenemos por delante un 
campo que ha de sembrarse primero de combates, 
acaso de catástrofes; nadie puede adivinarlo! Por 
el momento nos preocupan las cosas pequeñas... 
esas que acompañan siempre á las grandes y las 
traban, sin que lo evite el mis previsor. 

— Piedras en el camino ... La mano militar puede 
disminuir sus efectos, comandante. 

— Se ha de hacer sentir c.\¿a vez que sea opor- 
tuno. La fuerza tiene su razón respetable cuando 
está al servicio del derecho, Estas cosas pequeñas 
á que me refiero tendrán su término. . . 

— ¡ Lo creo, señor ! 

Y luego, como luchando con una preocupación 
dura y tenaz de SU espíritu, Luis Mana siguió di- 
ciendo en voz suave, pero llena de unción : 

— El país solo y libre... ¿Quimera?... No hay 



GRITO DE GLORIA 219 



duda que por ahora es un problema el de la in- 
dependencia absoluta. Somos pocos y pobres; esos 
pocos, desangrados. . . ¡Pero cuantos sacrificios! Bien 
valían ellos una autonomía completa. 

El país pequeño, población reducida, rivales po- 
derosos que se lo disputan ; todo eso es cierto. Sin 
embargo, mañana. . . Vea usted, mi comandante. ¿No 
hay aquí grandes riquezas inexplotadas, aparte del 
pastoreo y de otras industrias que darían envidia á 
los más fuertes el día que salieran á la superficie ? 

¿No hay pasión por la tierra, lujo de valor y 
de heroísmo ; no hay conciencia de lo que se an- 
hela de un modo constante?... Yo he soñado al- 
guna vez que esas riquezas eran descubiertas, que 
el país se henchía de vida y que venían de otros 
lejanos á sus puertos numerosas gentes, que se es- 
parcían luego á la orilla de sus ríos sin semejantes, 
sembrándola de ciudades orgullosas. Y veía en sus 
campos feraces llenos de luz y de verdor eterno, 
treinta millones de toros; en sus canales escuadras 
enteras con todas las banderas del mundo; un mar 
de espigas y de viñas en sus vegas ; emporio de 
comercio en sus playas admirables; solidaridad na- 
cional, leyes justas, historia gloriosa, culto por los 
mártires y los héroes. . . Era mi sueño, no se ría 
usted ; un sueño acaso de niño, la ilusión enarde- 
cida al calor de la sangre, exagerada por la fiebre 
de los grandes y queridos amores. ¡Yo bien sé que 
es sueño ! Me halaga, por eso vive en mi memoria. . . 
Cuando usted me habló de cosas pequeñas; de esas 



220 E. ACEYEDO DÍAZ 



ambiciones personales que se agitan, de esas felo- 
nías que se traman entre algunos que aceptan la 
lucha como un medio de primar, no pudiendo con- 
jurarla ó deprimirla por completo, he vuelto :i la 
realidad y pensado en un porvenir de aventuras... 

— ¡ Sí, todo lo que usted ha dicho es hermoso ; 
pero nada más ! El encanto se desvanece con sólo 
pensar en lo incierto de nuestro destino. Y si del 
presente seguimos hablando, si concretamos hechos 
convendrá usted en que estamos muy lejos de ese 
ensueño patriótico. Parte de nuestros elementos res- 
ponde á medias. . . 

— Me consta, comandante. El brigadier Rivera 
ha tomado á pecho el papel que le obligan á des- 
empeñar, seguirá en el movimiento mientras abri- 
gue la esperanza del predominio por la gerarquía, 
y se saldrá de él cuando así se lo aconseje su in- 
terés. Está eso en su índole y en sus hábitos : será 
héroe si así lo quiere, ó «matrero» taimado si se 
encona. Calderón conspira aquí en este mismo 
campo. . . Sus dragones preparan cazoletas. . . 

— No han de dar chispas las piedras — repuso 
Oribe con acento tranquilo. Tenemos que esperar 
un poco, horas tal ve/. Pero. . . ¡ Estas son las co- 
sas pequeñas! Para fortalecer la acción se va á 
constituir un gobierno. 

— Como se proyectó en tiempo de Artigas. 

— Se va á elegir un.i asamblea que designará 
i Jos al d 

— Ea fórmula de Artigas, que fué repudiada. 



GRITO DE GLORIA 221 



— ¿Qué quiere usted significar con eso? 

— Que los medios son únicos y se repiten y que 
ahora se piensa como entonces por la ley de la ne- 
cesidad. ¿ Darán al presente mejores resultados ? Nos- 
otros los aceptaremos en nombre de la causa. Otros, 
quizá no. . . 

— Es posible. Habrá entonces que imponerse para 
la suprema salvación ! 

En tanto así hablaban, la noche hacía camino. A 
altas horas la llovizna empezó á ceder y á acla- 
rarse un poco el cielo. Lucían algunas estrellas. 

Luis María se despidió de su jefe, diciéndole al 
irse : 

— Voy á escribir á mi padre, apenas venga el 
día. 

Aquél le oprimió en silencio la mano. 

Berón se fué á su vivac. 

Una vez á cubierto, descalzóse las espuelas y se 
acostó vestido echándose encima el «poncho» de 
paño. 

No pudo dormir bien. Tenía dolorida una parte 
del cuerpo, la que sufrió el peso del caballo en la 
caída en la loma. Una especie de sopor invadió su 
cerebro durante largo rato ; y aquello que no era 
vela ni sueño reparó poco sus fuerzas. 

Divagó horas enteras su mente sobre temas con- 
fusos, en los que se entremezclaban los recuerdos 
de familia, el nombre de Natalia balbuceado varias 
veces por sus labios, la idea de la fortuna que él 
nunca había acariciado con ardor en sus tristezas, 



222 E. ACEVEDO DÍAZ 



unido al amor de la causa ; los mirajes extraños de 
un presente lleno de peligros y de un porvenir pre- 
ñado de tormentas. Sus pasiones cerebrales de con- 
suno con el malestar físico le hicieron sufrir, al 
punto de obligarle á abandonar el duro lecho an- 
tes del alba. 

Arregló sus ropas ligeramente, fuese al cañadón, 
donde se lavó de un modo minucioso, y después 
de esto se sintió bien despejado, ágil, dispuesto á 
los fuertes ejercicios de costumbre. 

Volvióse á su « rancho » ; y allí tendido boca 
abajo, se puso á escribir, cuando ya se anunciaba 
serena la mañana. 

Una carta era para sus padres; otra para Nata. 

En la primera tuvo el pulso firme, seguro ; en 

la segunda trémulo. Los afectos del hogar hablaron 

sin reservas; el amor, con miedo. ¡Qué lenguaje, 

sin embargo lleno de sinceridad y de ternura! 

Releyó, enmendó, volvió á escribir con una 
pluma oxidada que cogía á cada instante pelos; con 
una tinta revuelta en su fresquilla por el continuo 
vaivén del tubo de metal que lo encerraba ; y en 
un papel tosco, moreno, como fabricado con cor- 
teza de amolle», y con tantas arengas que parecía 
piel reseca de cabritillo. 

Al fin concluyó; la encontró aceptable, doblóla 
con cuidado y le puso cubierta, encerrándola Luego 
bajo la de la otra, y después en el bolsillo más 
oculto de su casaquilla. 

Sentía un grande alivio. Sus padres, Nata, sa- 



GRITO DE OL.ORIA 223 



brían de él. Tenía derecho á una contestación más 
pronta que antes, ahora que las distancias se habían 
acortado y que la comunicación era más fácil con 
el empleo de medios ingeniosos. 

¡ Cuánto anhelaba una respuesta ! ¡ Oh ! su madre, 
que era tan buena no podía haberlo olvidado ; de- 
bía amarlo como en otro tiempo, cuando á la me- 
nor dolencia acudía solícita y le curaba con sus 
besos más que con las drogas haciéndole creer que 
eran así todos los amores — acendrados, profundos, 
perdurables . . . 



XIX 



Del vivac á las « cachimbas » 



Salía con ánimo de aproximarse al fogón de 
Ismael, cuando el teniente Cuaró se presentó á ca- 
ballo, y sin apearse díjole : 

— Te convido á venir conmigo á visitar las 
guardias... Por allá tomaremos « mate ». Puede ser 
que al pasito y á lo zorrino entreveraos con los 
ñanduces nos pongamos á tiro de pistola de los 
muros para bichear. ¿ X T o te gusta hermano?... 

— Sí, me agrada teniente. Pero antes tengo que 
ir á recibir órdenes del jefe. 

— No tenes que hacerlo. Él acaba de montar, y 



224 E. ACEVEDO DÍAZ 



no sé donde va. Me dijo que te convidase a vigi- 
lar las avanzadas. 

— Entonces vamos. 

Montó á caballo al momento y partieron. 

Ya fuera de vivacs, pasaron lejos el cañadón en 
una de sus curvas hacia el este, traspusieron un 
pequeño llano y una « cuchilla » y bajaron al trote 
á la planicie arenosa en donde brotan diversos ma- 
nantiales que dan alimento á un estero lleno de 
cortaderas y totoras. 

El sol se levantaba algunas líneas sobre el hori- 
zonte bañándolos de frente con una luz sin ardor 
que arrancaba reflejos pálidos á las infinitas gotas 
de la llovizna de la noche, colgantes de los cardos 
y de las «chucas». En el campo veíase dispersa una 
«caballada» de la tropa; más lejos dos ó tres ca- 
rretones con sus pértigos en tierra ; y junto á ellos 
otras tantas mujeres que atizaban fuegos hechos 
con troncos de un sauce ; á la izquierda un « ran- 
cho» sobre una aspereza del terreno en plano inrli- 
nado, como enorme terrón que parecía desplomarse 
al valle; al lado opuesto un corral de palos á pique 
unidos; detrás de una sucesión de lomas, la linea 
azulada del «mar dulce» donde busca su con- 
fluencia con el océano. 

Los dos ginetes sin salir del trote, llegaron 
pronto hasta el sitio de los carretones. 

Notando Luis Mana que uno era de víveres, 
echó recién de menos su bolsica con monedas que 
los « mamelucos » le habían arrebatado en los cor- 
tos instantes que estuvo prisionero. 



GRITO DE GLORIA 225 



Pero Cuaró le dijo que no se diese cuidado por 
eso. 

Una de aquellas mujeres vestía de « bombacha » 
gris y « poncho » de paño burdo, un sombrero de 
paja gruesa con barboquejo, bajo el cual se alcan- 
zaba a ver un pañuelo á cuadros amarillos y rojos 
con que ceñía bien al casco la cabellera. Estaba 
descalza, y eran sus pies pequeños, regordetes y 
duros, poco sensibles á la escarcha y á las breñas, 
á juzgar por la rapidez con que iba y venía trans- 
portando leña. 

Otra llevaba chiripá á listas perfectamente ali- 
ñado, medias de lana cruda y encima botas de piel 
de puma con su pelaje dorado. Una blusa larga le 
resguardaba el tronco, plegada por un cinturón de 
soldado de cuero negro con hebilla de bronce, á 
más de un vichará á bandas blanqui- negras cru- 
zado por el hombro, y cuyos extremos ceñía un 
«tiento» sobre la cadera izquierda. 

El cabello formábale fleco muy negro sobre la 
frente y sienes, aumentando su largo en gradación 
hasta la nuca, donde caía lacio, abundoso y bri- 
llante como el de un mocetón cambujo. Sin duda 
había sido cortado á cuchillo y sin ningún esmero, 
pues uno que otro mechón le caía largo ya sobre 
la mejilla redonda y carnuda, ya más abajo de la 
oreja chica y muy plegada al cráneo. Un sombrero 
de panza de burro colgado i la espalda por el bar- 
boquejo puesto i modo de collar, y un pañuelo de 
algodón cruzado á la garganta, completaban la ves- 

15 



226 E. ACEVEDO DÍAZ 



timenta de esta bizarra moza, que no cifraba en los 
veinticinco años. 

Tenía los ojos color del pelo, las caderas am- 
plias, las manos cortas, macizos los brazos, la boca 
de labios hinchados y encendidos, un lunar oscuro 
en la barba, el aire desenvuelto y atrevido. 

Vélasele detrás de la oreja un medio cigarro de 
hoja de Bahía á manera de cañoncito en su cureña, 
y en el pliegue del pañuelo dos llores de junquillo 
de una fragancia sutil y capitosa. 

Fué ella la primera en |Venir al encuentro de los 
ginetes, acercándose al teniente con desenfado. 

Cuaró se sonrió, y guiñó el ojo á Luis María. 
En seguida dijo : 

— Esta es una güeña muchacha de apelativo Ja- 
cinta, muy amiga mía. 

Ella miró de Lulo, algo torcida á Berón con gesto 
de curiosidad ; y luego se cogió con una mano del 
« fiador » del caballo de Cuaró, diciendo con una 
voz ronquilla : 

— Apéate, indio... Hay mate y galleta. 

— Al forastero se le brinda — repuso Cuaró. Te 
presiento al ayudante María. 

Berón no pudo menos de reir. Nunca había lo- 
grado que su compañero le designase por su ver- 
dadero nombre de pila. Cuaró se había aferrado al 
término medio: le llamaba simplemente María. 

facinta Se volvió siempre á medias hacia el jo- 
ven, lanzóle de nuevo una ojeada viva/, y couic 

— Taut icerlo... ¿Por qué nose 

baj.i 



GRITO DE GLORIA 227 



Manee el tostao y allegúese, que para todos al- 
canza. 

— Sí. Vamos á bajar un ratito á despuntar el 
vicio — dijo Cuaró. 

— Es que pueden merendar un poco ... el fuego 
está lindo, la caldera caliente. Aura verán que les 
arreglo una tortilla. 

Mientras ellos se sentaban sobre dos cueros de 
carnero al lado del fogón, Jacinta se fué y regresó 
pronto con un huevo de avestruz que venía hora- 
dando en el casquete cónico con el mango del cu- 
chillo. 

La otra mujer, de ojos verdosos y una nariz llena 
de pecas grises como si un montón de avispas la 
hubiesen picado, seca, adusta, de muy pocas pala- 
bras, cebaba el « mate » pasándolo por turno á los 
visitantes. 

Jacinta puso el huevo al rescoldo, echándole por 
la abertura algunos granos de sal gruesa y brisnas 
de una hierbilla verdi-negra que traía junto con el 
saquillo de la sal. En tanto preparaba un palito para 
revolver la clara y la yema á fin de que con el 
calor no se hiciesen un engrudo, decía contenta : 

— Desimulen que no les obsequee más que este 
güevo de ñandú, porque no han traído carne toda- 
vía. Ya verán que sabe bien y es cuasi mejor que 
el de pato y el de ganso cocinao asina... 

Y como empezara á crugir la cascara al ardor 
de la leña, se apuraba en agitar la varita como un 
molinillo levantando la punta hacia arriba para dar 
lugar á la cocción lenta. 



228 E. ACEVEDO DÍAZ 



Después contemplando á Luis María con el ra- 
billo del ojo destellante, y un aire picaresco, aña- 
día frunciendo los rojos labios : 

— Con que este mozo se llama María... ¡Ya se 
ve que no ha sido criao á monte por la estampa. 
¡ Demontre de brasas ! Se quieren untar de güevo. 
Pero se ha de asar al antojo, por lo mesmo. Aga- 
pita : ¡arrempujá ese tronco á aquel costao mujer, 
que no parece sino que te han metido una estaca 
en la boca ! 

— ¡ Hum ! — replicó la aludida, agria y chucara, 
; Para qué queréis acoyararme ? con tu labia basta . . . 

Y desparramó las ramas con los dedos. 

Luis María observaba atento la escena, los tipos 
de las dos mujeres, sus vestidos varoniles y espe- 
cialmente aquellas botas de cuero de puma conco- 
lor que cubrían hasta la mitad las bien torneadas 
piernas de Jacinta. 

lista por su parte, solía mirar al joven cuando 
él se quedaba como absorbido en una preocupación,. 
y luego ;í Cuaró con los ojos muy abiertos. Acaso 
comparaba ; tal vez la llenaba de estrañeza aquella 
cabeza rubia de linos perfiles asentada con energía 
en un tronco de hombre fuerte en su albor de ju- 
ventud. Sin duda: no era «criao á monte». Poi 
lo mismo podía ser de aquellos á quienes voltea 
de un salto el caballo, cuando vuela de pronto una 

perdiz. 

Calíate — murmuró Jacinta, contestando de pronto 
ipita, y muy empeñada en SU obra. Voy .'' 



GRITO DE GLORIA 229 



servir á los hombres esta tortilla... Pueden co- 
merla sin recelo porque el güevo es fresco, de 
una nidada que encontré ayer de tardecita junto al 
bañao. Vaya, mozo! Ya tiene salmuera. 

Y lo puso entre dos leños, al alcance de Luis 
María y de Cuaró. 

— Lindo está — dijo el teniente. Acarrea galleta, 
Jacinta. 

— Ya truje. 

Y sacó dos de un bolsillo de la blusa, duras 
como piedras y ornadas de un ribete de verdín. 

Ellos las encontraron sin embargo muy sabrosas, 
al igual de la tortilla confeccionada dentro de la 
misma cascara. 

Concluida la merienda, Luis María declaró que 
se había desayunado como un canónigo y que Ja- 
cinta entendía bien las reglas del arte; — lo que 
dejó a oscuras á la moza, y en tinieblas se hubiese 
agitado un buen rato, si Cuaró no la habla con su 
calma inalterable en estos términos : 

— Alcanza el « chifle » china para remojar. 
Jacinta se apresuró á extraer del seno, debajo 

del « vichará », un medio cuerno de buey lleno de 
anís, y provisto de un corcho en la embocadura. 

Cogiólo el teniente y se lo puso destapado cerca 
de la boca á Luis María, quien sin escrúpulos sor- 
bió un trago. 

En seguida él se lo empinó, trasegando sin ruido. 
Limpióse los labios y devolvió á Jacinta el «chifle» 
con un visaje. 



230 E. ACEVEDO DÍAZ 



— No es tan juerte — dijo ella, echándose un 
traguillo y pasando el cuerno á Agapita. 

— Orejano ha de ser — repuso Cuaró. 

— ¡Si es de tu marca, indio! 
El teniente se echó á reir. 

Levantóse desperezándose con los brazos en alto, 
dio un brinco con las piernas tiesas, y luego á 
pretexto de seguir desentumeciéndose, púsose de un 
saltito junto á Jacinta y le hizo cosquillas en el 
seno. 

— Saca esos dedos — dijo la moza toda llena de 
risa nerviosa. Parecen nudos de «tacuara»... 

Cuaró pellizcó un instante concienzudamente, y 
revistiéndose de formalidad después, dirigióse á Ja- 
cinta en estos términos : 

— Mira amiga : vas á tratar siempre muy á su 
gusto al ayudante porque es mi compañero, un 
mozo de alma que vale aunque yo le lave la cara 
asina á boca de jarro. 

— ¡ La tiene bien limpia ! — exclamó Jacinta, 
contemplando a Berón con un aire humilde, lie de 
servirlo en lo que mande... 

Luis María que estaba serio, agradeció todo; y 
como se dispusiera á la marcha, saludó á Jacinta, 
diciéndole que no olvidaría su agasajo. 

¡pita amorrada siguió junto al fogón tomando 
a mate aguachento o hasta hacer sonar la « bom- 
billa». 

sobre los lomos, Cuaró saludóla así, cal- 
moso : 



GRITO DE GLORIA 231 



— ¡ Adiosito « tambeyuá » ! . . . 

Como si la hubiesen hincado en la nuca, Agapita 
se irguió colérica contestando : 

— ¡Mira el a quirquincho » i . . . Anda, zafao. 

El teniente picó espuelas riéndose, al punto de 
echarse una y dos veces sobre el cuello de su 
montura. 

Era la suya una risa de niño tan espontánea é 
ingenua, que Berón no pudo menos que admirar 
aquel organismo poderoso tan imponente en la lu- 
cha, tan sencillo en ios afectos. 

Y acabando de reir dijo Cuaró : 

— Las dos muchachas son muy güeñas... 
Jacinta se le juyó á Frutos ; y aura no más, no 

quiere cabrestearle á Calderón que al ñudo la anda 
requebrando. Es muy de á caballo y guapa cuando 
pinta. 

— j Ya me figuro ! 

Caminaban por una loma desierta, en dirección 
á la plaza. 

A un flanco, como á media milla, cerca de un 
edificio arruinado, distinguíase un grupo de hom- 
bres y caballos. Los primeros estaban reunidos á 
un gran fuego que lanzaba vertical una larga hu- 
mareda. Varias lanzas con banderolas se veían cla- 
vadas en redor como enormes y derechos tallos 
de caña con sus penachos de hojas puntiagudas en 
desfleco. 

Cuaró extendió el brazo hacia el grupo, mur- 
murando casi entre dientes : 



232 E. ACEVEDO DÍAZ 



— La guardia del capitán Melendez y el alférez 
Piquemán . . . 

— Spikerman sera, teniente — observó Luis Ma- 
ría sonriéndose. • 

Cuaró encogió un hombro, replicando: 

— Lo mesmo es. 

Al lado opuesto, pero más lejos, divisábase otro 
grupo próximo á un « ombú » que alzaba su re- 
donda copa sobre las colinas dominando el campo 
á gran distancia. 

— ¡ Lindo bichadero ! — exclamó el teniente. A 
lo pájaro se columbran de arriba hasta los buques. 

Es la guardia del capitán Sierra. 

En la zona del frente, á más de una milla, mo- 
víanse algunos hombres á caballo. Algo adelante 
lucían como fugaces relámpagos, y oíanse después 
detonaciones aisladas, que eran disparos de cara- 
binas. 

— La avanzada del capitán Manuel — dijo Cuaró. 
Y enderezó el caballo hacia la costa, guiando á su 
compañero. 

Luego moderando el trote ante las rugosidades 
del terreno, volvió á tomar el rumbo del recinto 
fortificado. 

Las lomas á la derecha reducían en extremo el 
campo de la visual; á la izquierda se extendía la 
playa llena de rumores con su olaje de ligeras es- 
puu¡ 

Sobre las aguas de un azul sombrío, vagaban las 

gaviotas de pico : rojas en desfilada 

mojando el extremo de mi. alas. 



GRITO DE GLORIA 233 



A lo largo de la costa se sucedían en serie los 
grandes peñascos con sus trechos de explanadas are- 
nosas, y entre esos riscos y las colinas corría un 
sendero culebrino escondiéndose tan pronto detrás 
<le las piedras y malezas como enseñando en las 
alturas su huella angosta y amarillenta. 

Los dos ginetes precipitaron la marcha por ahí 
avanzando mucho terreno. 

Luego repecharon una cuesta, deteniéndose en lo 
alto para inspeccionar con una mirada atenta los 
contornos. 

Habían dejado detrás las guerrillas, hacia el cos- 
tado derecho. 

Cerca de una milla delante descubríase el cintu- 
rón de granito que rodeaba á la plaza, con su gran 
broche de baluartes á tenaza y ángulos flanqueados, 
llenos de cañones ; el campanario de la iglesia ma- 
triz y su cruceta de hierro ; uno que otro mirador 
disperso con sus tejados verdi-negros á modo de 
palomares, y el casquete del cerro en el fondo 
como el morrión de un coloso. 

A poca distancia de los ginetes en un vallecico 
muy verde, veíanse diseminadas con sus bocas á 
flor de tierra varias a cachimbas » de aguas quietas 
en cuyos fondos se alcanzaban á percibir los gui- 
jarros y las arenillas como á través de un vidrio 
color topacio. 

En dos de esas «cachimbas», echadas de bruces, 
lavaban ropa dos negras viejas con sus cabezas bien 
envueltas en pañuelos de algodón unidos por los 
extremos en la mollera. 



234 E. ACEVEDO DÍAZ 

Sin perjuicio de restregar las ropas sobre una ta- 
bla que formaba como diámetro de aquellas bocas 
circulares, sorbían y devolvían por sus anchas fo- 
sas nasales el grueso humo de unas pipas de yeso 
bien repletas de tabaco negro. 

Las dos conversaban con mucho calor, cuando 
la aparición de los ginetes las dejó en suspenso. 

Abandonaron por un momento la tarea, sentá- 
ronse sobre los talones, y miraron — retirando de 
los labios los «cachimbos». 

A poco de observar con grave atención á los re- 
cién venidos, una de ella se persignó lentamente y 
uniendo luego las dos manos exclamó llena de 
asombro : 

— ¡ Ave María purísima !... 

— Sin pecao concebida — gruñó la otra. 

— Si me parece el niño Luis que estoy mirando, 
¡ por Dios Santo ! 

Barón contemplaba en ese instante á Montevi- 
deo ; y de tal modo tenía allí puesto los ojos cual 
si buscase por encima de los muros en las más af- 
tas azoteas alguna sombra amada, que las voces del 
llano no llegaron á su oído ; ni llegado hubieran, 
si el teniente no le previene que una de aquellas 
lavanderas le hacía señas. 

La negra empezó .i hablar en voz tan alta po- 
niéndose de pie, que Luis María no tuvo que hacer 
grande esfuerzo para reconocerla. 

Experimentó una emoción de alegría que no puso 
empeño en dominar, bajando a gran trote la cuesta. 



GRITO DE GLORIA 235 



— ¡ El mismo soy, mama Nerea ! — dijo con 
acento cariñoso, ¡Qué suerte el encontrarla!... Va 
á hacerme usted un servicio cuando yo creía im- 
posible el medio de salir del paso. Vea usted ! Aquí 
tengo dos cartas que ansio mucho lleguen á su 
destino, que son para personas queridas que acaso 
se acuerden de mí.. . ¿Ha visto usted á mis padres, 
Nerea ? 

— Sí, niño ; están buenos. . . ¡ Virgen bendita ! 
Mírenlo como viene de quemao. El servicio que 
quiera aunque me afusilen!... El ama va á tener 
un gusto como nunca así que le cuente esto que 
me está pasando. 

— Así es. Pero ahora Nerea, el tiempo es corto; 
tenemos que regresar y pídole me escuche. ¿ Cómo 
vá á llevar usted estas cartas ? Yo temo mucho que 
se apoderen de ellas. 

La negra se calló de súbito con gesto muy se- 
rio, y púsose á mirar á todos lados como si bus- 
case un medio de solución. 

Y poniéndose un dedo en la boca, dijo luego 
bajito : 

— ¡Démelas, niño; yo sé!... Todos los días 
entramos y salimos por un portillo en la muralla 
donde hay poca vigilancia. Registran ahora, pero 
una nadita... A las negras viejas nos dejan pasar 
sin poner mucho el ojo, como que lavamos ropa 
de los oficiales. ¡Ya verá, niño! ya verá, su 
mercé . . . 

Esto diciendo, Nerea se desataba el pañuelo de 



236 E. ACEVEDO DÍAZ 



algodón que ceñía su cabeza, — un cráneo achatado 
en el frontal y saliente en el occipucio, cubierto 
en parte por « motas » blancas tan nutridas aún, 
que bien podían ocultarse dos cartas debajo del 
vellón. 

Luis María comprendió ; y haciendo con su co- 
rrespondencia varios dobleces hasta reducirla al 
mínimum del volumen posible, la introdujo entre 
las «motas», de manera que no se descubriera á 
simple vista el engaño. 

— ¡ Ahí está ! — exclamó la negra pasándose una 
y dos ocasiones la callosa mano por el cráneo, 
subdividido en isletas y ranuras. Ahora se aprieta 
fuerte el pañuelo en muchas vueltas y se ata en el 
medio... ¿A que ningún «mameluco» encuentra 
la güeva, niño ? 

— Así ha de ser, Nerea. 

— Ya no hay más que irse, si su mercó no tiene 
otra cosa que mandar. .. Enjuago esa camisa que 
está ahí sobre el tablón, ato la ropa seca ; guardo 
el jabón y el añil con todo lo demás, allí en ese 
«rancho» viejo de mi comadre (¡nina; me pongo 
el bulto en la cabeza, y adiosifo!... En un ave 
maría estoy en el pueblo, niño ; y en una señal de 
la cruz en casa del ama, junto que llegue la ora- 
ción. ¡ Por la virgen purísima ! ¡Qué cosas me están 

indo bendito sea el Señor ! 

V la negra toda nervios.i, púsose ;í arrollar las 
ropas, dejando caer el « cachimbo » ; en tanto 
Cuaró, inmóvil en la loma, decía á su compa- 



GRITO DE GLORIA. 237 



— Es gücno volver hermano. Ya comienzan á 
alborotarse los que están en el saladero de adelante, 
y nos van á cortar. 

— Cuando guste. Adiós, Nerea . . . 

— Que la virgen lo ayude a su mercó . . . Pronto, 
niño, mire que estos «mamelucos» no son de 
fiar ! 

Ya Berón no la escuchaba, pues había traspuesto 
con Cuaró la loma y descendía al sendero de la 
playa. 

Todavía Cuaró escaló la altura una vez más, y 
al bajar dijo : 

' — Una partida grande corre para el campamento, 
á media rienda. ¡ Vamos á emparejar ! 

Y arrancaron á toda brida. 

En efecto, un grupo numeroso de ginetes se di- 
rigía al campo de Oribe; pero no se oía un grito, 
y habían cesado las detonaciones. 



XX 



Los coturnos de Jacinta 



Llegaron al campo sin novedad alguna en su 
trayecto, después de un galope de media legua. 



238 E. ACF.VEDO DÍAZ 



Allí se informaron de la causa del movimiento 
producido en la línea ; el cual no reconocía otra 
que la llegada de varios patriotas escapados de la 
ciudadela antes del alba. Aprovechándose de la con- 
fusión ocasionada por una de tantas alarmas diarias, 
especialmente después del repliegue de la columna 
descubridora, muchos prisioneros habían escalado la 
muralla y descolgádose al foso, diseminándose pol- 
las afueras á favor de las sombras. El más nume- 
roso de los grupos encontró caballos en un «po- 
trero», algunos de ellos semi- enjaezados, pertene- 
cientes sin duda á los guardianes de la «tropilla»: 
y era ese grupo el que acababa de atravesar la 
línea entre vítores y aclamaciones. 

Como si todo concurriese á alentar el esfuerzo 
de los revolucionarios, súpose también que otros 
amigos de causa habían llegado del exterior. De 
diversas localidades habían venido nuevas igualmente 
halagadoras, sobre otros desembarcos, encuentros 
parciales, levantamientos; una verdadera atmósfera 
de alegría y de bullicio dominaba el campo entre 
diálogos rumorosos y ecos de diana. 

Luis María y Cuaró pasaron por el sitio de los 
carretones, en donde se detuvieron un momento 
para tomar un «mate 4 que les brindaba Jacinta. 

i parecía también contenta, y muy al cabo 
de lo que pasaba. Lucíanle los ojos negros con un 
brillo de loza lina, tenia la le/, encendida, los la- 
mas rojos, el pelo mejor peinado, En reali- 
dad estaba herniosa; con e .a hermosura agreste, 



\ 

GRITO DE GLORIA 239 



selvática, que olía i flor de ajhucema y á miel de 
« camoatí ». 

Ella les comunicó lo que sabía, y aun lo que se 
esperaba, añadiendo : 

— ¡No hay apuro, por irse! Apéense... Tengo 
«churrasco» y un costillar al asador que me trujo 
el cabo Mateo de parte del cordobés ! 

Y se reía, mostrando una doble fila de dientes 
pequeños, afilados y lustrosos como los de un niño, 
acompañando su expansión con un ademán de alto 
desdén. 

— Yo no quiero que se vayan. . . Bájense, pues. 
No parece sino que les gusta el ruego. 

Cuaró que miraba á. su compañero de reojo, re- 
primiendo una sonrisa maliciosa, se apresuró á con- 
testar : 

— Aura no, Jacinta ; pero luego ha de ser. . . 
En seguida, como recapacitando, reaccionó, y dijo 

á Luis María : 

— Mira, hermano : es preciso comer á donde se 
encuentra, porque uno no sabe lo que ha de aton- 
tecerle cuando anda de «tapera» en galpón. . . Apéate 
que yo vuelvo de aquí á un ratito. 

— El asao está listo, — repuso Jacinta; ¡ lindo no 
más ! Es una carne flor como la de regalo. 

Guiñaba un ojo con una sonrisa sardónica. 

— ¡ Viene del cordobés, indio ! ¡ apurao por me- 
recer dende hace días. Jai !. . . No faltaba otra cosa. 
Y yo sé una que he de contarles porque corre 
priesa. 



240 E. ACEVEDO DÍAZ 



Dirigiéndose á Berón agregó : 

— Bájese á merendar, si tiene gusto; ¡no hay 
perros en la querencia ! 

Pensando que si bien era verdad que no había 
mastines bravos y sueltos, habría acaso leonas allí, 
Luis María, que tenía apetito, no vaciló en echar 
pie á tierra. Por otra parte sentía cierta fuerza de 
atracción en aquel vivac de los carretones, que le 
hacía agradable la permanencia. 

Tiró del cabestro y oprimió la mano á Cuaró 
que le prometía de nuevo volver. 

Cuando el teniente se fué, ella le tomó el ca- 
ballo á pesar de sus protestas, lo condujo á un si- 
tio apropiado, quitóle el freno y ató el « maneador » 
a una estaca allí clavada. Toda esta faena fué obra 
de pocos minutos. 

Luis María, que ya estaba junto al fogón, no dejó 
de seguirla en sus menores movimientos, no sa- 
biendo qué admirar más, si su práctica en tales ta- 
reas, ó la bizarría de su figura de mocetona llena 
de bríos. 

Aquellas botas de piel de puma con pelaje, tan 
bien ceñidas al pie y á la pierna redonda. . . Nunca 
había él pensado en semejantes coturnos ! 

Sin engañarse, aunque de estructura y arte semi- 
salvaje, las hallaba algo de interesante. Le habían 
llamado la atención las botas de Cuaró aunque sa- 
bía que Cuaró era más que matador de tigres, y 
caíanle correctas al fiero lancero; con mayor mo- 
tivo en Jacinta parecíale que entre sus pies estre- 



GRITO DE GLORIA 241 



chos y regordetes y. las afelpadas zarpas de la leona, 
no podía haber gran diferencia. 

A juzgar, pues, por los extremos de plantigrado, 
las pasiones ó los instintos que bullían en aquel 
tronco de amazona debían guardar íntima relación. 

Sus dientes blancos y filosos encajados en encías 
de un color de grana, se mostraban con amenaza, 
aun sonriendo. El cabello muy negro algo crespo y 
retaceado que ella sacudía cuando se quitaba el 
sombrero, semejaba una melena espesa aunque cui- 
dada y luciente. 

Concluida su diligencia, volvió ella presurosa, atizó 
el fuego, movió el asador, del que goteaba á hilos 
la dorada pringue ; fuese al carretón, tomó galle- 
tas y azúcar terciada, preparó otra vez el «mate», 
lo «cebó», y presentándoselo á su huésped, dijo: 

— Desimule si no está á su gusto, mozo. 

— Muy bueno he de encontrarlo, Jacinta ; más 
cuando pienso que esta suerte mía no la tienen 
muchos. 

— ¿ Qué suerte, dice ? 

— La de que usted me lo brinde. 

Refregóse ella las manos, bajó la vista al suelo 
y se quedó en silencio. 

Se había sentado en un tronco cerca de él, con 
la caldera al alcance de la mano, cruzado un pie 
con el otro. 

Alguna vez aspiraba fuerte los junquillos, ya mus- 
tios, que conservaba en un ojal de la blusa; y lo 
miraba de lado de un modo fijo y sombrío, huraño, 

persistente. 
iü 



242 E. ACEVEDO DÍAZ 



— Lo que siento Jacinta, es no poder retribuir 
sus agasajos como yo quisiera, puesto que usted no 
puede dar de balde lo que á usted le cuesta. 

Hizo ella un gesto de enojo, pero reprimiéndose 
respondió con acento grave: 

— ¡ Qué me importa ! 

Y después, poniendo en los del joven sus ojos 
siguió bajito : 

— Es mi gusto. Si no juese asina, no estaría us- 
ted ahí. 

— ¡ Gracias ! 

Luis María cogió la caldera para poner agua en 
el «mate» y pasárselo; pero Jacinta se lo quitó y 
siguió haciéndolo ella. 

— A otros más pintaos, cuasi puedo decir, les he 
permitido ; pero á usted no . . . Yo estoy para ser- 
virlo. 

I Y usted es de Montevideo ? — preguntó en se- 
guida con vivacidad. 

— Si Jacinta, de allí soy. 

— Ya se ve... ¡cuántos habrá que se acuerden 
de usted ! ¡ Qué lástima andar siempre lejos y entré- 
venlo con tanto matreraje ! 

Mire, algunos son buenos ; pero hay otros que 
ni para atusarlos . . . 

V.tv á decirle. Frutos y Calderón se rascan jun- 

. El cordobés siempre jué con él como guasca 

lechera ¿sabe?... ¡Yo lo; conozco mucho, y á mí 

no me vengan con retobos ni con pialadas ! Frutos 

se aíigura que naide le pisa el 'poncho y que él 



GRITO DE QLORIA 243 



solo manda, porque después de Artigas no hay otro ; 
y á mí mesma me ha dicho que si lo agarraron 
jué por engaño, que los ha de arrocinar á todos 
porque él se duebla y no se quiebra, y que cuando 
menos se piensen los va á hacer andar como aves- 
truz contra el cerco. ¿ Oye usted ? 

— ¡ Sí, y bien que escucho ! — contestó Berón un 
tanto sorprendido. 

— Pues el arrastrao del cordobés quiere masque 
eso ; anda en trato con los de adentro y ha pro- 
metido matar á los mejores de aquí de una noche 
para otra. 

— ¿Es posible Jacinta ? 

— ¡ Oh, sí ! Tan verdad como esa luz que 
alumbra. 

Y acentuando una á una sus palabras continuó : 

— Yo sé bien lo que pasa. . . sino, no diría nada. 
El cabo Mateo de la gente de Calderón, me ha 
contao todo, para que me juese al campo de su 
jefe, de quien me trujo esa carne. Yo no quise... 
Entonces dentro á hablar para asustarme ; le retru- 
qué, me reí de él y del otro, y el hombre comenzó 
á descubrirlo todo muy serio, por ver si yo entraba 
á aflijirme y á dirme con el carretón. ¡ De adonde ! 
Lo inqué un poco, por sacarle lo que guardaba, 
y no tardó en decir que su jefe tenía ofertas muy 
grandes de Lecor ; que aquí el más ladino era Oribe 
y no don Juan Antonio, según lo había asigurado 
Frutos, y que cayéndole á Oribe, Frutos había de 
acabar por ponerle á don Juan Antonio «pie de 



241 E. ACEVEDO DÍAZ 



amigo », y arreglarlo todo sin más quebradero de 
cabeza. Últimamente habló de que nada faltaba para 
el baile, porque hasta música había de venirles de 
la plaza. ¿Qué le parece? ¡Vaya viendo! 

Cuando Frutos jugaba en la tienda hacía burla 
de todos, decía que ninguno valía más que una 
onza de las que echaba en la carona, y que nunca 
había de consentí'" que lo huleasen, aunque juese el 
Emperador mesmo porque él era dueño de todo! 
hasta del último guacho que entriega los ojos á los 
chimangos. Los hombres habían de servirle en cuanto 
ordenase; las mujeres tenían que aficionársele, por- 
que sino ¡dele laxo! la plata era para él, que saberla 
repartirla sin que naide se quejase; y toda «doña» 
que pariese un hijo tenía que ser su comadre. 

Jacinta calló un momento para cambiar de lado 
el asador. 

Luis María había apoyado el rostro en sus dos 
manos y parecía absorto, con la vista lija en el 
luego. 

Volvió ella á su asiento, y prosiguió con mayor 
locuacidad y acritud : 

— Calderón no se le despegaba, como garrón al 
güeso. Frutos le decía siempre: ¡con este chicote 
he corrido á los porteños! ¡Había de ver! ¡Se ga- 
naban las 011, las tardes y se repartían las 
aparceras entre los dos como tabaco picao, lo mesmo 
que las vacas gordas y las «tropillas» ajenas; den- 

traban ;i los «ranchos» para averiguar cuantas mo- 
zas había, y si er.m de carnecita, para qué!... Se 



GRITO DE GLORIA 245 



había de bailar hasta que rayase el sol cuando era 
un bautismo y comerse vaquillonas con cuero. Lo 
mesmo cuando era un velorio. El angelito se pu- 
dría de andar de un pago á otro, en las «casas» 
que tenían cuartos grandes donde pudiesen amon- 
tonarse los oficiales de dragones y armarse el «pe- 
ricón». Después se iban al campamento llevándose 
á las ancas más de una prójima, que ya no volvía. 
Al ñudo alguna madre afiijida pedía por Dios que 
le dejasen la más chica ; se reían á reventar, di- 
ciendo que la mis cara era la carne flor. Se hacían 
los quiebros y comadreros, y donde quiera iban al 
destajo, peor que indios... Mire, yo me cansé de 
ir atrás con mi carretón viendo tantas maldades; y 
los dejé una noche, á los pocos días de caer Fru- 
tos preso. 

Esa tarde pasó usted cerquita de mí sin mirarme, 
muy tieso y amorrado — y entonces pregunté quien 
era esa estampa de nazareno con sable que iba 
montao en un overo rabón . . . ¡ Naide lo conocía, 
como que no era fruta del pago! 

Aura ya sabe. Si el cordobés se suleva, le va á 
poner el ojo como ayudante de Oribe; hay que 
dormir con el caballo de la rienda, que los zorros 
roban guascas y los tigres se comen hombres. ¡ Cómo 
á ladina no me ganan, yo les voy á ayudar á pia- 
larlos lindo ! 

Al decir esto, los ojos de Jacinta centelleaban 
como dos ascuas, vivaces y bravios. 

Berón levantó la cabeza despacio y la miró 
.atento. 



246 E. ACEVEDO DÍAZ 



Todo lo que ella había dicho no tendría nada 
de poético, pero sí mucho de verdadero. Le hacía 
pensar. 

— ¿Está usted en el secreto de lo que pasa, Ja- 
cinta? — preguntó. 

— Sí, yo sé todo. El cabo Mateo tiene que ve- 
nir cuando llegue una mujer que mandan de aden- 
tro ccn cartas. Esa mujer pasa la noche con Aga- 
pita, si no viene el cabo, y á ocasiones se va á 
donde Calderón con los papeles, para traer otros . . . 
Yo les voy á avisar asina que estén aquí y antes 
que Mateo converse con la « doña «... Pero aura 
veo que el indio se ha de haber puesto á sestear 
porque no aparece. ¡ Es un indino! 

— No importa, Jacinta; yo le diré lo que ocurre, 
aunque él ya está sobre aviso. 

Y ahora la dejo, pues conviene que hable con 
mi jefe sobre estas cosas tan disgustantes. 

— Es asina. Pero ¡cuántas de éstas hacen! Usted 
no conoce la laya de alguna gente. Son capaces de 
darle golpe á todos si ganan en la partida y de 
pasarse á la plaza en un repeluz, porque creen que 
los de adentro son de tiro largo y han de quedarse 
con la plata del juego. 

— [Verdad! Eso han de imaginarse. 

Como Jacinta acercase el asador, clavándolo de- 
lante de él é invitándolo á servirse, el joven sintió 
que vaha su apetito en presencia de una 

carne dorada que chorreaba delicioso jugo. 

Almorzó, pues, basta saciarse; pero antes pasó 



GRITO DE GLORIA 247 



una costilla á la hermosa vivandera, cortada del 
centro, dejando otras en el asador al rescoldo por 
si aparecían Cuaró y Agapita. 

Jacinta dijo que Agapita había de traer listo el 
diente, pero que aún demoraría, pues ese día estaba 
de lavado. En cuanto al teniente, ella agregó: el 
indio es muy gaucho y aonde quiera pega el tajo 
y m erienda. 

Concluido el almuerzo, Jacinta enfrenó el caballo 
de su huésped y se lo trajo del cabestro á paso 
lento. 

— Ahí tiene su bayo — dijo. Ya está por «des- 
piarse», si no lo « desbasa » un poco. 

Luis María se sonrió. 

— Agradezco la advertencia y la tendré presente, 
Jacinta. 

Esta se sonrió á su vez. 

Y como él añadiese que tenía además que agra- 
decerle todas sus bondades, ella dijo con acento 
suave, desentendiéndose : 

— ¡ Que Dios lo acompañe ! 

Mirólo con ojos cariñosos, y quedóse de pie, 
mientras el joven marchaba. 

Todavía al trasponer la vecina loma, observó 
el ginete que Jacinta le seguía con la vista, inclinada 
la cabeza y los brazos cruzados sobre el pecho. 

Preocupado iba con las revelaciones recibidas, al 
punto de no interesarle mucho el tiroteo de la lí- 
nea ; pero la verdad es que á poco se siguió á la 
preocupación formal otra risueña, sobre las botas 



248 E. ACEVKDO DÍAZ 



de cuero de puma concolor de Jacinta. ¡ Buenos 
coturnos para una diana cazadora ! 



XXI 



Al rescoldo 



Un viernes por la noche la helada cubrió los 
campos, que iluminaba la luna á través de un es- 
pacio de limpidez admirable. 

El suelo blanqueaba en toda su extensión visible, 
desapareciendo bajo el manto de hielo el verde 
vivo de las hierbas y la negrura del lodo en los 
pantanos. De los arbustos semi-hojosos colgaban los 
gajos bajo el peso de una costra de cristales, y los 
que ya estaban desnudos parecían envueltos en re- 
dajas de frágiles hilos. El aire lastimaba al rozar 
las carnes como un latigazo finísimo, y de ahí los 
encogimientos y crispaciones de los caballos que, 
sujetos á la «estaca», permanecían con las cabezas 
quietas y las colas entre remos, sin triscar los pas- 
tos. En el «cañadón» la rata de agua solía cruzar 
el cauce en compañía de los patos silbones. 

Algunas brasas brillaban en los vivacs, restos de 

cendidofl COn gruesos troncos traídos del 

monte de Carrasco de tiro .i la cincha. Pero v.i 

veía sino uno que otro bulto de distancia en 



GRITO DE GLORIA 249 



distancia junto á las cenizas ardientes, sin duda de 
centinelas perdidas que vigilaban las cercanas lo- 
mas. Pasada era media noche. Una hora haría á 
penas que Luis María se había recogido á su tienda 
de ramas de sauce y tolda endurecida por el hielo. 
Estaba recostado, fumando. Cerca de la entrada 
había ardido un buen fogón, del que se conserva- 
ban algunos enormes tizones. Ráfagas tibias se in- 
troducían á intervalos en aquel refugio, sólo para 
hacer sentir con mayor intensidad la crudeza del 
frío que se colaba por los intersticios vivo y 
sutil. 

No parecía sin embargo muy mortificado, pues 
se mantenía inmóvil, envuelto en su «poncho». 
Acaso existía mucho ardor en su mente, tanto como 
vigor en sus músculos. Pero, el hecho es que, en 
cierto momento llamóle la atención un ruido leve 
de pasos a espaldas de su vivienda. 

Leve era, en efecto, ese ruido ; el que pudiesen 
producir las zarpas enguantadas de un tigrino al 
sentarse sobre la capa helada. 

Se incorporó para escuchar mejor y cerciorarse, 
antes de abandonar su escondrijo inútilmente. 

Por un instante cesó el rumor de las pisadas. 
Pero luego volvió á sentirse, ora lejos, ya cerca, 
hasta que resonó á la entrada al mismo tiempo 
que se proyectaba delante una sombra. 

— ¡Soy yo, ayudante Alaría! — murmuró una 
voz de mujer. Tengo que hablarle ahí adentro, que 
no oigan . . . 



250 E. ACEVEDO DÍAZ 



El joven, que había reconocido á la que hablaba, 
le hizo lugar, diciendo con alguna sorpresa : 

— ¡ Entre usted, Jacinta ! La habitación es bas- 
tante estrecha, pero yo me haré lo más pequeño 
posible. .. 

— No le hace. Aonde quiera me acomodo sin 
petardear. 

Y se entró en cuatro manos, tendiéndose al lado 
de Luis María. 

— I Qué ocurre, Jacinta ? ¿ Ya tenemos á la 
emisaria? 

— Sí, por eso he venido . . . Manié el malacara 
por no alborotar. 

— Entonces es preciso avisar de lo que pasa al 
comandante . . . 

— ¡No! El ya jué, y está calentándose en el 
fogón junto á los carretones. También hay tropa 
con el capitán Mael y el indio. 

— ¿Y la mujer emisaria? 

— El comandante le sacó los papeles que traía 
debajo de la bata, y la puse» presa en un carretón. 
¡ Está enojao ! 

— Me imagino. ¡Ahora mismo voy hasta allá, 
Jacinta ! 

— No, no vaya... El dijo que no había que 
mover nada del campo hasta que no raye el día; 
que todo estaba siguro, y que quería tener el gusto 

de desarmar él mesmo al cordobés cuando se pu- 
á churrasquear en su fogón, lia roandao que 

naide deje los «ranchos», sino á hora de siem- 



GRITO DE GLORIA 251 



pre . . . La gente que está en el «playo» vino de 
la guardia del ombú, y la hizo apearse hasta la 
mañanita. 

Luis María notó que Jacinta venía inquieta; que 
algunos de sus estremecimientos frecuentes no eran 
causados quizás por el frío, pues en ciertos mo- 
mentos parecía sufrir sobresaltos, incorporándose de 
súbito al menor ruido que se produjese en las 
proximidades del vivac. 

En una de esas veces, se arrastró sobre sus 
rodillas y asomó la cabeza poniendo el oído con 
atención. 

Luego, al recogerse, se acercó bien al joven con 
la cara ardiendo á pesar del cierzo, y le preguntó: 

— ¿Tiene usted las armas á mano? 

— Sí, están junto á mí, prontas. ¿Por qué esa 
pregunta, Jacinta ? 

— ¡Oh nada!... Es bueno siempre. Mire: yo 
truje esta daga por si acaso. Hay «malevos» en 
el campo y puede antojárseles venir hasta aquí. 

— No tenga cuidado por eso, que yo los recibi- 
ría como merecen — dijo Berón con lentitud, como 
si se diera cuenta de aquellos misterios. Pero si 
Calderón se subleva no veo que le asista tan grande 
interés en sacrificar á un hombre que poco ó nada 
significa ; á no ser que tenga por lujo derramar 
sangre . . . 

Jacinta lo miró de un modo intenso, murmu- 
rando bajito : 

— ¡ No crea ; yo sé ! . . v El cabo Mateo me pre- 



252 E. ACEVEDO DÍAZ 



guntó anoche si yo conocía á un mozo alto, muy 
airoso, que era ayudante de Oribe, de apelativo. . . 
y si yo sabía dónde hacía noche, si tenía fogón 
aparte y en qué lugar del campamento ... Le con- 
testé que no conocía á naide de esa pinta. Pero' yo 
caí en el ardite, y entré á averiguar haciéndome la 
poca al vertida para cuándo era el golpe; y me dijo 
que de esta noche á mañana con el alba, que no 
estaba en lo firme, porque tenían que salir tropas 
de la plaza . . . Entonces pregunté porqué iban á 
matar aquel mozo, si él no era jefe. Respondió que 
había orden de adentro de no dejarlo con vida... 

— ¡Ah! ¿No añadió de quién podía venir esa 
orden ? 

— No dijo más nada; usted ha de saber. 
Luis María se sonrió con tranquilidad. 

— No adivino, Jacinta. |En verdad que es raro! 
De todos modos, mucho tengo que agradecerle este 
servicio que me precave de una sorpresa. 

Lila volvió á experimentar un sobresalto en ese 
instante, y sin desplegar los labios, arrastróse de 
nuevo hacia afuera mirando a todas direcciones. 

Las formas correctas y llenas de su cuerpo ágil 
y flexible, dibujaban bien sus contornos entre las 
amplias haldas de la manta que le servía de vesti- 
menta. Llevaba puestas las botas de piel de puma 
que le cubrían hasta la mitad las piernas y una 
«bombacha» de brin cuya blancura revelaba el 
aseo y cuidado de la persona ; una blusa de paño 
azul ajustada al talle y un pañuelo de seda ceñido 
á la garganta. 



GRITO DE 'JLORIA 253 



Así que se volvió al primitivo sitio, pudo recién 
apercibirse Luis María que aquella especie de leona 
olía á junquillo y á aroma silvestre, y que esa ema- 
nación capitosa empezaba á embarazarle los sen- 
tidos. 

— ¡Qué atrevimiento! pensará usted — dijo ella. 
Sin su licencia estoy yo aquí. 

— No la necesitaba, Jacinta, y menos para ha- 
cerme el bien que tanto me obliga. . . 

— ¡ Qué obliga ! Yo soy asina cuando tengo gusto, 
guitarra dura para todos menos para quien sabe ta- 
ñerla. 

Deseos tuvo Luis María de decir que él la iba 
á pulsar entonces; pero aún se mantuvo firme, un 
tanto preocupado con lo que le estaba pasando de 
un modo tan extraño é imprevisto. 

Aquel interés en matarle, ¿ de quién podía pro- 
venir ? Su imaginación se abismaba. 

Luego hizo esta pregunta como confuso : 

— Y esas cartas ¿ qué dirán Jacinta ? 

— ¡ Ya se ve lo que han de decir!... El co- 
mandante no conversó nada de eso. Toma « mate » 
no más, mirando al fogón. A ocasiones se levanta 
y camina á prisa como para quitarse el frío. . . 

— Verdad que aquí dentro hacía uno intolerable; 
pero desde pocos minutos acá la atmósfera se ha 
templado, y parece esto un hornito. 

— ¡ Ya creo ! — murmuró Jacinta. Tengo la cara 
como fuego, y aun los pies también se me calien- 
tan, á la lija porque dan en los tizones. 



254 E. ACEVEDO DÍAZ 



Y después, siguió diciendo con voz cariñosa: 
— Que gusto de querer irse con esta helada 
srande, cuando no lo llaman todavía. . . Si usted 
quiere yo me voy, señor ayudante María. . . ¡ Qué 
nombre lindo ! ¿Usted tiene madre? Porque si tiene, 
aura ha de estar llorando al acordarse de su rubio. 
Luis María se estremeció ; y como ella estaba muy 
cerca acurrucada bajo el mismo poncho, pues el 
que trajo lo había puesto tendido encima, llegó á 
sentir aquel temblor. 

— ¡No la echo! — contestó Berón. ¿Por qué ha- 
bía de irse, ni yo permitirlo, habiendo usted sido 
tan buena conmigo ? 

— ¡ Mira. . . No hice tanto ! 

Y suavizando cuanto podía su acento ronquillo, 
añadió como un arrullo : 

— ¡ No me trate tan formal !. . . 

— ¿Y cómo quieres que lo haga, Jacinta ? 

— ¡ Asina ! repuso ella contenta, cual si hubiese 
merecido una caricia. Yo nada valgo, usted sí. . . Por 
eso lo quiero distraer un poco, para que no cavile 
tanto. 

— Si yo no cavilo, Jacinta. Pero aunque así no 
sea tengo mucho placer en que estés junto á mi, 
en oir tu voz amiga. . . 

Ella le cogió la mano, oprimiéndosela, y dijo: 

— ¡ Qué gu 

Él Se acercó más, acaso sin pensarlo, por un mo- 
vimiento instintivo ; siguieron hablando bajito, es- 
trechándose, y después ya no se oyeron voces. 



GRITO DE GLORIA 255 



De vez en cuando chisporroteaban los tizones re- 
ventando en el aire alguna brisna ardiente. La he- 
lada descendía siempre acumulándose en cristales 
sobre el techo improvisado, y el frío era intenso, 
la noche azul y transparente. 

Gran silencio reinaba en el campo. Algún zorro 
en busca de lonjas de cuero lanzaba en el bajo su 
grito estridente ; si ya no era el de un cabiay 
errante por el ribazo del « cnñadón », el que per- 
turbaba por momentos la calma profunda. 

Pronto vino la alborada — una claridad lechosa, 
tenue y difusa en el horizonte que se iba exten- 
diendo como blanca gasa, y enseñando luego su 
festón de rosa sobre un fondo colorante como una 
lámpara solitaria en la inmensa bóveda sin sombras. 
Del ramaje ya casi deshojado de los « ombúes » 
surgía el canto de los dorados, y el « teru » reco- 
rría el campo á vuelo rasante entre notas bulli- 
ciosas. 

Fue á esa hora que Jacinta salió de la tienda de 
Berón, para tomar su caballo en el bajo. 

Poco después Luis María salió, aparejó el suyo, 
y emprendió marcha hacia el vivac de los carre- 
tones. 
No había aparecido aún el sol. 
La tropa se hallaba dispersa en el llano junto á 
los fuegos. El comandante Oribe dormitaba recos- 
tado á la rueda de uno de los vehículos, frente á 
un fogón, bien arrebujado en su poncho de invierno. 
Ismael y Cuaró departían sentados sobre pieles de 



256 E. ACEYEDO DÍAZ 



carneros, al amor de otra lumbre viva en que se 
asaban las « cecinas » que debían servir al desayuno. 
Mostráronse contentos de la llegada del compa- 
ñero, á quien hicieron lugar entre los dos brindán- 
dole con un a mate » amargo. 

— ¡Bien lo preciso! — exclamó Luis María, pues 
al salir de lo caliente he sentido tal impresión que 
sólo estas llamas y este «mate» pueden desvane- 
cerla. 

— Me alegro que encontrés esto lindo, hermano 
— dijo Cuaró ; — pero te has venido muy pronto.. . 

Y sonriéndose, le guiñó un ojo. 

— No — repuso el joven respondiendo con otra 
aquella sonrisa; — debía estar aquí más temprano.' 

— Xo había priesa — observó Ismael. El coman- 
dante dice que mejor se cazan tigres al romper el 
sol. 

— De juro — agregó el teniente con aire de pe- 
rito. El «yaguareté» sale de la espesura cuando el 
sol alumbra de tendido; y ronza el bajo olfateando 
carne fresca. 

— ¡Ya! — objetó Berón. Entonces hoy la cosa 
se achira. 

— Y puede ser que nos topemos con los del 
corral de piedra, porque han de querer venirse al 
bulto. 

— | Mejor) Dicen que Calderón la da ésta por 
segura. 

— Sí — murmuró Ismael con ceno irónico: cuando 
el ñandú comience á volar. 



GRITO DE GLORIA 257 



Y atizó el cigarro con la uña, despidiendo con 
la fuerza de un fuelle la humareda por las narices. 

— ¡ El comandante se levanta y mira! — exclamó 
Cuaró. 

Luis María se puso de pie, y dirigióse presuroso 
adonde estaba Oribe. 

Habló con él breves momentos, y en seguida 
pasó á los puestos para trasmitir la orden de montar. 

Cuando regresó ni vivac de Ismael, ya se había 
recogido todo, y los compañeros se encontraban á 
caballo, ordenando sus escalones sin precipitación 
ni ruido. 

Pocos hombres los componían constituyendo una 
simple escolta de números escogidos. 

Esta tropa marchó bien pronto detrás de Oribe, 
que iba muy adelante acompañado de Berón. 

Apenas trastornaron, vióse que un grupo pequeño 
con un oficial á la cabeza se corría paralelamente 
á la costa, á bastante distancia. En el valle ardían 
fogones, rodeados de soldados con sus caballos listos. 

Calderón se encontraba allí. 

Oribe hizo detener la escolta en la ladera, y mar- 
chó solo hasta el vivac del jefe de la línea. 
. Ismael, que estaba mirando con fijeza el grupo 
que se alejaba por su derecha, dijo a Cuaró : 

— Aquel es Batista que ha venteao y se va. Vea, 
teniente, si le sale al encuentro, antes que dé el 
anca á las guardias . . . ¡ Saque seis hombres y marche ! 

En un instante se hizo la operación. 

El destacamento se desprendió con Cuaró al frente, 

17 



258 E. ACEVEDO DÍAZ 



al trote, simulando una contramarcha al flanco 
opuesto, y pronto desapareció detrás de una que- 
brada. 

Luis María atento á todo, había seguido con la 
mirada los pasos de su jefe. 

Un ligero diálogo se había sucedido á su llegada 
al vivac, con el presunto traidor ; luego, algunos 
ademanes violentos. 

Cierto movimiento se produjo en los grupos al 
parecer de hostilidad, pues algunos se dirigieron á 
sus caballos. 

Empero, ese movimiento cesó muy pronto y to- 
dos se quedaron perplejos al observar la actitud 
resuelta de la escolta, inmóvil y carabina en mano 
en la ladera. 

Voces diversas se oyeron, sin duda de protesta ; 
y no pocos llevaron la diestra á sus armas. 

Calderón siempre esforzando su voz, retrocedió 
algunos pasos con la mano en el pomo del sable. 
Oyóse que decía : 

— ¡No le reconozco autoridad para prenderme, 
ni me entrego ! 

Entonces Oribe, sin preocuparse de los que es- 
taban á SU espalda, sacó las dos pistolas que tenía 
cruzadas delante, y sin decir palabra las amartilló, 
apuntándole con ellas i la cabeza. 

En seguida de esto, Calderón se desprendió su 
sable y se lo entregó sin más resistencia. 

Dé cerca y de lejos, con las cabezas en alto, si- 
lenciosos y sorprendido., los pequeños grupos dise- 
minados contemplaban la escena. 



GRITO DE GLORIA 259 



Nadie se atrevía á dar ya una voz. 
Lanzóla al fin Oribe. 
Luis María se acercó. 

— Que pase el capitán Velarde á retaguardia de 
esa gente y la haga marchar al campamento, bajo 
rigurosa vigilancia. Y usted, monte ! — agregó di- 
rigiéndose á Calderón con acento duro. 

El antiguo jefe de dragones estaba trémulo y 
muy pálido. Ni una palabra brotó de sus labios 
casi amarillos. Miraba torvo debajo del ala del 
sombrero. 

Montó y siguió al trote, dos pasos al flanco de 
Oribe. 

Ya en el campo, media hora después, Cuaró es- 
tuvo de regreso. El oficial traidor había logrado 
escapar á favor de su caballo, pero no así dos de 
sus hombres que el teniente traía atados de las 
piernas al vientre de sus monturas. 

Así que divisó á Cuaró, hízole llegar Oribe, 
y díjole : 

— Queda usted encargado de llevar este preso 
al cuartel general, y desde ahora está bajo su vi- 
gilancia. Descanso en usted, teniente. 

Cuaró oyó sin pestañear la orden; y volviendo á 
montar, dijo ¡muy grave á Calderón : 

— Endilga el roano á aquel ombú que se em- 
pina en la loma, al pasito no más . . . 

El preso siguió en la dirección indicada, pasivo 
y silencioso. 

Llegados al punto, Cuaró llamó á un soldado, y 



260 K. ACEVEDO DÍAZ 



ordenóle que trajese un caballo como para prisio- 
nero. 

El soldado volvió al rato con uno de pelo ce- 
bruno, que no por ser el del ciervo y la liebre 
acusaba aptitudes en el animal ; matalote sano en 
el lomo, pero que mostraba bien todo su esque- 
leto ganoso de rasgar el cuero, « lunático » por vi- 
cio viejo y lerdo por añadidura. 

Cuaró fijó un buen momento su mirada de inte- 
ligente en aquel Babieca, y luego murmuró con 
los labios apretados: 

— ¡Lindo! Échale el recao. 

El soldado desensilló el caballo de Calderón y 
enjaezó el cebruno con sus prendas; y viendo que 
le bailaba la cincha se apresuró á ajustaría con los 
dientes. 

Listo todo, Cuaró encendió despacio su cigarro 
en un tizón ; con una seña hizo montar á su asis- 
tente y al preso, saltó él sin poner pie en el es- 
tribo en los lomos de su redomón como un hábil 
gimnasta, y arrancó al trote diciendo suave: 

— En ese caballo mansito no vas a rodar, co- 
mandante. Si echa vuelo por milagro, no te asus- 
tes, yo te barajo en la lanza y quedas siguro. 



GEITO DE GLORIA 261 



XXII 



Las albricias de Nerea 



Desde aquel día que se efectuó la salida de las 
tropas, Natalia había experimentado diversas im- 
presiones. En ese día nada percibió que le intere- 
sase vivamente, desde el mirador. 

Sintió detonaciones lejanas que podían confun- 
dirse con las que resonaban en la línea ; vio regre- 
sar la calumna descubridora, sin un solo prisionero, 
como se divulgó poco después; oyó hablar de un 
choque sin importancia en las avanzadas, y seguirse 
á estos sucesos Ja monotonía de las plazas fuertes 
con sus bandos conminatorios, sus clarinadas con- 
tinuas y sus retretas tristes á la hora de queda. 

En los días siguientes sintió estruendos sordos, movi- 
mientos de tropas, destacamentos que salían á ocu- 
par puestos fortificados á regular distancia de los 
muros para asegurar víveres y forrajes. La situa- 
ción de fuerza oprimía como un collarín las gargan- 
tas. Solo estaba en actividad el músculo, bajo el 
duro pomo de la obediencia pasiva. En el fondo 
de los hogares, sin embargo, la pasión estaba viva, 
ardiente, enconada; era ya como un culto la causa 
de los débiles y se acariciaba á éstos en el recuerdo 



262 E. ACEVEDO DÍAZ 



como á imágenes adorables. ¿Por qué no? Todo 
lo sacrificaban por su tierra. Eran dignos de vivir 
en el corazón de los ancianos, de las mujeres y de 
los niños los varones que buscaban con el brío in- 
contrastable lo que otros conseguían por la su- 
perioridad de los medios y la ciencia militar. 

Si á esta pasión del valor se unía la del amor, 
¡ ah ! qué sentir agitado y qué pensar febril domi- 
naban corazón y cerebro ! Xa da se decía que no 
fuese palabra del momento; y no se hacía nada 
que no fuere tendente á estrechar el afecto pro- 
fundo con los seres queridos. La muralla estaba 
por medio; pero el cariño salvaba el obstáculo 
como un ave dolorida que apura sus alas por llegar 
al bosque de refugio. Remotas eran las esperanzas 
de triunfo y la ilusión de paz, en la medida al 
menos de los medios de combate y de la temeri- 
dad del esfuerzo; con todo, ¡qué hermosos eran 
los hombres que así se batían, y qué seductor el 
ideal de su heroísmo ! 

Xatalia se expandía cow la que ella ya conside- 
raba madre. ¡ lira tan buena ! La acompañaba en 
su cariño materno con otro cada vez creciente, 
hondo, intenso y se ayudaban á sufrir sin queja, 
devorando sus Lágrimas, ocultándoselas la una á la 
otra para no dar ninguna prenda de su dolor. 

El retraimiento en que vivían, tenía sus consue- 
los. Muchos seres humildes á quienes ellas daban 

protección les comunicaban nuevas. 

El mismo Pedro de Souza, siempre consecuente» 

sacarlas de Lncer adumbres. 



GRITO DE GLORIA 263 



Pero era Guadalupe la que tenía el don de em- 
bargar horas enteras á su joven ama con el recuerdo 
de episodios en la estancia, en cuyas memorias se 
entremezclaba el nombre del ausente. 

Cierta tarde se apareció una negra vieja, antigua 
esclava de don Carlos, y á quien este había redi- 
mido el día en que su hijo Luis cumpliera sus tres 
lustros. 

Nunca dejaba de ir a la casa á saludar á sus 
amos, como ella los llamaba siempre ; si ya no era 
para llevar las ropas blancas cuyo lavado hacía. 

Cuando sentían el ruido de sus chanclos en el 
zaguán, los sirvientes decían riendo: ¡ahí está la 
tía Nerea ! 

Y veíanla entrar en efecto á paso tardo, con el 
atado en la cabeza y el cachimbo sin fuego en la 
boca, dando los « buenos días de gracia » desde la 
verja, y nombrando á viva voz á todos los de la 
casa aunque no estuvieran presentes. 

Esta vez la tía Nerea entró sin atado ni ca- 
chimbo, arrastrando sus plantas con esfuerzo penoso, 
y los ojos ahumados por la edad, llenos de llanto. 

Parecía haber hecho una jornada dura, y sufrir 
una emoción en exceso violenta para sus años. 

La madre de Luis María y Natalia estaban en el 
patio. 

Distinguiéndolas ella, llegóse bien cerca, y dijo 
con acento entrecortado y ronco : 

— ¡ Ay, el ama del alma ! . . . Sáqueme, su 
mercé eso que tengo en la cabeza, que ya me 



264 E. ACEVEDO DÍAZ 



pesa más que el atado;- tan ganosa estaba de lle- 
gar pronto por la virgen santísima ! . . . 

— ¿Qué será, madre? — preguntó Natalia sor- 
prendida, — temblando cual si la hubiese oprimido 
una duda el corazón. 

— j Qué ha de ser ! — dijo la señora reprimién- 
dose. Que ésta nunca se explica claro y la tiene á 
una en angustias á veces... ¿Qué ocurre Nerea ? 

La voz de la madre era tan imperiosa y aflijida, 
que la negra, sin atinar á hablar, se arrancó de un 
tirón el pañuelo que cubría su cabeza, cayendo al 
suelo dos cartas muy dobladas. 

Fué aquello como una revelación. 

Nata, presa de un sacudimiento nervioso, dobló 
su cuerpo gentil, y precipitóse sobre las cartas, re- 
cogiéndolas y oprimiéndolas contra el seno agitado 
con sus dos manos ceñidas. 

Quedóse mirando á la señora de hito en hito, 
con sus grandes hojos húmedos y lijos, la boca 
entreabierta y una especie de latido en la garganta 
que parecía haber paralizado su habla. 

Nerea empezaba á explicarse levantando los dos 
brazos ; pero la señora no la oía. 

Teiubl.mdole las mejillas, alargó hacia Natalia 
una mano blanca y rugosa diciendo: 

- ¡ Y bien, pues!... ¿Son de él, hija?... 
¡ Dame la mía, que una ha de haber ! 

Vita apartó ciliada las cartas del seno, levó 

i los sobres; dio una; quiso retener la otra; 

pero de súbito, saliendo de su aturdimiento, sintió 



GRITO DE GLORIA 265 



que el semblante se le encendía y balbuceó rubo- 
rizada : 

— ¡De él son, madre ! Esta para tí, esta para 
mí. . . ¡ Tómalas las dos ! 

Y extendió su manee ita estremecida. 

— ¡Oh, qué dicha! — exclamó la madre. Guarda 
la tuya, querida. La mía me basta... 

Y apretando la carta contra el pecho, se entró 
en su aposento casi sollozante. 

La joven siguió mirando y contemplando aquella 
letra amada por algunos momentos, sin atreverse á 
romper la cubierta ; y como fuese reponiéndose de 
su primera emoción, de modo que ya viese claro, 
puso aquella ante sus ojos una vez más. 

Parecíale que conversaba con él muy cerquita, 
como otras vaces, cuando sonaban sus palabras en 
el oído encantado como trinos, y su aliento le en- 
tibiaba la mejilla y le enardecía la sangre . . . 

Sonrió, acarició á Xerea, puso la carta dentro 
del seno, la volvió á sacar, y sin saber lo que 
hacía, guardóla de nuevo y tornó á extraerla, ali- 
sando las arrugas, observándola por todas paites 
por si había rotura que denunciase su secreto. 

Por último dijo: 

— No te vayas Nerea. ¡Cuánto tenemos que 
hablar ! . . . 

Y huyó á su habitación, radiante de alegría. 
Noche de júbilo fué esa, en la casa de Berón. 
Nerea tuvo que quedarse allí porque debía dar 

todos los datos más minuciosos. 



266 E. ACEVEDO DÍAZ 



Ella lo hizo punto por punto, siendo escuchada 
con la mayor atención. 

Si bien no la ayudaba su manera de expresarse> 
desempeñóse con éxito, narrando todo lo sucedido 
desde que la encontró en las « cachimbas » Luis 
María, hasta que se fué. 

A causa de interrogarla don Carlos con aire in- 
quisitorial, se turbó más de una vez, pero bien 
pronto repuesta, contestaba á todo añadiendo de- 
talles inesperados. 

Había venido á la ciudad sin tropiezo. Nadie la 
había detenido ni registrado. El niño estaba bueno ; 
era un gran ginete, y había llegado hasta á una 
milla de las murallas. 

Como ella dijese que tenía la cara morena de 
tanto viento y sol, y la nariz despellejada, el se- 
ñar Berón, sin dejar de mostrarse en cierto modo 
adusto, trabó una especie de controversia sobre si 
ese desperfecto momentáneo provenía de la acción 
solar ó del aire enrarecido. La negra sostenía que 
la tostadura venía del pasado verano. 

Eli este punto, la madre preguntó grave y me- 
lancólica : 

— ¿Y le ha crecido la barba, Xerea ? 

— ¡ Si viera SU mercé ! Es corta, pero le relum- 
bra de dorada. 

— Debe sentarle muy bien á mi Luis, — dijo la 
ora con ternura. 

Él es muy rubio y tiene la cara bonita. 
Y miró á su marido. 



GRITO DE GLORIA 267 



Éste pestañeó sin pronunciar palabra. 

Natalia estaba como absorta. 

¡ Había motivo ! La carta encerraba tantas cosas 
seductoras ! No cabía en sí de contento. 

Oía sin embargo cuánto se hablaba, de modo 
que al dicho de la madre, repuso ella con deleite: 

— ¿ Qué importa que el sol lo haya tostado y 
que la barba le haya crecido ?. . . ¡ Siempre será 
hermoso ! 

La madre pasóle el brazo por el cuello y la es- 
trechó con cariño. 

Natalia la miró dulce, transportada, murmurando 
como si estuviera á solas : 

— ¡ Qué dicha volverle á ver bueno y vencedor ! 
Madre ¿ cuando se acabará esta guerra ? 

Desde esa noche, la joven se sintió más confor- 
tada, tierna y risueña después de tan largos silen- 
cios. 

Leyó muchas veces la carta, hallando siempre en 
ella algo de nuevo. 

Aquella pasión que había sabido inspirarle, la ena- 
jenaba por completo. Sentía un placer íntimo que 
la abstraía llenando su espíritu de extraños goces. 

Recreábase en recordar ; recordar siempre. . . ¡ Qué 
deliquio ! Palpitábale el seno á impulsos de emo- 
ciones desconocidas, llevando allí trémula su mano, 
fijos los globos azulados de sus pupilas en un dio- 
rama ideal como si en rigor se reflejara delante de 
una imagen querida, digna de sus ternuras y com- 
pañera de sus soledades. 



268 E. ACEVEDO DÍAZ 



Todo agitaba su sensibilidad, cualquier paisaje 
mezcla de verde y luz, cualquier cuadro tierno de 
familia, el esplendor de la mañana, la serenidad de 
la noche, el canto de los pájaros, el rimo del aura 
y de las hojas, las escenas sencillas de la natura- 
leza. Veía siempre en todas y en cada una de ellas 
cierta relación con el estado de su espíritu, algo 
de belleza múltiple y cambiante que servía de marco 
á esa imagen escondida en su cerebro. 

Pensar en que volvería á verle, en que lo ten- 
dría cerca de sí pronto para no alejarse ya ; pensar 
en que entonces ella sería capaz de atreverse á una 
caricia, á un ruego, tal vez á un reproche, eran 
cosas que la estremecían trasmitiendo á su ilusión 
el tinte de la dicha verdadera. 

Así, buscaba la soledad como un refugio, como 
el campo de asilo de sus ensueños donde la mente 
divagase suelta, entusiasta, ardiente. Esa soledad 
muda para otros estaba para ella llena de notas gra- 
tas y de encantos virginales ; y era entonces cuando 
echaba de menos aquellas frondas silenciosas del 
Santa Lucía, donde recogiera sus primeras impre- 
siones en compañía de su hermana ya muerta. 

Escribió á Luis María, esperando otra de él llena 
de encantos. 

Después, vinieron días tristes. Una inquietud mor- 
tificante dominó su ánimo, y viósela marchita, pa- 
del jardín al mirador y de éste al jardín y á la 
huerta, inclinada la cabeza, el paso tardo y vaci- 
lante, arrancando al pasar hojas á los árboles con 
mano nerviosa. 



GRITO DE GLORIA 260 



Con la mirada vaga recorría siempre el largo 
sendero orillado de boj, que iba sembrando de ho- 
jas verdes sin advertirlo. 

Un obstáculo la detenía de súbito. 

Era el estanque del fondo con anchas franjas de 
juncos y totoras ; extenso, inmóvil como un inmenso 
vidrio ojival, criadero de ranas y culebras, que so- 
lían mostrarse unidas por los apéndices al cogollo 
saliente de un recio «caraguatá» que en la banda 
opuesta del estanque se erguía solitario, y en redor 
del cual formaban con sus anillos al rayar la aurora 
ó al caer la tarde como un haz de móviles diademas. 

Miraba con miedo aquella verde nidada que se 
agitaba en rueda al calor del sol, dirigiendo a to- 
dos rumbos sus chatas cabezas ornadas de brillan- 
tes ojillos negros en lentas ondulaciones, entrela- 
zándose y desenlazándose, reuniendo á veces sus 
bocas en caprichoso grupo como una pequeña hidra 
ó apartándolas en forma de tentáculos de un pulpo. 

Pero, eran inofensivas ; reptiles acuáticos, veloces 
nadadores que nacían y morían entre la paja brava 
y el junco, reproduciéndose sin cesar al caliente 
vaho de las orillas. 

Cuando alguien se ponía cerca, el haz de aque- 
llas húmedas esmeraldas se deshacía con singular 
rapidez sepultándose en las aguas entre círculos y 
estrellas de espumas. 

Entonces, si ella estaba próxima, miraba con te- 
rror las burbujas y se apartaba ligera del sitio. 

Sin embargo nunca dejaba de volver como atraída 



270 E. ACEVEDO DÍAZ 



por aquel detalle de la naturaleza próvida que por 
doquiera hace surgir la vida, en lo alto del espa- 
cio como en el cieno del pantano, dando anillos al 
que priva de alas, élitros sonoros al que no lanza 
trinos, y blandos lechos de musgo á los que en vez 
de plumas llevan escamas. No era pues, el suyo, 
miedo pueril ; algún recuerdo la mortificaba ante 
aquel receptáculo de reptiles y de enquélidos seme- 
jante á un remanso, que al mismo tiempo la re- 
tenía. 

Acaso era el recuerdo de su hermana Dora, que 
vivía fresco en su cerebro, punzante, doloroso. 

¡Pobre Dora! Ella había amado al mismo hom- 
bre con toda la fuerza del candor, lo había amado 
entusiasta é ingenua, en medio de los estragos que 
en su pecho hacía la «gota coral»; — aquella do- 
lencia hereditaria de eternas ansias y zumbidos, 
dueña por entero de su presa como un gusano ve- 
nenoso. 

De aquel amor desgraciado y de esta perenne 
mordedura, su muerte triste . . . 

Una noche de luna tibia y aromada se escapó á 
la ribera, bajo las frondas, y allí acometida del vér- 
tigo, caví) á un remanso de flotantes ce catnalotes » 
á modo de ave dormida. Del fondo la sacó un com- 
pañero de Luis, y la llevó en brazos. Se acordaba : 
era un soldado formidable, bronceado, taciturno, 
con alma de ni 

Tero venía muerta, COIJ un color de cera casi 
transparente, los ojos inmóviles como los de una 



GRITO DE GLORIA 271 

muñeca de las que ella se entretenía en vestir y 
arrullar en sus raptos pueriles, y los cabellos lacios 
enredados con lianas verdes, elásticas, tarnátiles como 
aquellas culebras que anidaban en las totoras y en- 
volvían el « caraguatá » con sus anillos. 

Su padre y ella fueron presas de un gran dolor ; 
todos sollozaban ; hasta aquel hombre sombrío pa- 
reció conmoverse cuando puso en el suelo con cui- 
dado á la pobre muerta . . . 

¡ No podía olvidar ! Menos en esos días en que 
sufría hondos desalientos. 

La presencia misma del teniente Souza reavivaba 
las memorias. 

El había querido á Dora, tal vez sin esperanza 
de poseerla; después parecía que el afecto se había 
cambiado por ella, que Souza la miraba con ter- 
nura, con esa intención que no se oculta porque 
necesita traslucirse en la pupila aunque la palabra 
no se atreva á revelarla. 
¿ Sería esto así ? 

Las simpatías que Dora despertara ; habrían re- 
caído sobre ella, como un afán que perdura? 

Así debía de ser por aquella insistencia muda 
en hacerse estimar, por aquel empeño y aquella 
discreción paciente que busca exhibirse á modo de 
faz de alma levantada. 

Entonces ¿ no sucedería ahora á ese afecto lo 
que antes no estaría condenado á vivir siempre es- 
condido á manera de un pecado que jamás se con- 
fiesa, porque nadie ha de absolverlo? 



72 E. ACEVEDO DÍAZ 



¡ Xo ! Esa constancia era inútil. ¡ Cuan distintos 
eran sus ensueños ! 

Y al meditar sobre esto, volvía la imagen del 
ausente, del débil, del abnegado, á retratarse en su 
espíritu lleno de congoja, al igual de una luz se- 
rena y brillante en las medias tintas de un cre- 
púsculo. 

Entonces poníase á andar de una á otra parte ca- 
bizbaja, al punto de que encontrándola á su paso 
don Carlos solía volverse y decirle con mucha se- 
renidad : 

— ¡ Xo te aflijas, hija ; si todo se ha de allanar í 
¿No me ves á mí vivo ? ¡ Y qué te figuras ! mu- 
chas balas me silbaron en la oreja y muchos cu- 
chillos buscaron con sus filos mi garganta. No por 
eso me tendieron á lo largo por siempre. ¿ Por qué 
no ha de suceder lo mismo con este mancebo vo- 
luntarioso? 

Como en otra ocasión análoga, él repitiese el 
epíteto, Natalia díjole : 

— ¡ Ay, no ! Él es noble y bueno . . . como su 
padre. 

Y se había inclinado llorando, para recoger unas 
violetas que cayeron de su seno. Contemplando un 
instante aquel cuerpo esbelto y aquel rostro lleno 
de frescura y de gracia á pesar de su sello de 
aflicción, el viejo corrió hacia ella y la besó en la 
frente, replicando solícito y apurado: 

— ¡Sí, hija mía, sí por Dios! ¿Quién puede 
dudarlo?... Si á veces no sé lo que me digo de 



GRITO DE GLORIA 273 



rabia contra estos rancios que se empecinan en re- 
tener lo que no les pertenece por derecho. Por- 
que . . . 

Y ahogándose, había huido don Carlos á su es- 
critorio. 



xxin 



Esteban 



Una noche, Natalia notó que Souza parecía más 
contento que de costumbre. 

listaba comunicativo en exceso, aventuraba cier- 
tas frases de intención, y hasta llegó á decir que 
la guerra debía terminarse de un día para otro, 
según su creencia. 

Estas palabras preocuparon á sus oyentes, que 
eran las damas. 

Don Carlos jugaba al tresillo en la próxima ha- 
bitación con don Pascual Camaño, á puerta entor- 
nada ; de manera que se percibían con claridad sus 
risas y voces, ya que no el sentido y alcance de 
sus diálogos. 

A la afirmación de Souza, repuso la señora : 

— Si fuese por la paz que esto acabase, al con- 
tento de todos, más no podría pedirse. 

— No aseguraría tanto — dijo aquél con mesura; 

18 



274 E. ACEVEDO DÍAZ 



— pero en un simple hecho de armas sin mayor 
efusión de sangre, acaso el resultado fuese el 
mismo. 

— ¡ Eso sí que no me parece ! — observó Nata- 
lia con un acento de firmeza y confianza que puso 
algo nervioso al oficial. Le he oído referir á mi 
padre que sus paisanos, cuando van á guerras 
como estas, triunfan ó vuelven pocos. 

— Ese es nuestro dolor — agregó la señora, 
suave y resignada. 

Souza recogióse un instante con dignidad, acari- 
ciándose el extremo de los bigotes y luego respon- 
dió cortés : 

— ¡Oh, nadie duda del valor de los nativos! 
pruebas tienen dadas de su virilidad en guerras 
desiguales, aunque hayan sido para ellos sin suerte. 
De aquí que no siempre el heroísmo sea lo bas- 
tante para alcanzar lo que se sueña ; aparte del 
número es necesario el poder del dinero, sin el 
cual el mejor esfuerzo se malogra. 

— ¡Roña! — gritaba sulfurado en ese momento 
don Carlos en la otra habitación. ¡Sí, señor! 
Roña . . . Las onzas no se escatiman de esa ma- 
nera ; se ganan y se guardan para utilizarlas luego 
con provecho. Así que llega el caso de ponerlas á 
la suerte, se juegan, y si se pierden cómo ha de 
ser! ; Qué me viene usted c<m esas reservas, por 
San liando voy jugando más que usted en 
la partida ? 

— ¡Lo sé, amigo viejo, lo sé! -contestaba la 
de Catnaño. Pero en todo azar... 



GRITO DE GLORIA 275 



A esta altura del debate, las voces bajaron é hi- 
ciéronse confusas. 

No por esto se interrumpió el diálogo de la 
sala. 

Por el contrario, la señora, que había recogido 
aquellos ecos un tanto en suspenso, se apresuró á 
replicar á Souza : 

— Nosotras no entendemos bien de esas cosas. 
Hablamos por sentimiento ¡usted comprende! por 
cariño que nos ata y domina. 

Souza asintió; y pasó delicadamente á otro tema 
más familiar, tratando por todos los medios inge- 
niosos de recuperar lo que creía haber perdido en 
el espíritu de Natalia con sus medias frases miste- 
riosas. 

Habló de los entretenimientos de don Carlos 
con el tresillo, la malilla ó el ajedrez, observán- 
dole la señora que eran hábitos de antaño con sus 
íntimos, y que ponía siempre algo en las partidas 
para interesarlas ; por lo que no debían extrañarle 
sus espansiones y entusiasmos, de que daba prueba 
en ese momento mismo. 

Con efecto, la voz de don Carlos se alzaba de 
nuevo, oyéndose que decía franca y cordial : 

— ¡ Ah, señor de Camaño ! . . . Yo bien sabía 
que habríais de caer en la remanga como una pla- 
tija, porque en estos juegos las onzas entran de 
canto y se quedan luego en pilas... ¡Nada: lo di- 
cho ! La partida ha sido de fuerza, no se ha per- 
dido la noche, el caso era de aprovechar sin es- 



276 E. ACEVEDO DÍAZ 



crúpulos de monja. ¡ Al diablo con las delicadezas 
cuando prima la necesidad ! Cincuenta onzas, uni- 
das á otras, sirven á los menesterosos. 

A esto replicaba algo de poco inteligible don 
Pascual, y las voces fueron poco á poco convir- 
tiéndose en murmullos. 

Media hora después, cuando Souza se retiró, iba 
pensativo. 

Indudablemente la actitud de Xata, cada día más- 
reservada, lejos de atenuar el impulso de la pasión 
que sentía incrementarse en él, la exasperaba y enar- 
decía al punto de que empezaron á cruzar malas 
ideas en su cerebro. 

Cierto era que este fenómeno se venía operando 
de algún tiempo atrás en sus sentimientos. La re- 
pulsa constante habíale enconado y llevaba camino 
de endurecerle. 

Acaso la conspiración de Calderón que debía es- 
tallar por horas en el campo de Oribe, le allanase 
las dificultades. 

Por su parte, había influido lo suficiente con los 
intermediarios del jefe sitiador para que su afortu- 
nado rival entrase en el número de los que fueran 
eliminados por sus propios amigos. 

¡ Xo quitaba, ni ponía rey ! Si por cualquier cir- 
cunstancia el plan se malograra, estaba él dispuesto 
á buscar por todos los medios la solución; procu- 
rando eso sí, que la hija de Robledo no llegase á 
apercibirse de su acción directa en ¿Año de Luis 
Alaría. 



GRITO DE GLORIA 277 



Eso pensaba y estaba decidido á hacer. 

¿No era Luis María su enemigo en la guerra y 
su rival en el amor, y en una como en otra lucha 
los ardides y estratagemas no eran lícitos? ¿No se 
habían compensado mutuamente sus acciones caba- 
llerescas? ¿Estaba obligado á guardarle deferencias 
que reñían con el cumplimiento estricto de los de- 
beres militares? De ninguna manera. 

En buenos instantes le asaltaban á Souza ímpetus 
siniestros. 

Pero, forzoso le era reprimirlos, hasta tanto se 
desenvolvieran los sucesos que seguían en incuba- 
ción. 

En definitiva, aquella guerra no podía prolongarse 
mucho ; llegarían refuerzos ; se tomaría la ofensiva; 
y si Berón salvaba del desastre, lo que él pondría 
empeño en que no acaeciese, tendría que irse al 
extranjero por tiempo indeterminado. 

Por el momento, las probabilidades se inclinaban 
á su favor. 

Los que conspiraban en el campo enemigo eran 
de empresa y mano segura ; ni temían, ni perdona- 
ban. Por otra parte, serían auxiliados por fuerzas 
de la plaza. 

Un golpe de efecto reservaría él para Natalia, en 
estos días; el de la libertad de su padre, por quien 
venía interesándose con el general Lecor con ver- 
dadero empeño y confianza en el éxito. 

Esta conducta crearía un nuevo vínculo de gra- 
titud, evitando por lo menos que el odio llegase á 



278 E. ACEVEDO DÍAZ 



reemplazar al afecto amistoso en el corazón de la 
joven. 

Después, la obra era del tiempo, de la constan- 
cia, de la persuasión. Nada resistiría á los proce- 
deres hábiles y correctos. 

Las intenciones de Souza llegaron á acentuarse 
contra Luis María, y su acritud subió de punto, 
cuando al día siguiente, ya tarde, se supo en la 
plaza que la trama tan bien urdida había sido des- 
hecha ; que el jefe del movimiento había sido apre- 
sado por Oribe ; y que por encima de este fracaso 
se habían producido serias deserciones en ciertos 
cuerpos de la guarnición. 

En casa de don Carlos, la noticia fué muy co- 
mentada alegremente. 

Sin la menor efusión de sangre, aquel plan te- 
nebroso había abortado; la buenaventura estaba de 
lado de los leales ; no cabían traidores en sus filas; 
éstos se estrechaban con firmeza, en tanto decaía 
en el recinto la confianza. 

Al oir la nueva, Natalia experimentó una fuerte 
impresión y dijo ;i su protectora : 

— Tal vez eso tenga que ver con aquello que 
Souza decía, ¡madre!... Aquello deque todo con 
cluiría pronto. 

— ¡Bien puede ser! -respondió la señora. Sa- 
bes que él es un poco enigmático en sus confiden- 
cias á medias. . . Pero ahora debemos estar tran- 
quilos, si todo lo qu i es cierto. 

— [Cómo dudarlo! Sí no fuese así ya nos ha- 
brían alligido con sus músicas y festejos. 



GRITO DE GLORIA 279 



Don Carlos recorría el patio contento á pasos 
precipitados; y en una de sus vueltas, acercándose 
al oído de su mujer, murmuró sin omitir sílaba : 

— Anoche le saqué cincuenta onzas al cicatero de 
Camaño, y hoy veinticinco a' Calixto, el del depó- 
sito de maderas. 

— ¡Ya te oímos! — repuso riendo la señora. Ha- 
blabas bastante en voz alta ; pero Souza se fué cre- 
yendo que eran ganancias al tresillo. 

— j Está fresco ! Amarillas para los pobres, mu- 
jer; para unos pobres de solemnidad que viven al 
raso en el campo sin otra ayuda que Dios y sus 
fuerzas. 

Siquiera algunos han de poder vestirse y surtirse 
de ciertas cosillas indispensables que meterán es- 
truendo j por Cristo ! porque en ellos el plomo ha 
de andar revuelto con el acero y el bronce. 

Los ojos del viejo relucían, y apretaba los labios 
hasta esconderlos en la cavidad sin dientes. 

Su compañera no tuvo tiempo de objetarle nada, 
pues él se alejó á su escritorio con el gorro en la 
nuca, procurando erguirse cuan alto era, á paso 
militar. 

Después de estos acontecimientos sucedióse por 
algunos días una inacción extraña en las tropas del 
recinto. 

Tal estado de cosas se prestaba á todo género 
de congeturas ; las que se hacían sin reservas á pe- 
sar de las amenazas publicadas por bando y de la 
persecución reiniciada contra los desafectos con 
brusca violencia. 



280 E. ACEVEDO DÍAZ 



Pero muy pronto se divulgó el rumor de la lle- 
gada de refuerzos, y el aspecto del recinto sufrió 
un cambio completo. 

Don Carlos presenció desde su mirador la en- 
trada de las naves de guerra, con mar tranquila y 
suave brisa. 

La furia del viento y de las olas en la costa 
bravia del levante, no salió esta vez al encuentro 
de aquella nueva expedición enemiga para ayudar 
á los débiles en su obra. 

— ¡ Oh, elementos caprichosos ! — prorrumpía 
don Carlos siguiendo atento con el anteojo la 
marcha triunfal de las corbetas y transportes cuando 
doblaban la Punta del Este á velas desplegadas y 
banderas al tope; — ¿por qué no bramáis sudeste 
irreductible, para arrojar ese presente dañino con- 
tra las restingas y cantiles como despojos de nau- 
fragio? ¿por qué no silbas «pampero» formidable, 
como millón de Hechas disparadas por mil tribus 
del desierto, y empujas, desarbolas y tumbas esas 
neirras naos mar adentro, allá dundo levantas cor- 
dilleras de olas capaces de estrellar entre sus cres- 
tas toda una escuadra de Xerxes? Dormís, vientos; 
dormís, ondas fragorosas ... y en tanto las hormi- 
gas trabajan á la espera del oso que lia de engu- 
llirla 

Así sois los fuertes ¡ por Santiago ! como las 
; os respetáis, IX) venís á las manos sino por 
Un evento; cuando se os precisa y se os i 
dormitáis en los antros sin importaros un comino 



GRITO DE GLORIA 281 



de nuestra suerte ... ¡ Andaos al infierno, fuerzas 
brutales é incapaces ! 

Y dejando el catalejo de golpe, don Carlos ha- 
bía descendido colérico para encerrarse en su escri- 
torio. 

Mucho bullicio hubo en la ciudad ese día ; y 
antes de la noche llegó á saberse que se habían 
desembarcado gran cantidad de elementos bélicos 
para el ejército y la armada, así como uno de los 
contingentes pedidos compuesto de cuatro batallo- 
nes de línea, cazadores y granaderos de la guardia 
imperial y otras fuerzas regulares. 

Añadíase que á estos regimientos debería se- 
guirse la llegada por la antigua línea divisoria de 
dos mil ginetes perfectamente listos para una carga 
a fondo. 

Guadalupe que no perdía ocasión de recoger en 
la calle toda novedad cuyo conocimiento interesase 
á su ama, se encontraba desde la puesta de sol en 
una esquina de la calle de San Carlos viendo des- 
filar las tropas á sus cuarteles al son de trompetas 
y charangas. 

Muy alborotada estaba ante tantos morriones, 
penachos, correajes y banderas ; tantos semblantes 
desconocidos, aunque á ella le parecían iguales, 
aberenjenados y chatos, cuando no retintos y trom- 
pudos ; tantas bandas lisas rumorosas y desaforados 
chin-chines ; y tanto traquear de carromatos car- 
gados con bagajes como para una cruda campaña, 
lira aquel un desfile brillante lleno de reflejos y 



282 E. ACETEDO DÍAZ 



vivos colores, ruidos prolongados y haces de ar- 
mas lucientes entre aclamaciones de bienvenida y 
dianas que encadenaban sus ecos á lo largo de las 
explanadas y bastiones. 

La artillería solía unir su voz al general estruendo 
á modo de extenso y ronco mugido. 

Poco á poco todos estos ruidos se fueron apa- 
gando; y cuando la noche venía a grandes pasos, 
notó recién Guadalupe que el escuadrón de nativos 
que había acompañado á otros cuerpos en la recep- 
ción alineado por una acera al flanco de la plaza, 
se apresuraba á formar para emprender marcha á 
su cuartel. Mantúvose quieta la negrilla hasta que 
desfilase, tal vez con el solo objeto de hacer al- 
guna morisqueta á don Cleto, que en él drago- 
neaba á la fuerza. 

El escuadrón rompió marcha al trote y toque de 
clarín. 

Pasado habrían cinco mitades, cuando haciendo 
punta en la siguiente un ginele apuesto y garboso, 
pero renegrido como un cuervo de las asperezas 
íloridenses — según le pareció á Guadalupe, — fijó 
en ella el blanco de sus ojos, saludándola cortés y 
militarmente con el sable que llevaba terciado con 
bizarría. 

La negrilla se quedó estática, encogida por la 
sorpn 

El escuadrón acabó de desfilar ; alejóse ; perdióse 
en las sombras entre un desconcierto de cascos y 

de vaina 



GRITO DE GLORIA 283 



Pero ella siguió mirando quieta y arrobada. 

Luego, cual si saliese de un estupor al sentir el 
toque de queda, apresuróse á llevar sus manos á la 
cabeza para advertir si sus racimillos de saúco es- 
taban peinados ; después al seno, recubierto por un 
pañuelo limpio de algodón, por si se le había des- 
prendido el alfiler rematado en cuenta roja que lo 
prendía; por último al delantal de lana floreada, 
que sacudió aturdida; y como un viento partió de 
súbito contorneándose y echando para atrás la vi- 
sual por si los ojos blancos le lanzaban ^Igún des- 
tello desde el fondo de la noche. 

A quien ella acababa de ver, y la había saludado, 
era Esteban. Una nueva y grande sorpresa. 

La negrilla no cabía en sí de gozo. 

Muy cerca ya de la casa de Berón, y libre un 
tanto de su aturdimiento, Guadalupe entró á pensar. 

¿Por qué está aquí Esteban? No ha ido á salu- 
dar á sus amos viejos, que lo vieron nacer y criarse 
junto al niño Luis María, su hermano de leche y 
después su señor. ¿ Cómo creer que él fuese un 
ingrato que hubiese abandonado al que le había 
dado libertad para entregarse al servicio de sus ene- 
migos ? ¡ Oh ! no era posible. Debía haber caído 
prisionero en alguna refriega, condenándosele des- 
pués al servicio en la tropa auxiliar de extramuros 
como al pobre don Cleto. Lo que habría en el 
fondo de todo era eso, y le tendrían siempre 
acuartelado por temor de que desertase. Sea como 
fuese, estaba bueno y sano, y ya se presentaría oca- 
sión de hablarle. 



284 E. ACEVEDO DÍAZ 



Guadalupe entró en la casa casi sin aliento. 

Las señoras se encontraban en el escritorio Ila- 
ción Jóle compañía á don Carlos, con quien con- 
versaban de pie cogidas de la cintura en cariñosa 
familiaridad. 

Reprimiéndose en lo posible, Guadalupe contó 
lo que había visto en la calle de San Carlos, el 
desfile de los cazadores y granaderos y la aparición 
de Esteban en filas del escuadrón de nativos, sin 
omitir los menores detalles del encuentro, del sa- 
ludo y de su asombro. 

En suspenso se quedaron todos por breves ins- 
tantes. Don Carlos arrugó el ceño. 

Su esposa pareció conmovida, balbuceando estas 
palabras : 

— ¡ Ha dejado solo á mi Luis ! 

Natalia la acarició y díjole confiada y risueña: 

— ¡ Oh, él volverá á su lado ! Yo lo conozco 
bien ; si está aquí no es por su voluntad, madre, 
y sobre esto estoy tan segura como si lo hubiese 
visto. 

Guadalupe solicitada en todo sentido, no hizo 
más que repetir lo que trasmitiera al principio. 

Preguntáronle si no se habría equivocado, á lo 
que ella respondió sin titubear: 

— ¡ Ah, no ! créanme sus mercedes: tengo su es- 
tampa aquí en mitad de los ojos. 

— Seguro es, dijo Natalia sonriendo. ¿ Y te sa- 
ludó con el sable, Lupa ? 

— Como negro de buena casa, niña, y más aires 
que un tambor mayor. 



GRITO DR GLORIA 285 



Don Carlos seguía callado, haciendo castañetear 
sus dedos sin descanso. 

De pronto llamaron á la puerta de calle. 

Sintiéronse luego pasos en el patio; y cuando 
ya salía Guadalupe una voz conocida decía humil- 
demente : 

— ¿Da permiso su mercó? 
Era la voz de Esteban. 

— ¡Entra! — gritó don Carlos como saliendo de 
un sueño. 

Apareció el liberto en el umbral, avanzó un paso 
y se cuadró, diciendo como cuando era chico y no 
hubiera mediado larga ausencia : 

— ¡La bendición los amos! 

— Dios te la dé, hijo — murmuró la señora con 
los ojos llenos de lágrimas. 

Don Carlos abrió cuan grandes eran los suyos, 
echóse atrás el gorro y estuvo mirándole un ins- 
tante fijamente. 

Luego se puso á pasear precipitado encogiendo 
el hombre izquierdo hasta llevarlo d la altura de 
la oreja ; y ahuecando la voz echó por encima la 
visual, preguntando severo: 

— ¿De dónde sales tú ? . . . ¿ Cómo has dejado á 
tu amo ? 

— Caí prisionero, señor. 

— Prisionero, ¡ eh 1 ¿Desde cuándo?... 

— Desde el día de la salida. Yo diré á su mercé . . . 

— Di! Sí. Es preciso que te expliques. 

— A mi amo le mataron el caballo en la gue- 



286 E. ACEVEDO DÍAZ 



rrilla y él quedó abajo, de modo que no pudiendo 
zafarse, lo tomaron los « mamelucos «... 

— I Que lo tomaron ? 

— ¡ Oh ! — exclamaron la madre y Natalia á un 
tiempo. ¿Eso es verdad? 

— Crean sus mercedes que sí — repuso Esteban. 

— ¿Y qué sucedió después? — prorrumpió don 
Carlos. 

— Después aconteció que los compañeros car- 
garon por salvarlo, y lo consiguieron. Mi amo 
quedó libre sin lesión ninguna. Pero yo fui des- 
graciado, como ven sus mercedes; cargué también, 
mi caballo rodó y cuando volví á montar me en- 
contré envuelto en el tropel, y me arrastraron hasta 
donde estaba la tropa de infantería... 

— ¿ Cómo no te mataron negro? — interrogó don 
Carlos más tranquilo y atento. 

— En la rodada perdí el sombrero, y si su mercé 
supiese que yo tenía puesto un vestuario de pau- 
lista, de unos que tomamos en el paso del Rey, 
porque andaba ya muy despelechado... 

— ¡ Ah, comprendo ! Te confundieron en los pri- 
meros momentos con otros pájaros del plumaje. 
¿Y luego ?. . . 

— Me trajeron á la cindadela, y estuve preso 
muchos días sufriendo castigo;. 

Al cabo un jefe me pidió para su cuerpo, donde 
serví un poco de tiempo. Después de esto me han 
pasado al escuadrón de auxiliares. 

Hoy me dieron licencia por primera ve/, y he 
venido. . . 



GRITO DE GLORIA 287 



— Sí — le interrumpió el señor Berón. Es bas- 
tante extraordinario lo que nos cuentas y de que 
estábamos bien ignorantes á fe mía; lo que con- 
firma aquel adngio de que, por donde uno menos 
se imagina salta la liebre. ¡Canarios! Pues no es 
humo de paja todo eso que tú has dicho muy se- 
reno en cuatro palabras. ¿ Han oído ustedes á este 
negrillo ? 

La señora y Natalia abrazadas escuchaban en si- 
lencio. 

— Sí, — dijo ai fin la primera. Veo que al es- 
cribirnos poco después, nuestro hijo nos ocultó el 
percance... ¡Pero, ya eso pasó! Ahora pienso 
cuánta falta le hará Esteban. 

— ¡Oh ! ¡ Ya haremos que vuelva! ... ¿Te atre- 
verías á volver de cualquier modo? 

Y don Carlos clavó en el liberto su mirada pe- 
netrante. 

— Sí, señor — contestó Esteban. De un día para 
otro. Sabe su mercé que soy de á caballo y ba- 
queano. Xo espero más que una noche oscura 
cuando andemos á busca de forraje, para escaparme 
con otros compañeros. 

— ¿ Entonces contigo se irán algunos ? 

— Sí, señor ; y más que esos si se pudiera . . . 
Don Carlos reflexionó un breve rato. 

— ¡Está bien! — dijo. Cuando tú creas que ha 
llegado la oportunidad de la fuga avísamelo, por- 
que te quiero encomendar una cosa de interés. Por 
esto verás la confianza que te tengo. Seguro estoy 



288 E. ACEVEDO DÍAZ 



que cumplirás lo que he de encargarte, si no te 
matan. 

El liberto se inclinó callado. 

— Y como la licencia que te han concedido ha 
de ser corta, conviene que te vuelvas al cuartel para 
hacerte acreedor á otras ; pero antes ve lo que 
precisas, para que te se dé aquí todo. Pide sin re- 
servas negro, pues tus amos no han cambiado en 
nada desde que te fuistes. 



XXIV 



El cofre de Natalia 



Después de ese día, Esteban venía con la mayor 
frecuencia, aprovechando sólo en esas visitas la hora 
de puerta franca. 

Etí cada una de ellas, su tema obligado de con- 
versación era su joven señor con cuyo recuerdo 
deleitaba á sus antiguos amos. 

Tenía también sus buenos momentos que consa- 
grar á Guadalupe, á causa de lo cual la negrilla se 
estaba en la cocina más tiempo que el ordinario. 

Los otros sirvientes llegaron á decir que los dos 
S« lo pasaban « enlucernándose » á La sobremesa, 
aparte de hablarse muchas veces al oído como per- 
| . : 



GKITO DE GLORIA 289 



Agregaban que una tarde Guadalupe había brin- 
dado á Esteban con una ramilla de aromas, y que 
Esteban le había regalado un zarcillo de plata que 
desde criatura llevaba en la oreja izquierda. 

Los señores reían de estas cosas, y las observa- 
ban acaso con complacencia. Difícil hubiese sido 
encontrar una pareja negra mejor proporcionada y 
más bizarra, pues que era ella una mujer de pleni- 
tud fisiológica, maciza y fuerte, y él un mocetón 
robusto que tenía el don de imitar el aire y hasta 
el vestir de su amo. 

Y esto, al punto de que cuando lo veía salir la 
señora gallardo, flexible, á paso medido con una 
mano atrás sobre la cintura y la otra en el bigote, 
no podía reprimir una sonrisa, diciendo á Natalia : 

— ¡ Si mi Luis lo viese, sería un jolgorio ! 

Cierta mañana muy ventosa y fría en que la 
hija de Robledo se hallaba sola en su dormitorio 
escribiendo para su padre, entróse Guadalupe con 
un braserillo, que colocó próximo á los pies de 
su ama. 

En tanto se esmeraba en la colocación de aquél, 
invirtiendo en la diligencia más tiempo que el ne- 
cesario, Natalia levantó la vista distraída, la miró, 
y notando en ella marcados barruntos de hablar 
díjole : 

— Algo tienes tú que decirme. 

— Adivinó, niña. . . ¡ Pero yo no sé cómo atre- 
verme ! 

Guadalupe parecía tener dentro de sí mucha agi- 
tación. 



290 E. ACEYEDO DÍAZ 



— Atrévete — repuso la joven dulcemente. 

— Pues vea su mercé : Esteban anda lo más afli- 
gido á causa de que no puede levantarse con sus 
compañeros tan pronto como quería. . . 

— ¿Le han sorprendido en algo ? 

— ¡ No, niña ; no es eso ! Sino que él dice que 
con un poco de dinero para darle á un sargento 
« mameluco » de su compañía, todo quedaba listo, 
y en una noche salían zumbando campo afuera sin 
quedarse un solo hombre de su escuadrón. 

— ¡ Oh, qué suerte sería ! ¿ Y eso podrá hacerse ? 

— Él jura que sí, y se lo creo. Casi todos los 
soldados son orientales prisioneros ó que sirven 
á la fuerza, y les han puesto oficiales y sargentos 
paulistas para tenerlos sujetos. Esteban dice que esto 
no importa nada, :í salvo el sargento, que es preciso 
comprar. . . 

— [Ahí ¿Y si ése lo descubre? Xo, Lupa, no 
quiero que me hables más de eso! — exclamó Na- 
talia con firmeza. El que se da por dinero á unos, 
se da á otros ; y al fm el pobre Esteban sería el 
sacrificado. . . 

ladalupe se calló como una muerta. 

Como Natalia siguiese su escritura, ella se fue d 
paso leve, cabizbaja. 

Concluida su carta, la joven apoyó el rostro en 
la mano y se quedó pensativa. 

Preocupábale lo que había oído momentos antes. 

Quizás ella había opinado sin mucha reflexión 
respecto al a creto de que le hiciera confi- 



GRITO DE GLORIA 291 



dencia su esclava. ¿ Qué entendía ella de esas cosas 
de hombres de armas ? Bien era posible que Este- 
ban tuviese plena seguridad de salir airoso en su 
tentativa, puesto que conocía á fondo á sus compa- 
ñeros y á sus superiores. A más, él hacía por su 
causa lo que estaba en su mano ; era honrado y 
valiente, y era preciso que se fuese cuanto antes con 
su señor que le echaría de menos, llevándole un 
buen contingente de hombres sufridos. 

¿Por qué no consultar esto con el señor Berón? 
Sería lo más discreto. ¡Pero tan adusto el anciano!... 
Iba tal vez á salir diciéndole que esas eran « cosas 
de negro ». 

Tampoco quería explayarse con su protectora 
por temor de llevar á su ánimo nuevas inquietu- 
des é incertidumbres. 

Todo el día se lo pasó Natalia absorbida por es- 
tos pensamientos, viva siempre la memoria de su 
amigo como un estímulo perenne que la predispo- 
nía y empujaba á aceptar todos los medios de esa 
índole en su obsequio y en el de la causa de sus 
afecciones. 

Por la noche, retirada ya á su aposento, llamó 
á Guadalupe y reanudó con ella la conversación de 
la mañana, revelando un interés ardiente por lo que 
entonces acogió con escrúpulos al parecer inven- 
cibles. 

Guadalupe que había pasado largas horas de des- 
aliento, tuvo una grande alegría ante las manifes- 
taciones favorables de su ama; y cuando ésta le en- 



292 E. ACEYEDO DÍAZ 



señó un cofrecito de madera que guardaba onzas 
de oro, la negra, que se había arrodillado cerca de 
ella para hablarla con sigilo, cogióle las manos y 
se las besó llena de indecible gozo. 

Aquella pequeña arca le había sido dejada por 
don Luciano con facultad de disponer de su con- 
tenido, que era el de quince onzas, en la forma 
que creyese más útil. Nunca tuvo necesidad de re- 
currir á ella allí donde se le consideraba como 
una hija; de modo que se hallaba intacta lo mismo 
que una reliquia. 

¡ Qué bien empleada estaría en beneficio de los 
que sufrían por su tierra ! 

Natalia abrió el arca, cogió en puñado las mo- 
nedas sin contarlas, púsolas de nuevo en su sitio, 
y preguntó algo afligida : 

— I Alcanzará esto, Lupa ? 

— ¡ Yo creo, niña ! 

— ¡Si es un puñadito!... ¿Y por esto se com- 
pra un hombre? 

— Por mucho menos. ¡Oh, como su mercé no 
conoce estas cosas! Por cinco «patacas» se vende 
un cabo, y por diez un sargento cuando tiene ga- 
nas de desertar dice Esteban; ahora, figúrese su 
mercé que ojos abrirá este que da trabajo, cuando 
él le ponga al alcance dos no más de esas ama- 
rillas. 

— No importa, Lupa. ¿Cuándo viene Esteban? 

— Mañana, nina. 

— Bueno. Así que venga se las darás todas, aun- 



GRITO DE GLORIA 293 



que yo creo que no bastan para lo que él quiere. 
Si fuera así, dímelo en el momento mismo, que yo 
veré cómo se ha de remediar eso. Pon el cofre ahí 
en la mesa de donde lo tomarás mañana y se lo en- 
tregarás, con mucha recomendación de que guarde 
el secreto. 

Prometió Guadalupe cumplir todo religiosamente; 
puso el arca en el sitio indicado ; y después de 
permanecer un rato todavía en conversación ani- 
mada con su ama, se retiró á esperar con ansia el 
sol del nuevo día. 

Esteban fué puntual á la cita. 

Conducíase tan bien en el servicio, era tan hábil 
en su profesión de soldado, y cedía tan dócilmente á 
la regla de severa disciplina, que sus superiores ha- 
bían concluido por reconocerle méritos á su con- 
fianza. 

Como no abusaba nunca de la licencia, caso 
poco común, concedíansela ahora sin objeción, 
pues que ella sola podía ser aprovechada entre mu- 
ros sin oportunidades tentadoras. 

Alguien sin embargo, les había advertido que tu- 
viesen en cuenta la circunstancia de haber sido el 
liberto asistente de un joven « revoltoso » que era 
ayudante de Oribe, y que figuraba con cierto brillo, 
por pertenecer á una de las principales familias del 
país. 

Al principio esta prevención puso en cuidado á 
los jefes ; pero, el celo llegó á adormecerse á me- 
dida que la buena conducta del liberto se fué afian- 
zando. 



294 E. ACEVEDO DÍAZ 



Sin temor alguno pues, desde que las sospechas 
se habían desvanecido, Esteban venía haciendo su 
trabajo de hormiga negra. 

Nada había comunicado á don Anacleto, su com- 
pañero de desgracia, sabiendo que al viejo capataz 
se le soltaba con facilidad la lengua ; en cambio, 
habíase atraído aquellos elementos del escuadrón 
que en su concepto eran los indispensables á la 
empresa, lo que probaba que ¿l sabía distinguir- y 
utilizar los hombres — calidad superior de que ca- 
recían muchos que ocupaban más altos puestos. 

Al habla con Guadalupe, y enterado de las dis- 
posiciones de su joven ama, el liberto no pudo 
menos de sorprenderse y de expresar su contento 
con todo género de demostraciones cariñosas á la 
esclava. Aquello superaba sus mayores deseos. 

No era necesaria una suma tan crecida. Con la 
mitad bastaba. 

— La niña da todo — dijo Guadalupe ; pero, 
¡ que ha de callarse sobre esto ! 

— Nadie lo ha de saber — contestó Esteban, — ó 
no soy hombre libre. Mi ama puede quedar tran- 
quila. Tomo yo la mitad, y guardas el cofre sin 
decirle nada á la niña. 

Yo he de volver cuando sea tiempo y todo esté 
pronto. 

El liberto se fué con las seguridades de Guadalupe 
de que iba a rogar á la virgen de los milagros por- 
que fuese él feliz en SU intento, cuanto iban á serlo 
LUIOS y ella misma, asj que lo viesen libre con 
sus compañeros de la tiranía del recinto. 



GRITO DE GLORIA 295 



Por otra parte, sentía cierto orgullo de que fuese 
Esteban el iniciador y el actor principal de aquella 
temerosa aventura. 

Con todo, transcurrieron bastantes días sin que 
el liberto apareciese. 

Tampoco había vuelto Nerea, la mensajera siem- 
pre anhelada, con nueva correspondencia secreta. 

Natalia acudía todas las mañanas á su observato- 
rio haciendo funcionar el catalejo á diversos rum- 
bos, deseosa de descubrir algún indicio de grato 
augurio. 

Pocas novedades ocurrieron en los contornos, 
aparte de muy lejanos tiroteos, de salidas y entra- 
das de regimientos que hacían el servicio de plaza 
y de pasajes frecuentes de partidas por la zona li- 
bre á tiro de cañón. 

El invierno era riguroso, aunque ya corría á su 
término ; y á su influjo el campo presentaba un 
aspecto de profunda tristeza con su extenso tapiz 
recubierto de cardizales del color de la escarcha 
que retoñaban fecundos al pie de los que había se- 
cado el último estío. 

Los agaves exóticos comenzaban á largar sus pi- 
tacos gruesos y enhiestos de un morado y verde 
sombrío aún sin anteras ni liseras, orillando las 
tierras arables con sus anchas y múltiples hojas 
armadas de agudos pinchos. Destacábanse en es- 
queleto los « ombúes » descubriendo a la vista 
todo su tronco robusto, y formando contraste el 
amarillo claro de su ruda corteza con el verde sin 
fin de las hierbas. 



296 E. ACEVEDO DÍAZ 



De la parte del este, por encima de los tejados 
bajos que se extendían ondulando según las inflexio- 
nes del terreno hasta la costa riscosa, espaciábase 
el inmenso río á perderse en el océano hinchado 
y tumultuoso bajo las alas del viento sur. 

Un buque de dos mástiles y bauprés, velas cua- 
dradas y una gran cangreja, que no llevaba en el 
palo mayor aparejo de bergantín-goleta, surcaba 
veloz las aguas rumbo al Buceo, de cuyo pequeño 
puerto distaba apenas una milla. 

Muy atrás, en el horizonte del sur, navegando 
también á todo trapo, divisábanse otras dos naves 
que parecían venir en persecución de la primera 
en orden de escuadra. 

El bergantín redondo no traía bandera. Ten- 
dido sobre una de las bordas, con gruesa ampolla 
en el velamen, alzábase sobre el oleaje ágil y ma- 
rinero como una enorme gaviota que rozase las cres- 
tas con el extremo de sus alas. 

Natalia dirigió el anteojo d las más apartadas; y 
á poco de observar, percibió al tope los colores 
del Brasil. 

Vivamente inquieta, volvió el tubo al bergan- 
tín. Éste izaba bandera tricolor en ese momento, y 
viraba de bordo poniendo proa al océano. Las 
lonas en parte recogidas, se sacudieron flojas al- 
gunos minutos, luego se inflaron formando elipses, 
y el buque acostándose muellemente sobre una de 
sus bandas, arrancó mar afuera. 

Los otros venían ya próximos, Una nubécula 



GRITO DE GLORIA 297 



blanca como un copo de algodón con un chispazo 
que se esparció del centro á las bordas, brotó de 
la banda del bergantín, y tras una pausa llegó el 
eco de una detonación distante. 

A ésta, se siguieron otras. 

Los disparos salían de los tres buques, especie 
de bocanadas de humaza que el viento clareaba al 
instante y cuyos retumbos se perdían roncos en la 
atmósfera. 

El bergantín verileaba audaz eludiendo los es- 
collos de la punta Brava y aumentando la delan- 
tera á sus perseguidores, que marchaban en línea 
paralela; y con el sol que ya descendía, dejóse al 
fin de ver su casco, luego los estáys, los foques, el 
velamen, hundiéndose en el horizonte brumoso. 

Natalia se retiró del mirador impresionada. 

El patrón de una zumaca pescadora que había 
estado en la ensenada de Santa Rosa, contó des- 
pués á don Carlos que un bergantín del corso aco- 
sado por otros dos brasileños, consiguió burlarlos 
por la tarde; y que en la noche pudo desembarcar 
un contingente de armas y hombres en punto seguro 
de la costa. 

— ¡ Ese sí que es lobo de mar ! — había dicho 
don Carlos. Muchos de esos quiero yo en auxilio 
de los que no tienen más esperanzas que sus pro- 
pias fuerzas, bien reducidas y pequeñas, y un ideal 
tan grande como un despropósito por Santiago ! 
Lo que afirmo: alas de águila en cuerpo de pollo, 
y no digo más ! 



298 E. ACEVEDO DÍAZ 



XXV 



Rumor de victoria 



En esas largas noches de invierno, don Carlos 
retenía á sus amigos de confianza algunas horas al 
amor de la lumbre, comentando con la mayor mi- 
nuciosidad todos los sucesos y abriendo juicios so- 
bre cosas de futuro. 

Ya no era un misterio que el barón de la La- 
guna se había resistido á emplear sus tropas de 
línea en una campaña contra las irregulares de la 
revolución, y aconsejado á su soberano que solo 
destinase á ese objeto el elemento similar río-gran- 
dense, apto y suficiente para detener sus progresos 
y domeñar sus ímpetus, concluyendo de un golpe 
á cercén con la obra de la temeridad. Fundaba su 
opinión en la experiencia adquirida. Sus datos cier- 
tos denunciaban un país casi despoblado, cuyos es- 
casos moradores, grandes ginetes, aparte de una 
bravura indomable, robustecían su acción y su au- 
dacia en la alianza natural con las ventajas del 
terreno pidiendo á las serranías, á los montes, á 
los ríos, á los llanos los elementos necesarios para 
neutralizar ó reducir i la impotencia las más hábi- 
les combinaciones de la táctica y la estrategia. 



GRITO DE GLORIA 299 



Era la guerra de recursos ; ante cuyas astucias y 
artimañas se estrellaba la teoría de escuela y se 
rompía la regla de disciplina aniquilando la moral 
militar. En ese concepto las tropas sujetas á orde- 
nanza sólo deberían permanecer en puntos fortifica- 
dos, especialmente en las tres plazas principales que 
disponían del transporte fluvial y marítimo : Monte- 
video, Colonia y Maldonado. Teniendo en memo- 
ria que en la campaña contra Artigas no había 
sido propiamente el ejército regular portugués el 
que arrollara los obstáculos y alcanzara la gloria 
del vencimiento, sino antes bien las fuerzas de 
Río Grande, cuyas condiciones y aptitudes tenían 
alguna analogía con las de los orientales, la pericia 
aconsejaba que el hecho se repitiese no habiendo 
sufrido modificación seria el estado del país desde 
Artigas d Lavalleja. La ofensiva debería correspon- 
der etifao, aos cbefes e soldados bra^ikiros que pe ¡o 
Río Grande do Su! invadirain a Cisplatina na guerra 
de iSiy, e expelliram por fim Artigas e seas se- 
qua^ts. 

Resultaba pues, por la llegada de la columna 
del coronel Ribeiro y por la muy próxima de 
otra bajo las órdenes del coronel Gonzalves, que 
el emperador había escuchado el consejo, á más 
de atender al reclamo de Lecor sobre el envío de 
refuerzos de infantería de línea y de naves de 
guerra para defensa de los puertos. 

La columna de Bentos Manuel Ribeiro había 
hecho un extreno ruidoso en su travesía por el te- 
rritorio. 



300 E. ACEVEDO DÍAZ 

Desprendida de la división del general Abreu 
que vivaqueaba en Mercedes, llegó al choque con 
Rivera en el Águila, haciéndolo ceder ante su su- 
perioridad numérica ; y tras de este encuentro feliz 
corrióse á marchas forzadas hacia Montevideo, al 
abrigo de cuyas murallas se había puesto, reno- 
vando parte de su armamento y fornituras. 

Recibido como vencedor, se encarecían sus dotes 
de experto guerrillero y de soldado valeroso ; y 
aun cuando don Carlos y sus contertulianos halla- 
ban justicia en el elogio, reconocían sin embargo, 
que aquella efímera victoria « del triple contra sen- 
cillo » sólo era un combate sin laureles. 

Afirmábase que el coronel Ribeiro celoso de 
gloria, había prometido á Lecor batir a Lavalleja 
antes que Rivera, muy apartado de él, pudiese in- 
corporársele en el Durazno ; para lo cual pedía las 
armas y municiones necesarias. 

Se añadía que el barón de la Laguna había 
aceptado este plan de batir en detalle, pero que, 
siempre cauteloso, daba al valiente río-grandense el 
consejo de servirse de las tres armas para empren- 
der la ofensiva, á cuyo efecto pondría á su dispo- 
sición dos batallones y una sección de artillería, 
remontando á mil seiscientos sus ginetes. 

Al principio el fogoso guerrillero había rehu- 
sado el contingente de fusiles y cañones, diciendo 
que bastaba con SUOS Cavalkiros ', no obstante, se 
había decidido á acoger sin reservas todas las ad- 
vertencias del experimentado capitán. 



GRITO DE GLORIA 301 



En su columna, por otra parte, revistaban cuer- 
pos de línea. 

No faltaba quien asegurase que el plan era más 
vasto, por cuanto se había resuelto complementarlo 
en esta forma : la división de Bentos Manuel bus- 
caría su incorporación con la de Bentos Gonzalves 
para librar el combate, mientras que el general 
Lecor con su cuerpo de ejército, dejando la plaza 
convenientemente guarnecida, emprendería marcha 
á retaguardia para tomar posesión de la villa de 
Florida ó de San Pedro, si ésta era evacuada. Las 
caballerías de Gonzalves eran de la calidad y el 
número de las de Ribeiro, probadas, sufridas y 
prácticas en el terreno : el barón de la Laguna lle- 
varía dos mil infantes, baterías de campaña y ca- 
ballería de línea con jefes maniobristas. 

Una vez asentado en el centro del país, el mo- 
vimiento revolucionario debía extinguirse en sus 
extremidades, batido y disuelto el núcleo prin- 
cipal. 

Otros negaban la posibilidad de esta táctica te- 
niendo en cuenta las vacilaciones del gobernador 
así como su exceso de prudencia ; si bien el cho- 
que en el Águila elevado á categoría de triunfo 
fructífero, había retemplado el espíritu de las tro- 
pas y predispuesto la opinión militar á una ofen- 
siva sin demora. 

— Son los apuros del que ve al enemigo en 
desbande — decía el señor Berón — ó al toro en el 
suelo. ¡ Ahí de la gran lanzada ! 



302 E. ACEVEDO DÍAZ 



Días después de la llegada imprevista de Ribeiro 
a extramuros, circuló un rumor grave que fué ad- 
quiriendo cuerpo, á pesar de las severidades em- 
pleadas para reprimirlo. 

Corría la primera semana de primavera, el pe- 
ríodo de los retoños, de los jugos activos y de las 
flores con sus brisas suaves y su sol tibio; y con 
su vuelta parecían también retoñar con viva fuerza 
germinadora las esperanzas decaídas con la nueva 
del contraste. 

El rumor era alentador. 

Pronto vinieron detalles; la alegría de los do- 
minadores se convirtió en despecho y cólera ; la 
tristeza de los nativos en goce indecible. Charan- 
gas y clarinadas cambiaron de tono, y á trueque 
de fanfarrias hubo íntimos regocijos. 

I Qué había ocurrido ? 

Los informes aparecían contestes. 

El vencido del Águila, rehecho á pocas leguas 
del sitio en que dejara alguno de sus oficiales y 
soldados muertos, había practicado una marcha de 
flanco hacia la zona del centro, permaneciendo en 
ella varios días; y de allí, arrancádose audazmente 
hasta el rincón do Haedo, donde pacían millares 
de caballos del enemigo. 

Proyectaba un golpe de caudillo rampante y 
atrevido, una sorpresa lidias y un botín de 

tropillas flor. 

Era la táctica de caudillo — original y propia. 
Detrás de una derrota, efecto de la imprevisión ó 



GRITO DE GLORIA 303 



del desconocimiento de las reglas de escuela, reha- 
cerse de cualquier modo ; y apenas ordenadas las 
filas como quien recompone la formación de pie- 
zas en un damero por la sola tiranía de los dedos, 
acometer nuevamente, sin dilación, dando un golpe 
que no se espera, para retemplar por ese medio el 
espíritu de los subordinados y no dejar cercenado 
el prestigio con la nota de ineptitud ó cobardía. 

De ese modo había procedido Rivera en la época 
de Artigas ; así obraba ahora, librándolo todo al 
atrevimiento con la colaboración de la casualidad. 

La aliada natural de la táctica de caudillo era 
la suerte; casi de igual manera que en el juego, ó 
en la caza del tigre. 

Como la astucia por sutil que sea, no podía 
reemplazar con ventaja á la noción científica, iba 
Frutos jugando una partida desigual, pues él bien 
sabía que el enemigo dominaba poderoso allí donde 
era su empeño entrarse á saltos de felino. 

El rincón de Haedo, que toma su nombre de la 
« cuchilla » que allí termina, es el punto estratégico 
que domina la barra del Negro, y en el cual la 
entrada era peligrosa teniendo á un lado el Uru- 
guay y al otro aquel río con su caudal engrosado 
por las lluvias. 

Varios cauces tortuosos que á éste afluyen confi- 
gurados por la propia naturaleza del terreno, for- 
man una península caprichosa rodeada de inmensos 
bosques y espesas frondas, feraz, de un verdor eterno , 
escogida para engorde de ganados. 



304 E. ACEVEDO DÍAZ 



Accesible por su garganta, de una anchura de 
más de una legua, la retirada se hacía imposible 
cubierta esa especie de gola; y las fuerzas rechaza- 
das á su salida tenían que chocar con las barreras 
opuestas por uno y otro río, y rendirse ó perecer. 

Rivera, encomendando al veterano Andrés de La- 
torre una diversión sobre el general Abreu que es- 
taba en Mercedes, atravesó el Negro con sigilo, 
sorprendió las guardias y dispuso lo necesario para 
el arreo de las «caballadas». 

De pronto le anunciaron que una columna ene- 
miga entraba en la península. 

Era un encuentro fuera del cálculo y la previ- 
sión; la gola se cerraba, y era preciso abrirla aun- 
que lo disputasen los contrarios á razón de tres 
contra uno. 

El coronel Braz Jardim era el que los mandaba 
en jefe sumando la columna más de ochocientos 
combatientes, en su mayor parte dragones aguerridos. 

El general Rivera ordenó sus cortos escuadrones, 
salióle al frente y lo cargó con denuedo. 

El choque fué terrible. 

A pesar de su resistencia, el coronel Jardim vol- 
vió grupas, y acuchillado por la espalda se arrojó 
sobre el grueso de sus tropas; que le abrieron ca- 
mino para romper el fuego. 

Quinientos dragones descargaron sus carabinas 
contra doscientos cincuenta atacantes, de los cua- 
les cayeron algunos; un escuadrón brasileño acau- 
dillado por un capitán intrépido, quiso penetrar 



GRITO DE GLORIA 



305 



por el flanco como una cuña de hierro, pero el 
esfuerzo escolló; el sable de Servando Gómez rom- 
pió la mole y sus lanceros sembraron el suelo de 
cadáveres, el jefe de los dragones imperiales fué 
arrancado entre moharras de la silla y triturado 
bajo los cascos y el tropel ; y envueltos aquéllos 
en la vorágine de esta carga furiosa emprendieron 
la fuga, dividiéndose en dos grupos: uno con Jar- 
dim á la cabeza, que no se detuvo sino allende la 
frontera; y otro que cruzó á escape el Negro, cam- 
pos, arroyos, serrezuelas sin dormir y sin comer, — 
según la propia versión brasileña, — hasta llegar á 
la Colonia y refugiarse detrás de sus baterías. 

Quedaron sobre el terreno de la acción más de 
mil armas, gran número de muertos y heridos, 
contándose entre los primeros veinte jefes y oficia- 
les ; prisioneros una cantidad mayor que la de los 
vencedores, y cerca de ocho mil caballos. 

El general Rivera que se había batido con bra- 
vura como otras veces, no abandonó los despojos 
á pesar de la inminencia del peligro que tenía bien 
cercano en la división de Abreu ; salió de aquella 
especie de remanga en que lo metiera su extrema 
osadía sin perder fruto alguno de la victoria, y re- 
pasó el Negro con el mismo aliento de fiereza que 
antes del contraste del Águila. 

Su rasgo de intrepidez era pues, el que se ce- 
lebraba entre los amigos de los «insurgentes», á 
raíz de los últimos regocijos de los imperiales. 

En vano se había querido ocultar la noticia. 
20 



306 E. ACEVEDO DÍAZ 



Con motivo de ese suceso una irritación sorda 
había cundido en sus filas, circulando vo;es sobre 
acciones decisivas v sangrientos desagravios. 

Eran las que se comentaban ahora en el miste- 
rio, en el seno de la confianza, discutiéndose las 
iniciativas á emprenderse, las probabilidades, las 
complicaciones posibles, persuadidos todos espe- 
cialmente el señor Berón, de que el nudo de Gor- 
dium no habría sido más enrevesado que este lío. 
Si alguna duda pudo suscitarse acerca de la ve- 
racidad del hecho de armas que se intentaba encu- 
brir por todos medios, sin excluir los represivos 
mas duros con cualquier pretexto, esa duda se des- 
vaneció al saberse en los días posteriores que se 
había determinado abrir campaña con poderosos 
elementos. 

Don Carlos se cercioró de esto por boca de 
Souza, quien le dijo que había sido ascendido á 
capitán y destinado á uno de los regimientos de 
la columna de BentOS Manuel. 

Como la marcha debería resolverse de un mo- 
mento ;í otro, iba á despedirse. 

El señor Berón mostróse un tanto conmovido, y 
estuvo con él más atento que nunca. 

Esa tarde, Natalia había descendido del mirador 

con el mismo aire pensativo de los últimos días. 

Revelaba no haber visto nada á lo lejos, ni la 
sombra de un quiete. 

Cuando supo que Souza se marchaba tuvo un 
sobresalto, sin darse cuenta del motivo. Su cora- 



GRITO DE GLORIA 307 

zón latió con violencia; algo de aturdimiento pasó 
por su cerebro. 

¿ Era la presunción de peligros más graves, mas 
finales la causa de su zozobra ? ¿Existía alguna 
vinculación entre este hecho aislado de la ida de 
Souza y la memoria constante del ausente? 

No lo sabía ella. 

Tampoco don Carlos se explicaba porqué él se 
sentía conmovido. 

El capitán traía algo de interés para ella que 
revelarle. Su señor padre, detenido hacía tiempo á 
bordo de un buque de guerra, bajaría á tierra el 
día siguiente, con la ciudad por cárcel. 

Por el hecho quedaba colmado el anhelo filial, 
pues que ella lo tendría á su lado sin mayores 
zozobras. 

Había sido ésta una gracia especial del barón de 
la Laguna, en atención á que nada resultaba del 
proceso seguido contra el señor Robledo hasta 
ese momento que le hiciese pasible de pena, y 
defiriendo al ruego de su humilde subalterno, á 
quien le había correspondido el deber de condu- 
cirlo á la plaza á raíz del sangriento episodio ocu- 
rrido en su estancia de «Tres ombúes». 

La joven le escuchó con el ánimo en suspenso 
y húmedos los ojos, en cuyas pupilas reflejábase 
con la alegría una expresión de hondo reconoci- 
miento. 

Souza se sintió muy halagado, al apercibirse de 
aquella actitud ; mostróse cortés como de costum- 



308 E. ACEVEDO DÍAZ 



bre, fino y oportuno, confirmando el dicho de don 
Carlos de que él sabía aprovechar bien las leccio- 
nes de su maestro el general Lecor ; escuchó pa- 
labras dulces, pidió órdenes, y al ofrecerse miró á 
Natalia con fijeza, casi con aire de súplica. 

La hija de Robledo cogió llena de dignidad la 
mano que él le tendía, y se la estrechó en si- 
lencio. 

Don Carlos dijo alguna cosilla — como lo repe- 
tía él después, — con un poco de carraspera y atra- 
gantándosele más de un vocablo. 

En realidad, pareció pasar por una crisis vio- 
lenta. 

Cuando Souza se fué, él puso nervioso sus dos 
manos en los brazos de la joven, diciendo : 

— Todo está bueno, hija: hay que agradecer. 
Pero yo sé por dónde viene éste... Marchan ma- 
ñana seguramente y es preciso avisar á los que 
andan por ahí, á riesgo de ser sorprendidos cuando 
ellos menos se lo imaginen. ¡ Busca, hija, busca !... 

— ¡ Ay, señor ! ¿ y qué he de buscar, pobre de 
mí? — exclamó Xatalia llena de pesadumbre. 

— Sí, tienes razón; pero ahí verás, doncella mía, 
es necesario inquirir, escudriñar ... ¡ No hay que 
hacerle ! El forzoso hallar el medio, porque éstos 
meditan alguna embestida entre sombras, algún 
plan diabólico por el que lo arrollen y aplasten 
todo de aquí á la Florida. V éste que acaba de 
salir muy meloso, untándonos el dedo, como si 
no supiéramos lo que busca el belitre con más 



GRITO DE GLORIA 309 



agallas que un dorado ! A mí no me la pega. ¿No 
viste hija con qué ojos te miraba ? ¡Se le salía 
la dulcinea por el lacrimal, y el gran socarrón la 
tenía delante ! . . . Nada, esto me tiene crispado ha 
tiempo ¡ por Cristo ! 

Así expresándose, descompuesto, casi iracundo, 
don Carlos abandonó á Natalia lanzándose á su es- 
critorio. 

Al cruzar el patio vio una sombra negra, firme 
é inmóvil con el morrión en la mano, junto á la 
verja. 

El viejo escudriñó, echóse el gorro atrás y dijo 
con aire risueño : 

— ¡ Ah, eres tú, Esteban ! Te creía ya fusilado 
negrillo. ¡ Entra, hombre, entra ! 

El liberto, pues él era en efecto, obedeció en el 
acto, y penetró en pos de su amo al escritorio. 



XXVI 



El cinto de don Carlos 



Bastante confusa quedó Natalia con lo que Souza 
acababa de comunicarles ; y en esta confusión de 
su ánimo entraban por mucho la satisfacción y la 
amargura. Lo relativo á su padre, que hacía meses 
sufría las consecuencias de un hecho que no le era 



310 E. ACEVEDO DÍAZ 



imputable, constituía á no dudarlo un motivo de 
dicha, obligándola en cierto modo hacia un hom- 
bre que ella sabía la quería con una pasión cre- 
ciente y silenciosa ; y la ida de este hombre á 
campaña para tomar parte activa en la lucha, llená- 
bala de congojas, solo al pensar que su rivalidad lo 
arrastrase á ser cruel é inexorable en caso desgra- 
ciado con quien ella tanto amaba. 

Recién se daba cuenta de sus emociones, así 
como de la que había experimentado don Carlos 
en el acto de la despedida. Por lo visto, coincidie- 
ron en el mismo presentimiento y fueron presas de 
la misma angustia. Las generosidades, las acciones 
caballerescas se explicaban sin esfuerzo cuando to- 
davía no separaba á los dos jóvenes una tendencia 
personal, inflexible, de suyo egoísta hacia la pose- 
sión del mismo objeto ; pero ahora todo se había 
deslindado y definido, sabía el uno á qué atenerse 
respecto del otro en materia de preferencias ; eran 
enemigos, sin embargo, que iban á encontrarse en- 
el terreno, á embestirse y á aniquilarse en nom- 
bre de hondos agravios. El mal sería menos si se 
tratara de un lance singular en que el éxito se re- 
lega al brío y á la pujanza; que en este caso ella 
envanecíase en La creencia de que «él» no sería 
herido, sin herir también. Pero el peligro estaba 
en la superioridad del número y de las armas 
de los que dominaban, al punto de que fuera ve- 
di] y hasta posible un desastre de pane de los 
menos aun cuando Riese muy grande SU valor, que 



GÜITO DE GLORIA. 311 



el heroísmo — como Souza lo había dicho — más 
que júbilo casi siempre aparejaba duelos. ¡Oh! que 
ellos combatirían como buenos en tanto no les de- 
jase la última esperanza, bien lo sabía, tan recien- 
tes y frescas estaban las leyendas de su tierra ba- 
ñada en sangre, desde el día histórico en que los 
hijos de sus llanos y sus bosques sacudieron Lis 
melenas y se alzó su grito de guerra entre los sil- 
bidos del «pampero». 

Mas por eso se sentía triste. Aquella convicción 
constituía el primer anillo de una cadena de incer- 
tidumbres y de sobresaltos cuyo fin no era fácil 
prever. . 

Fué á trasmitir las nuevas a la madre del ausente, 
prometiéndose á sí misma ahogar dentro del seno 
todas sus angustias. Entre las dos el pesar era me- 
nos y holgaba la ilusión! 

Hallábase la señora en el aposento contiguo al 
escritorio de don Carlos, ocupada en una nueva 
carta para su hijo. 

Si bien se ignoraba la residencia actual de Luis 
María, por cuanto se tenía noticia de que las fuer- 
zas sitiadoras habían cambiado varias veces de 
campo y alejádose hacia rumbo desconocido á la 
aproximación de la columna de Bentos Manuel Ri- 
beiro, con la cual no les hubiera sido posible com- 
petir, la madre cariñosa escribía, á pesar de todo, 
confiada en que no faltaría oportunidad para un 
buen envío de la carta y en que la persecución 
constante de su amor, sería siempre más eficaz v 
certera que la otra persecución á muerte. 



312 E. ACEVEDO DÍAZ 



Natalia la sorprendió en esa tarea dulce y soli- 
taria, puestos los dobles ojos, y en la mano la 
pluma, en actitud de reflexión profunda. Había en 
sus párpados huellas de lágrimas. 

Abrazáronse sin esfuerzo, con esa espontaneidad 
adorable que nace del afecto sincero y de la co- 
munión del dolor, calladas, suspirantes. 

Después la anciana, con el codo apoyado en la 
mesa, dejó colgar la mano en que tenía la pluma 
y puso los ojos en el pavimento en actitud medi- 
tabunda. 

Por encima de su hombro y rozándole la sien 
con su fresca mejilla, Natalia deletreaba con acento 
bajito y trémulo el encabezamiento de la carta que 
ella concluía de escribir . . . 
Así pasaron largos momentos. 
Pero esta situación de ánimo cambió pronto 
con la entrada de Esteban, que á paso furtivo atra- 
vesó el patio y se detuvo ante la puerta del es 
critorio. 

Oyóse en el acto la voz de don Carlos, que le 
mandaba entrar, notándqse en su eco una impre- 
sión de sorpresa y complacencia que no pareció 
esforzarse en ocultar mucho. 

Efectivamente, el señor Berón experimentó ver- 
dadera alegría al ver al liberto, presintiendo que 
l.v, covis convenidas estuviesen ya en su punto. 

Esteban entró SOnriéndose, con una de aquellas 
Sonrisas que le eran peculiares y dejaban ;í la vista 
todas sus encías cuando lo agitaba alguna idea útil 
y provechosa para sus amos. 



GRITO DE GLORIA 313 



Guadalupe lo había atisbado desde el fondo, y 
héchole una cortesía que él contestó desde la verja 
cuadrándose, con una venia de ordenanza garbosa 
y correcta. 

En presencia de don Carlos, este preguntó con 
cierta ansiedad sin darle tiempo á explayarse : 

— ; Cuándo te marchas, Esteban ? 

— Creo que será cosa de horas, señor. Le oí 
decir á mi jefe que mañana á la noche nos incor- 
poraríamos á Bentos Manuel, que está en extramu- 
ros con la tropa que trajo de Río Grande. Se han 
repuesto los aperos y se han cambiado algunas ca- 
rabinas y sables por otros nuevos en mi escuadrón... 
A más se nos ha dado licencia por una hora, con 
orden de volver en lo justito, para quedar acuarte- 
lados hasta el momento de salir. 

— jHum!... ¿Y qué piensas hacer? 

Don Carlos se rascaba cabizbajo la frente, que 
había arrugado hasta el casco, como absorbido por 
una idea fija. 

Al oir la pregunta, el liberto volvió á sonreirse 
con aire de confianza. 

— ¿Lo que he de hacer ? su mercé ya sabe — 
respondió. Todo está listo. 

— ¿ Cómo que está listo todo ? ¡ Explícate, hom- 
bre ! sin ambages ni redundancias, claro y derecho. 

— Digo que su mercé sabe que me voy con los 
compañeros en cuanto pasemos el Cerrito, cortando 
campos, á tomar el rumbo del Sauce y de allí de 
un buen galope hasta el paso de la Arena. 



314 E. ACEVEDO DÍAZ 



— ¡ Ah ! ¿Y por qué á ese paso, Estebanillo, y 
no al del Soldado ? 

— Por ahí va á cruzar la columna, señor, según 
mi capitán, para ver de darle golpe al comandante 
Oribe que aseguran se ha puesto en observación 
en ese punto para no descuidar la barra. 

Don Carlos se restregó las manos. 

— ¡Bien! Pero en el caso no problemático sino 
muy posible de que Oribe esté por esas alturas, 
debe tenerse en cuenta que lo primero será pre- 
venirle del movimiento á fin de que no le cojan 
en un renuncio del diablo, lo que importaría un 
verdadero desastre. 

— El comandante sabe siempre á qué hora el 
enemigo monta á caballo, y adonde va. 

— ¡Ya es mucho! ¡Sí, por San Diego! Con 
todo no puede haber seguridad en lo que afirmas, 
porque no sé yo dónde demonios has aprendido tú 
tanta milicia para venirme así no más á soplar ab- 
solutas como quien sopla bodoques por una cerba- 
tana. . . ¡ Vamos al caso ! 

Y dando una palmada lleno de gravedad, siguió 
diciendo : 

— Es necesario que combines con maña el me- 
dio de comunicar á Oribe lo que le va encima como 
una avalancha. 

— Sí, señor; y si su mérceme permite yo diré 
que, por si acaso, hemos convenido con otro com- 
pañero de confianza que él siga con la gente hasta 
el paso de la Arena, y que yo me corte hasta su- 



GRITO DE GLORIA 315 



bir bien á vanguardia de la columna aunque fuese 
reventando el mancarrón y caiga antes del alba en 
el campo de los amigos. 

— ¡ Así me place ! Entonces : dando por de con- 
tado que tú te subleves al comienzo de la jornada, 
que tus camaradas tiren como la cabra al monte, 
que tú te separes de ellos para llevar el aviso á 
Oribe aplastando el caballo si preciso fuese, — con 
cuya promesa pruebas que antes de sufrir tus po- 
saderas se quiebra el lomo del cuadrúpedo; — dando 
digo, por suficientemente probado y alegado todo 
esto, voy á encomendarte una misión de alguna 
importancia, que podría comprometerme si te ma- 
tan y, como es consiguiente, te registran y des- 
pojan. 

— No me mataron ya, ahora no es fácil. 

— Muy engreído estás. . . Me gusta á fe mía, 
hijo ; me gusta ! 

Y dándole la espalda para sacar algo de un ca- 
jón de su escritorio, añadió alegremente : 

— Estoy asombrado de oir á este negrillo cala- 
vera. . . Bien se ve que le ha tomado los puntos al 
amo, sin perderle mueca ! 

Sacó en seguida del cajón que acababa de abrir 
un cinto de badana con agujetas, lleno al parecer 
de monedas que habían sido perfectamente envuel- 
tas y distribuidas en el ancho hueco. 

Tomóle el peso y enseñándoselo á Esteban, dijo: 

— Aquí van trescientas onzas, que darás á quien 
bien tú sabes. Hay que agregarle las cartas; está 
la mía dentro. 



316 E. ACETEDO DÍAZ 



En ese momento abrióse la puerta que daba al 
aposento en que se encontraban la señora y Nata- 
lia, apareciéndose éstas en el umbral. 

Sin duda lo habían oído todo, porque la madre 
de Luis María enseñó dos cartas exclamando ri- 
sueña : 

— Estas son las cartas, Carlos. Vengo también 
á recomendárselas mucho á Esteban segura de su 
lealtad. 

El liberto que no podía ver sin conmoverse á 
la madre de su señor, dijo balbuciente : 

— Verá su mercé, que llegan.. . Me voy á atar 
el cinto sobre la carne. 

— Eso mismo te iba á indicar, — repuso don Car- 
los, — y si es que no te desnudas sino entre cris- 
tianos, el secreto pegado á tu piel se conservará 
ileso. Bien creo que para violarlo, primero han de 
acabar contigo. 

— Díle muchas veces que sólo pensamos en él — 
murmuró la madre blanda y cariñosamente; — pero 
muchas, Esteban ¿ has oído ? 

Y como Natalia lo mirase al mismo tiempo de 
una manera fija é intensa, apoyada la cabeza en el 
hombro de la señora, cual si á sus ojos hubiesen 
asomado en tumulto todas las tiernas confidencias 
que guardaba en su seno, el negro tembloroso, se 
limitó á inclinarse como de costumbre en los ca- 
sos graves, sin pronunciar palabra. 

— Ahora, — dijo don Carlos, — déjennos ustedes 
solos un momento. 



GRITO DE GLORIA 317 



Apenas se retiraron las señoras, hizo Berón que 
Esteban se abriese las ropas y él mismo le ciñó el 
cinto casi á la altura del pecho examinando una 
por una las hebillas y agujetas por si estaban flojas. 

Puso en él las cartas, y en tanto practicaba se- 
sudamente la diligencia, murmuraba un poco so- 
focado : 

— Así irá bien. Pero no hay que desnudarse en 
toda la jornada... No es este un cinto de Brión ó 
de Perseo, no... ¿Y qué sabes tú, negro, de esas 
cosas ? ¡ bah ! . . . si á veces uno desatina. Con todo 
has de saber que este cinto puede desviar cualquier 
proyectil traidor y librarte el pellejo bonitamente, 
porque va bien preñado de amarillas más duras que 
el plomo... Te lo apretó bien para que no olvi- 
des que debes velar por él como sí fuese cosa tuya 
y que lo que está más cerca de las carnes vale 
más que la casaca. 

¿ Estás listo ? 

— Sí, señor. 

— Bueno, entonces no perder tiempo... Mucho 
ojo y mucha destreza Estebaniilo de mis entrañas; 
y que Dios te ayude ! 

El viejo se volvió á pasos precipitados, entrán- 
dose al despacho del negocio, y el liberto salió al 
patio. 

Junto á la verja estaban la señora, Natalia y Gua- 
dalupe, como esperándolo. Se detuvo ante el grupo, 
en actitud de quien pide órdenes, muy abrochado 
y tieso. 



318 E. ACEVEDO DÍAZ 



— ¡ No te olvides ! — díjole su antigua ama con el 
pañuelo en los ojos. 

— Díle que nos escriba siempre — añadió Nata- 
lia — porque el saber de él con frecuencia es toda 
nuestra dicha ! 

Hasta Guadalupe se permitió recomendarle, no 
pudiéndole expresar otra cosa, que « no confiase 
nada á don Anacleto hasta que no estuviesen libres 
y salvos al lado de su señor. » 

El liberto prometió cumplir todo fielmente, pi- 
dió la bendición á su ama y fuese á prisa, sintiendo 
que empezaba á enternecerse demasiado. 



XXVII 



La sublevación 



En las horas de esa noche y en el siguiente día 
notóse mayor movimiento que otras veces en el 
recinto. 

Súpose que el general Leeor en persona había 
visitado los puestos y cuarteles, trasmitido órdenes 
terminantes, apresurado preparativos de marcha y 
tenido una larga conferencia con el coronel Ribeirp. 
Decíase que, á pesar del celo y actividad desple- 
gados para integrar la columna de aquel jefe con 
infantería y artillería, el equipo no podría hacerse 



GRITO DE GLORIA 319 



sino de allí á dos días; lo que había visiblemente 
contrariado al fogoso guerrillero río-grandense, can- 
sado de una quietud que iba en pugna con su ca- 
rácter emprendedor y atrevido. 

El desastre del Rincón de Haedo, llamado vul- 
garmente «de las gallinas», lo tenía irascible. Ha- 
bía oído decir que el nombre de la estratégica pe- 
nínsula del Uruguay y el Negro, había sido justifi- 
cado en un todo por la imprevisión y desidia de 
Braz Jardim y de Barreto, pues que sus numerosos 
y aguerridos dragones, en masa triple á la de los 
dragones de Rivera, habían caído en sus propias 
redes cazados como gallináceos en un tercio ; en 
un tercio muertos; y en otro tercio dispersos á 
chasquidos de «rebenque», perdiendo en la fuga 
mil quinientas armas. 

La irritación de Rentos Manuel era extrema. 
Aunque reconociendo la bondad de los planes de 
Lecor, obstinábase en abrir operaciones con sus ele- 
mentos propios sin esperar los constitutivos de 
cuerpo completo de ejército que aquél le ofrecía. 

La nueva recientemente llegada, que se hizo di- 
fundir sin, reservas, de que por horas atravesaría la 
línea divisoria otra columna de más de mil gine- 
tes á las órdenes del coronel Bentos Gonzalves para 
obrar de acuerdo con el general Abreu que viva- 
queaba sobre el Negro, exaltó la impaciencia de 
Ribeiro, y lo decidió á tomar la iniciativa. 

Los que observaban atentamente las cosas, en pri- 
mera línea los contertulianos de don Carlos que 



320 E. ACKVEDO DÍAZ 



por una ú otra causa tenían ciertas afinidades con 
los jefes del recinto, bien se penetraron de que la 
combinación era otra que aquella. 

Gonzalves de análoga talla á la de Ribeiro, 
hombre de manotada y de arranque, propio para 
el médium de lucha donde había caudillos capaces 
de manotear mas recio, debía venir á grandes 
marchas buscando su junción con el gemelo, á fin 
de realizar el único plan racional y táctico, una 
vez que quedaba en suspenso el ideado por Lecor, 
el de batir en detalle, cargando sobre Lavalleja: 
antes que Rivera se quitase á Abren de encima y 
pudiese robustecerlo. 

Entonces, el plan de Lecor complementaría la 
campaña, dándola por concluida con su sola pre- 
sencia en la Florida ó en el Durazno. 

Y que esta y no otra debía ser la combinación, 
lo confirmó en la noche el hecho de emprender 
marcha la columna de Bentos Manuel sin esperar 
la incorporación de los batallones. 

Contaba con mil cuatrocientos carabineros. 

Reforzósele únicamente con una parte del escua- 
drón de auxiliares. 

Eli las filas iba Hsteban con sus amigos. 

I tropa salió de muros después de retreta. 
Componíase de cincuenta hombres y dos oficiales, 

Bentos Manuel no la quiso para el servicio de 

avanzadas y flanqueadores, y la echó á retaguardia 
de la columna, diciendo que .serviría para la « car- 
neada ». 



GRITO DE GLORIA 321 



Prontos los regimientos y los caballos de re- 
serva, dióse orden de marchar al trote sin toques 
de clarín, y la columna se puso en movimiento 
entrada la noche. 

Soplaba un viento fuerte de la parte del sur, y 
la atmósfera estaba cubierta de nubarrones que pa- 
recían correr al mismo paso hacia el nordeste, si- 
guiendo á las tropas con su sombra y dejando 
caer sobre ellas á trechos algunas gotas pesadas 
que producían en los rostros y cuellos efectos de 
papirotes. 

Cubriéronse los soldados con sus ponchos. 
Igual cosa hicieron á retaguardia entre los auxi- 
liares, el capitán, el teniente y cinco ó seis solda- 
dos. Los demás continuaron á cuerpo gentil, indi- 
ferentes, sufridos, más bien atendiendo á sus armas 
que á sus ropas. 

Desfilaban por una falda oscura sembrada de 
guijarros, que por varias ocasiones moderó el paso 
de los regimientos, aproximándose éstos demasiado 
unos á otros. 

Guardábase gran silencio. 

Siguióse siempre por la falda; volviéronse á es- 
tablecer las distancias convenientes, sin percibirse 
al frente más que una masa de tinieblas. A un 
flanco la- oscuridad era mayor. Sin duda había 
eminencias de tierra en curvas caprichosas ó gran- 
des árboles indígenas dispersos en la ladera. 

Esteban marchaba al extremo derecho del se- 
gundo escalón. 

21 



322 E. ACEVEDO DÍAZ 



Llevaba el poncho cruzado al pecho á modo de 
banda, ceñido al costado por sus puntas, como 
para embotar hierros en su espeso forro de lana. 

Inmediatamente detrás d la cabeza de la segunda 
compañía, iba el sargento Benítez, cruza de indio 
y negro, ginete de talla corta, macizo y repleto, 
cuyo bulto se distinguía como una corcova sobre 
los lomos de su cabalgadura. 

Al lado de este sargento marchaba don Anacleto 
un tanto agobiado y abatido, con las mandíbulas 
flojas y la cabeza entre los hombros. 

Aquello que le pasaba salía de lo imprevisto ; y 
miraba á veces de diestra á siniestra, como en 
busca de una « lucecita que lo endilgase en el os- 
curo rumbo á la querencia». 

Rato hacía que la columna había dejado detrás 
uno y otro cerro, avanzando por un camino pedre- 
goso que flanqueaban asperezas llenas de piedras y 
arduas colinas, cuyas lomas descubrían á los lados 
sus perfiles, á pesar del denso cortinaje de som- 
bras. 

De repente, el sargento Benítez acercándose A 
Esteban por su derecha, de modo que pudiese ha- 
blarle sin ser oído, díjole bien encima de la oreja: 

— ¡ Aquí es lindo para el desgrane ! ¡ Trasto- 
rnando, al freno no más, ni el olor ! . . . Hay mu- 
cho pedregullo en U falda, y á estos no les con- 
viene seguirnos, 

— ¡lístate en la vaina! — respondióle él liberto 
en el mismo tono. Yo te he de decir cuando los 



GRITO DE GLORIA. 323 



traquee la fatiga y los abombe el sueño, por adonde 
hemos de enderezar. 

Callóse el sargento, y ocupó su puesto. 

La marcha continuó sin novedad alguna por 
más de una hora, al trote firme; pasóse el arroyo 
de las Piedras en sus vertientes, y entróse en una 
sucesión de collados. 

Hízose un alto de pocos minutos, para dar 
aliento á los caballos. 

En ese descanso, los jefes recorrieron la columna 
vigilando é impartiendo instrucciones. 

Entre esos jefes descollaba uno por su tono acre 
y agresivo, cuya voz Esteban reconoció en el acto: 
la de Bonifacio Calderón, el antiguo jefe de la lí- 
nea sitiadora, de nuevo al servicio del Imperio. 

Parecía rebosar de iras. A su paso el silencio 
se hacía más profundo, como si se temiese que el 
menor hálito las atrajese y se provocara un con- 
flicto en las filas. 

Pasados algunos momentos, siguióse andando. 

Traspusiéronse largas distancias hasta las tres de 
la mañana, en cuya hora se cruzó un vado cenagoso 
con los caballos bastante transidos. 

La tropa iba ya pesada y somnolienta. No se 
guardaban espacios regulares entre los diferentes cuer- 
pos, á causa del exceso de fatiga; y había que es- 
perar á wqcqs incorporaciones de fuerzas rezagadas. 
Algunos escuadrones se retardaron, mudando cabal- 
gaduras ; los mismos caballerizos no se entendían 
ya con el arreo. 



324 E. ACEVEDO DÍAZ 



Había escampado, pero la oscuridad era más pro- 
funda, haciendo penoso el transito de las « tropi- 
llas » en un suelo quebrado y lleno de canalizos. 

La retaguardia se detuvo entre unos cardizales 
nutridos que los caballos denunciaron con sus mo- 
vimientos nerviosos. 

Arreábanse dos « tropillas » por un llano en com- 
pleto desorden derecho al vado, que al efecto se 
dejaba libre. 

L;i guardia de prevención quedaba muy atrás, y 
entre ella y los auxiliares se interponía una mole 
inmensa de animales cuyo pasaje ocasionaba un 
sordo y prolongado estruendo en los terrenos ba- 
jos. Los gritos de los caballerizos aumentaban este 
ruido hasta hacerlo ensordecedor. 

Para mayor confusión, un grupo considerable de 
caballos se empantanó en el vado, ya muy remo- 
vido por el paso de los regimientos; los que ve- 
nían detrás, hostigados por las voces y las fustas, 
atropellaron en tumulto, y no hallando hueco die- 
ron contra los « molles » y sauces de la ribera cha- 
podando ramas con los encuentros, estrujándose, 
dándose de coces y mordiscos y retrocediendo al 
fin en avalancha para ganar á escape el campo 
abierto. 

En medio de los relinchos é interjecciones bru- 
tales que hendían el espacio, de la turbación y los 
sobresaltos unidos al sueño y al cansancio, Esteban 
ilvió hacia el sargento Benítez, diciendo : 

— ¡ Ahora ! 



GRITO DE GLORIA 325 



Y sin perder más tiempo, levantó el mango de 
su «rebenque», descargándolo con toda la fuerza 
del brazo en la cabeza del capitán, que vino abajo 
del caballo como herido de muerte. 

Casi en el acto, el sargento lanzó una voz, sin 
duda esperada por sus soldados ; porque la compa- 
ñía dio media vuelta, precipitándose por su flanco 
derecho como envuelta en el torbellino de la «dis- 
parada», y se alejó sin dejar tras sí más que el 
eco de un tumulto pavoroso. 

El teniente había caído con dos sablazos ; algu- 
nos hombres fueron derribados en un choque terri- 
ble, la «caballada» despavorida pasó por encima 
de los cuerpos ; y todo quedó misterioso, en la 
profunda tiniebla. 

Corrieron por más de una hora los sublevados, 
antecogiendo buena porción de «caballada», que 
arrearon sin descanso ; y sorprendióles el alba á un 
paso de los bosques del Santa Lucía. 

Recién don Anacleto, que había salido aturdido 
en el arranque, se acercó á Esteban mientras cam- 
biaban monturas, y le dijo muy asombrado : 

— ¡ Hacéme el favor, amigo, de explicarme esto 
que pasa por Dios bendito ! pues no parece sino 
que mandinga entreverao con la tormenta nos ha 
trajinao de los pelos ... De mí me acuerdo que me 
erraron tres sablazos ; que sentí un tropel como el 
de vacunos medio ariscos ataos al palo que se 
asustan y pegan la sentada rompiendo las coyun- 
das ; y después malicié que salía á dos laos sin sa- 



326 E. ACEVEDO DÍAZ 



ber cómo ni cuándo lo mesmo que bola sin ma- 
nija, entre una punta de milicos mas ligeros que 
fantasmas... Y no te miento, hermano, si te asi- 
guro que me pasaron silbando hasta una docena de 
« boleadoras » por el mate, que ni yo mesmo al- 
canzo cómo llegué á mezquinarlas, salvando á mi 
parecer, por un evento de la gran casualidá. ¡ Ca- 
neja y por mi madre, qué loba más peluda ! 

Reía el liberto oyendo hablar así al viejo capa- 
taz, y mayor era su risa al mirarle el rostro desen- 
cajado con los ojos bailarines muy hundidos en los 
camaranchones, la nariz larga en forma de gancho, 
sirviéndole de agarradera al barbijo, una cola de 
cigarro Bahía sobre la oreja y las duras barbas eri- 
zadas chorreando todavía las gotas de la lluvia. 

Cuando se le acabó el alborozo, contóle breve- 
mente lo ocurrido. 

Con el sargento Benítez y el de igual clase 
Saldanha, portugués este último que había militado 
en los voluntarios reales, excelente instructor de 
reclutas en dos armas, y á quien con algunas onzas 
de oro se había atraído, comprometieron hasta cua- 
renta hombres del escuadrón todos nativos, de los 
que estaban allí presentes más de treinta, habién- 
dose sin duda extraviado el resto en la dispersión 
del primer momento, al arrancar confundidos con 
las «tropillas» asustadas. 

Ahora que la cosa había salido bien, el apuro 
era el de buscar la fuerza de Oribe. El monte es- 
taba allí; y no muy lejos el paso de la Arena. 



GRITO DE GLORIA 327 



Añadió Esteban, que ya no podían dividirse en dos 
grupos como él lo había querido al comienzo de 
la empresa, puesto que era imposible ir á encon- 
trar á su jefe en el paso del Soldado, adonde ya es- 
taría la gran guardia de Bentos Manuel ; que lo 
mejor sería alcanzar al galope firme el de la Arena, 
casi seguro de que por aquellas alturas operaba la 
división. 

— Por todo eso soy baqueano, — observó don 
Anacleto — y puedo guiar derechito á la gente sin 
enquivocación nenguna de « cuchilla » ó arroyo, ni 
sacar la potrosa del estribo por tomarle el gusto 
al pasto. 

— Yo también conozco el pago — dijo Esteban; 
aquí vienen cuatro ó cinco rumbeadores capaces de 
seguirle el rastro al tigre en lo más escondido del 
monte. 

Don Anacleto se puso entonces á examinar á sus 
compañeros con las primeras lumbres de un día 
pálido y nebuloso. 

Quería persuadirse bien de que eran los camara- 
das del recinto, y de que el sargento Saldanha, á 
quien él había tenido siempre grande ojeriza por lo 
riguroso en lo tocante á « desciplina », tenía ahora 
una cara más simpática y un aire más humilde 
que en el cuartel ! Y en mirándolo contento y re- 
tozón entre la tropa sublevada, acabando de apa- 
rejar los caballos, cruzóse de brazos con talante de 
caudillo de pago y le gritó con acento de protec- 
ción : 



328 E. ACEVEDO DÍAZ 



— Quién lo vido, y quién lo ve, sargento viejo, 
amanerando resertores á poquito de arrocinarlos 
con la vara en el hueco de la Cruz ! Asina es el 
mundo... Un día se sirve á un patrón con cencia, 
y otro día se sirve á otro con concencia, que en 
engañar primero está el toque pa probar la ha- 
bilidá; y entre un fogón que no arde y otro que 
calienta con agua hervida y «churrasco», el estó- 
mago se regüelve al calorcito aunque la volunta 
no quiera, porque antes es el vivir que el soñar . . . 
Bien haiga el sargento ! Si ayer me cerraba la oreja 
á la súplica por ser caporal, no he de mostrarme 
resentido y agravia*), porque nunca jueron más que 
campanas de palo las razones de un pobre ; pero, 
aura he de alvertirle que en campo raso la voz se 
oye y eso que es pura yerba : aunque esa voz sea 
la de un cordero á quien come los ojos un « chi- 
mango», ó la de un güey que se ha incao con el 
rejón que abría el surco, ó la de un mastín ove- 
jero con la pata quebrada que juese; porque aquí 
aonde no hay poblaciones grandes sino ranchos y 
a taperas » hay orejas que oyen y corazones que se 
ablandan, al revés de los pueblos con edificios de 
lujo aonde se machuca el grito de un enfeliz lo 
mesmo que golondrina encandilada. Aquí, la tierra 
es suave hasta pa el que clava el pico, de balde 
muestra abrojos y cardales; sin acompañament. 
sin curas que mojen con Cristel al dijumo pa s.i- 
carie la aguaza á la viuda afligida por haberlo libran 
de pecao, pero con lágrima', limpias de toda hipo- 




GRITO DE GLORIA 329 



cresía, que á mi parecer valen lo que el agua ben- 
dita . . . Por encimita de todo se perdona á los 
malos mesmos, y el monte les da guarida al igual 
del « yaguareté » ; encuentran agua sin olor ni gusto 
que no es de pozo de cuartel; carne con más de 
un dedo de grasa que no es matambre de mélico 
tan delgadón como « baba de diablo » ; fruta rica 
que no tiene dueño ; güen agasajo en el vecindario 
que desculpa los vicios con sabeduría y los tapa 
con un cuero cuando la cosa aflije, porque es me- 
jor alcagüete que el gobierno mesmo. Esto digo, 
amigaso Saldaña, porque vea que aunque haiga 
«matacos» en el campo tienen menos conchas que 
los de muro adentro, y que aquí todos los hom- 
bres son parejos, de un altor, hasta que Dios sea 
servido de convertirlos en esqueletos y mesturarlos 
por junto en los pastos con las osamentas del va- 
cuno. 

A este como discurso del capataz, habían pres- 
tado grande interés sargentos y soldados quienes 
reían ruidosamente y aplaudían, distinguiéndose en 
la algazara el mismo Saldanha, que era alegre y 
socarrón como veterano que había pasado varias 
veces por el aro de mandinga, — ■ según su propia 
ocurrencia. 

Acabando de apretar la cincha, contestó en buen 
español muy risueño : 

— Lindo era para predicar don Cleto con esa 
labia y esa voz de bordona y esa pinta de cuervo 
de campanario... Pero se lamenta ai ñudo, y sino 



330 E. ACEVEDO DÍAZ 



dígame: ¿le han puesto acaso « pie de amigo» para 
forzarlo y traerlo hasta aquí á juntarse con sus 
amigos después de tantos meses de servicio duro y 
parejo como ha prestado en la plaza ? Sin pensarlo 
siquiera, se ve libre en estos campos, donde los 
pájaros no se ciegan porque no hay paredes, y se 
ve libre porque á rigor de disciplina aprendió á 
obedecer y á ir como murciélago de día; que á 
no ser esto estaría á esta hora penando en el hueco 
de la Cruz bajo la baqueta del cabo « ranchero » 
si no anduviera listo... Déme las gracias, amigo 
viejo, que he ayudado un poco á la cosa, más 
que no fuese que para largar al ceñuelero adonde 
abunda el pasto ! . .. 

— Naide me forza á mí, ni me pone «pie de 
amigo » á dos tirones — replicó don Anacleto tem- 
blándole la borlilla del barboquejo por encima del 
labio; — ni tampoco soy güey que se lamba de puro 
goloso, ni me cuelgan abrojos en el rabo como á 
más de uno que cree que está limpio en todas par- 
tes : y no se desmande el sargento ajuera del pago 
ni compare con murciélagos á la gente, porque aquí 
hay avechuchos que miran más lejos que el ratón, 
y en un revoleo, si te he visto no me acuerdo!... 

— El sargento no ha dicho por tanto, — observó 
Esteban, — y no hay motivo para echar mano á la 
cintura. 

— ¡ No!. . . Si yo lo entiendo al fanfurriña y sino 
fíjate cómo se raid li verija. Lo que yo quise de- 
cir M que 108 hombres donde quiera se encuentran 



GRITO DE GLOKIA 331 



á juerza de rodar como las piedras de los cerros; y 
que la que está encimada hoy, mañana la arrem- 
puja el viento, ó una bruja, y cae al playo al igual 
de otras por correr la mesma suerte, aunque sea 
más grande y más pintada. 

Seguían riéndose todos con el mejor humor al 
oir al capataz; y éste al montar, y apercibirse de 
la algazara, rióse á su vez con tal gesto inofensivo 
y comadrero hasta mostrar los dientes barcinos que 
le quedaban, que la explosión no tuvo límites. 

Bajo espíritu así retozón, reinicióse la marcha al 
galope con una pequeña partida exploradora al frente, 
la que se adelantó hasta una milla. 

Y andando, dijo Esteban á don Anacleto : 

— Desde que don Luciano y usted faltan de « Tres 
ombúes», la estancia ha de haber sufrido mucho. 
A la cuenta las vacas y las yeguas no conocen ya 
rodeo ; y si acaso, no se ha de meter en el corral 
más que la majadita del « tronco » por pastorear 
encima de las poblaciones. Si usted se aprovechase 
de quedarse aquí estos días, haría servicio á don 
Luciano, y yo había de disculparlo con el jefe. . . 
Antes de medio día vamos á pasar cerquita, á una 
media legua. 

— En esa rumia iba — respondió don Anacleto 
con gravedad. No se juega con los entereses ; y yo 

tengo en un potrero del monte un ganadito ore- ./ 
jano que á la fija se han comido los «matreros», 
si no han matrereao ellos mejor por librarse de es- 
tos cimarrones. 



332 E. ACEVEDO DÍAZ 



— Si le han comido el suyo, no habrán preci- 
sado de las vacas del patrón. 

— Ansina es. Pero, en la virgen confío que mi 
ternera je no haiga mermao mucho porque al dirme 
lo metí en un playo de pasto de engorde de cua- 
resma, tan acortinadito y misturao con malezas, que 
nengún gaucho malevo ha de haber olido la ma- 
driguera. El de mi patrón se ha de haber resarcido 
con las crías aunque al principio lo haigan espigao 
en flor. Tengo gana de ver como sigue esta ha- 
cienda, por si hay que enderesar algo en el esta- 
blecimiento que dejé al cargo de Calderón y de 
Neceo; No sería malo que me diera una güeltita 
por el campo antes que venga el tiempo de las 
quemazones ó de la langosta, y todo lo encontrase 
arruinao y en «taperas». Si te parece, me corto 
al trotecito asina que nos acerquemos, aunque no 
juese más que pa bichear á esos mandrias. 

— Se me hace bueno, — dijo Esteban sonriendo, — 
y no hay que estar entre si caigo ó no caigo. ( 

al campo don Cleto ! 

— Por aviriguar, güelvo á decir : nada más que 
por aviriguar. Después me cncorporo aunque sea 
en la sierra de los Tambores al grueso, con este 
solo compañero, que no preciso la garabina. 

Y se golpeó el corvo con fuerza. 

— ¡ Ya Creo que no precisa ! • — observó el liberto 
con seriedad. 

A trueque de un encuentro malo como podría 
acontecer en un refucilo, en que no quedase uno 



GRITO DE GLORIA 333 



vivo, mejor es que primero usted vigile un poco 
el campo de don Luciano porque se lo ha de agra- 
decer él, la niña, y también mi amo, por lo que 
los quiere. . . 

— Por lo juicioso te hacía comandante amigo, si 
yo juese el jefe ; y no es por lavarte la cara, que 
no necesita de jabón, sino por probarte que soy tu 
aparcero de alma, todo emérito pa el trance más 
duro después que te he pulsao la muñeca. Si man- 
das que cargue en la punta en cuanto los «mame- 
lucos» asomen la trompa en la lomada por ahí me 
descuelgo como « carancho » sobre los güevos á 
todo lo que da el « Hete » ; si ordenas que vaya á 
cuidar el ganao de mi patrón por ser de conve- 
niencia, aunque me aflija voy, porque la desciplina 
ha de respetarse más que al cura, dende que se pa- 
rece á las mujeres que se han pasao de mozas sin 
marido y siempre están rezongando. 

Limitóse el negro á reirse, sin objetar más 
palabra. 

El galope duro no daba tampoco lugar á diálo- 
gos muy largos y con ese galope llegaron al vado, 
que cruzaron sin novedad, siguiendo sin detenerse 
por la orilla del monte. 

Al empezar á declinar el día don Anacleto creyó 
llegado el momento de separarse, pues pisaban ya 
campo de Robledo, y así lo hizo, cambiando de 
rumbo para dirigirse á las « casas » y haciendo un 
cordial saludo con el brazo á sus compañeros. 

Éstos lo contestaron con una aclamación uná- 
nime y las armas en alto. 



334 E. ACEVEDO DÍAZ 



El sargento Saldanha le irritó : 

— ¡ No se vaya á hacer perdiz en el pago don 
Cleto, y mire por su fama ! 

— La cuida esta que va en la vaina — contestó 
el viejo con arrogancia. ¡ Ya ha de cortar más de 
una cola cuando toquen á rabonear! 

Luego entre risas y expansiones, la partida des- 
apareció en un bajo, y don Anacleto en un abra 
del monte. 



XXYIII 



El esfuerzo nacional 



Muchas fueron las agitaciones en el campamento 
de los sitiadores desde la prisión de Calderón, 
hasta después de ocurridos los hechos de armas 
que habían apresurado la marcha de Bentos Manuel 
hacia el interior del país. 

Luis María siguió con interés creciente los acon- 
tecimientos, examinándolos sin decaer un instante 
en SU entusiasmo, ni preocuparse mucho de los gi- 
ros extraños que i ocasiones les daba la política. 

Se estaba á la naturaleza y al alcance del es- 
fuerzo. 

En su sentir, era niuv difícil modificarlo sustan- 
cialmente, aunque la necesidad lo contrariase por 



GRITO DE GLORIA 335 



la adopción de formas opuestas á la voluntad 
firme y constante de los nativos. Bien conocía él 
esta voluntad. Pero, asistíale también la convicción 
en presencia del arduo tema, de que no era rigu- 
rosamente cierto que «querer fuese poder», según 
el adagio qne se estilaba en casos análogos como 
sentencia sacada de la misma experiencia. Lo que 
él y otros querían, no se podía realizar sin riesgo 
de que toda la obra se perdiese. 

Hablaba muchas veces con su jefe en la tienda, 
en marcha, en los días de zozobra como en los de 
regocijo; siempre hallaba en él la misma actitud, 
iínial reserva discreta acerca de asunto tan esca- 
broso. 

Eran sin embargo de importancia y dignos de 
una meditación profunda, los hechos que habían ve- 
nido encadenándose hasta confirmar en sus extre- 
mos la conducta leal de los libertadores. 

Estaba Luis María invadido del espíritu local, 
que era mezcla de virtudes y rabias; pero en su 
cerebro el buen" sentido primaba sobre el arranque 
de la pasión, y le hacía condolerse de la suerte 
que cabía á uno de sus grandes y queridos ensueños. 
Pensó sin soberbia. 

Pasó revista al pasado, tan lleno de abnegacio- 
nes y recuerdos palpitantes. 

La suerte de las armas se había mostrado pro- 
picia al intento de los buenos; pero éstos esta- 
ban en el comienzo de una obra colosal; y no 
contando con más recursos que los propios, que 



336 E. ACEVEDO DÍAZ 



eran muy escasos, sin apoyo directo ni indirecto 
de los gobiernos vecinos, empezaban á palpar los 
graves inconvenientes de la empresa y á compren- 
der lo serio de la aventura, para cuyo complemento 
érales preciso el concurso del genio militar é in- 
gentes sumas de dinero. 

Sus reflexiones recayeron sobre los hechos fun- 
damentales que se habían consumado con trabazón 
lógica, preparando acaso al país para una vida fic- 
ticia, ó por lo menos agitada y turbulenta. 

La representación convocada, ardiendo aquél en 
dura guerra, había nombrado en uso de sus facul- 
tades un gobierno efectivo y diputados al congreso 
argentino, — lo mismo que Artigas hiciera en otro 
tiempo y bajo el imperio de otras circunstancias. 

Pero antes de producirse este hecho y el de las 
declaratorias notables de la asamblea, súpose que el 
gobierno de Buenos Aires había dispuesto se for- 
mase un ejército de observación en la línea del 
Uruguay al mando del general Martín Rodríguez. 

Cuando este jefe pasó á recibirse de su puesto, 
una versión alarmante circuló en esos momentos, 
y subsistió mucho después. 

Se dijo que el general Rodríguez llevaba órde- 
nes para prender al brigadier Lavalleja, y remitirlo 
á Buenos Aires. Esta especie fué adquiriendo cada 
día mayor crédito, sin que el tiempo y los sucesos 
la desvanecieran. 

Subsistía entre los orientales, y éstos se la ex- 
plicaban claramente. La diplomacia argentina que 



GRITO DE GLORIA 337 

había traído a Lecor, trataba de mantenerlo en el 
terreno conquistado. 

Érales forzoso para merecer el auxilio y provo- 
car la conflagración, dar prueba segura de su leal- 
tad ; y asimismo, extender su acción y su poder en 
el territorio por una victoria ruidosa. 

En caso feliz, el apoyo sobrevendría por el ex- 
ceso mismo del mal que perturbaba profundamente 
el equilibrio de la vasta zona ; si el éxito era des- 
graciado, los vencidos no debían esperar más que 
la prisión y el proceso. 

A esta triste alternativa estaba condenado el 
ideal de la aventura por la política insensible y la 
fría diplomacia. Entre esos dos hielos se encon- 
traba la aspiración ardiente de los débiles, que 
todo lo fiaban á los milagros del valor. 

Dióse la prenda. 

El brigadier Lavalleja sometió la dirección de 
la empresa militar al Ejecutivo de la República, 
ofreciendo así prueba eminente de espíritu de 
orden. 

Este compromiso no fué aceptado. La resistencia 
del Gobierno general á temar cualquiera interven- 
ción explícita, quedó excusada legalmente por pre- 
ceptos que era preciso llenar de un modo so- 
lemne. 

Contra esta resolución se habían estrellado to- 
dos los esfuerzos y los ruegos del pueblo opri- 
mido, las vehementes insinuaciones del espíritu na- 
cional, los argumentos de los tribunos y del patrio- 
tismo exaltado. 
22 



338 E. ACEVEDO DÍAZ 



Era entonces necesario que el denuedo de los 
nativos luchando solos con el enemigo común, 
rompiese aquella barrera consagrando su afán 
constante con un triunfo memorable ; y preciso era 
que ellos confirmasen los votos protestados por su 
libertador, por medio de un acto armónico con 
sus instituciones. 

Lo primero se ansiaba día tras día soñándose 
con la aurora de una jornada cruenta, pero fe- 
cunda, que despejase un poco los horizontes del 
porvenir ; lo segundo se había hecho por una 
Asamblea con mandato imperativo, que, en el 
fondo, no podía suplantar los efectos de un plebis- 
cito necesario. 

En un país de cien mil almas, cuyos ciudadanos 
sin escuela de gobierno libre eran soldados, y á 
quienes en esas horas críticas les era corto el 
tiempo para preocuparse de otra cosa que de ba- 
tirse á muerte contra un adversario diez veces su- 
perior, no debía esperarse tampoco que la voluntad 
del conjunto, la expresión meditada y tranquila de 
la voluntad soberana, se manifestase por otros me- 
dios más correctos. 

El día 25 de Agosto la Asamblea había decla- 
rado al país, de hecho y de derecho, libre é inde- 
pendiente del rey de Portugal, del emperador del 
Brasil y de cualquier otro del Universo; y en pos 
de esta declaratoria viril, hecha en medio de zo- 
zobras y peligros, había dictado también la ley 
que lo incorporaba á las Provincias unidas del 



GRITO DE GLORIA 339 



Plata como porción integrante de su antigua sobe- 
ranía. 

Era esta sin duda, una concepción más clara y 
luminosa de la patria, cuyo sol debía nacer en el 
confín sur brasileño y hundirse detrás de los An- 
des, después de alumbrar inmensas regiones desti- 
nadas a* todas las razas laboriosas del mundo y a" 
todas las libertades sin arraigo en las naciones ca- 
ducas; era el haz de fuerzas que hacían la solida- 
ridad perseguida, la cohesión de los medios y la 
armonía en los fines, dando aparente solución al 
problema del equilibrio platense. 

Aparente, porque ¿ no invocaba el Imperio igua- 
les títulos que su rival á la posesión y exclusivo 
dominio de la tierra disputada, y no eran sus pre- 
tensiones antecedentes de funesto augurio para el 
futuro ? 

La fórmula de incorporación, que era en sí 
misma expresión de poder y de fuerza, resultaba 
para el dominador impuesta por la brutalidad de 
los hechos, y como un reto á su soberanía, por 
cuanto los nativos, años atrás, habían resuelto la 
anexión al Imperio por intermedio de sus Cabil- 
dos, únicos cuerpos de carácter representativo y 
popular. 

En esta grave querella, para nada tenía en cuenta 
el Brasil que los orientales no querían en el fondo 
lo que sus Cabildos hicieron ; ni Buenos aires se 
daba por entendido tampoco de que la célebre de- 
claratoria no era un acto espontáneo de los pue- 
blos oprimidos. 



340 E. ACEVEDO DÍAZ 



Dirimían sus antagonismos sin consideración á 
la prenda. Y la prenda anhelaba ser entidad neutra 
y por lo mismo libre y respetada. Pero, no siendo 
eso practico por sus solos recursos, ninguno más 
adecuado como quien saca fuerza de flaqueza, que 
el de aquella declaratoria. La incorporación al 
cambiar el dominio traía consigo el conflicto, y 
hacía teatro de la lucha el mismo suelo disputado; 
mas al fin de esa lucha podría bien suceder que 
del exceso de sangre vertida surgiese la zona neu- 
tral por utilidad recíproca, y de esta situación, una 
independencia que era imposible adquirir por otros 
medios. 

Por eso, condensando su pensamiento en las 
propensiones locales firmemente acentuadas, el jo- 
ven patriota recordaba entonces la frase lacónica 
pero expresiva que había recogido en más de un 
labio á raíz de aquella última declaratoria : 

— ¡Libertémonos del yugo extraño; y después 
Dios proveerá ! 

Resumía esta frase, con los anhelos de una ge- 
neración formada al calor de la lucha y que todo 
de la lucha lo esperaba, lo incierto de su destino. 

Tal ve/, se descubría en ella el fondo de sober- 
bia genial que constituía la base de las rebeldías 
indomables; pero esa naturaleza bravia favorecida 
en su desarrollo por las condiciones geográficas de! 
territorio, aislado de los otros en casi su totalidad 
por mares y grandes ríos, era precisamente la causa 
del COnflictOj la razón inicial de la aventura legen- 
daria, 



GRITO DE GLORIA. 341 



Y bajo esta faz el problema de futuro ¿podía 
considerarse asimilable el elemento nativo ? 

La pregunta era honda, y eludió satisfacerla como 
si se hubiese abocado á un abismo insondable . . . 

En la bandera á cuya sombra los orientales pe- 
leaban se leía con letras negras la inscripción de 
j libertad ó muerte ! que era su grito de guerra y 
también de gloria. 

En ese lema se resumían sus ideales ; en ese <mto 
sus virtudes guerreras. ¿Se obstinaban ellos en pro- 
bar que eran capaces de ser libres dentro de un 
gran todo ó de una gran patria de comunes sacri- 
ficios ; ó buscaban significar con ese lema, que tenía 
su origen en Artigas, que toda dependencia les se- 
ría odiosa aun dentro de la comunidad primitiva? 

Se inclinaba á creer esto último ; y un día dijo 
á su jefe lleno de ardimiento : 

— Si vienen los argentinos y libran la gran ba- 
talla, nuestra esperanza llevará camino de realidad, 
mi comandante. 

— ¿Por qué? — había preguntado Oribe. 

— Porque hoy ninguno de los rivales podrá ob- 
tener victoria definitiva, fuertes como uno y otro 
lo son ; y entonces nos harán el fiel entre los dos 
platillos. 

— El caso es que los argentinos vengan. Mien- 
tras eso no suceda, no habrá fiel, desde que no 
haya balanza que equilibrar. 

No ponía en duda Berón este aserto ; pero con- 
solábale la idea de que el auxilio vendría, hecha 



342 E. ACEVEDO DÍAZ 



como lo había sido la declaratoria de incorpora- 
ción, y factible como era un hecho de armas que 
de un momento á otro asegurase á los « insurgen- 
tes» el dominio de la campaña. 

Muchas otras circunstancias concurrían á prepa- 
rar el espíritu del gobierno argentino á una acti- 
tud resuelta. 

La marcha misma seguida por la revolución es- 
timulaba al socorro, en nombre de principios que 
ella se esmeraba en consagrar sobre el terreno de 
la lucha. Sus prácticas no desdecían de la alteza 
del propósito. Hacía la lucha humana, sin cruelda- 
des ni venganzas. 

El joven patriota sentía por ello una íntima frui- 
ción, que se renovaba con frecuencia por las voces 
que se alzaban en la otra orilla en defensa de los 
oprimidos. 

Una tarde su goce subió de punto. 

De la tienda de Oribe había pasado á la suya 
una hoja impresa, un número de El Piloto, que 
aparecía en Buenos Aires, cuya prédica reflejaba 
los nobles deseos del pueblo argentino, y en cuyas 
columnas leyó, entre otras expansiones entusiastas 
y generosas, estas líneas : 

« Un pueblo que ha pasado por cien vicisitudes 
podrá acaso, como Roma, no hacer votos por los 
buenos días de su libertad ; pero los pueblos que 
no han tenido lugar aún de gozar de aquellos bie- 

no pierden así sus sentimientos ni sus espe- 
ranzas de conquistarlos: ellos hacen lo que los 



GRITO DE GLORIA 343 



orientales conducidos por el inmortal Lavalleja, cu- 
yos heroicos hechos han sido coronados con el su- 
blime ejemplo de perdonar el extravío de sus her- 
manos. » 

Y al leer esto, que era gloriosa verdad, tuvo pre- 
sente que la revolución había aceptado aun á los 
descreídos en su seno: recordó que Calderón, en- 
viado por Oribe al cuartel general con la nota de 
traidor y condenado á muerte por el consejo de 
guerra, había merecido gracia el día del cumple- 
años de Lavalleja, por interposición de Rivera, sin 
otro compromiso que el del juramento de no ha- 
cer armas contra sus antiguos compañeros ; jura- 
mento violado á los pocos días, uniéndose al per- 
jurio nuevamente la traición. 

Hizo también memoria de muchos otros que de- 
bieron la vida á la lealtad caballeresca, y de más 
de mil prisioneros actualmente en depósito que eran 
objeto de tratos humanitarios ; y aun cuando ha- 
llaba algún punto oscuro en la actitud de Rivera 
en el episodio de Calderón, dadas las facetas som- 
brías de este personaje, no podía él menos de de- 
cirse interiormente, como un resumen de levanta- 
das ideas: «con esta moral se irá lejos». 



344 E. ACEYEDO DÍAZ 



XXIX 



La columna en marcha 



La vida de campamento no era tampoco sosegada 
como al principio, y desde algún tiempo atrás se 
venía poniendo á prueba el músculo en marchas y 
contramarchas á toda hora según las exigencias de 
orden militar, devorándose distancias con buen sol 
ó bajo la lluvia, en hermosas mañanas como en 
noches sin estrellas. 

El caso era no ser vencido en previsión, ni aven 
tajado en actividad. Había que esforzar las aptitu- 
des y que suplir el exceso del número con el valor 
y la audacia. 

A pesar de esta vida aguadísima, cu ciertos días 
y en determinadas horas, su jefe, celoso de la pro- 
fesión, ordenaba y dirigía personalmente la práctica 
de evoluciones por mitades, compañías y escuadro- 
nes ; todo el campo poníase en movimiento; ejer- 
citábanse el sable, la lanza y la carabina; indicá- 
base con esmero cómo debían equilibrarse la velo- 
cidad y la forma de impulsión en las cargas, por 
elección de caballos ; simulábanse protecciones de 
despliegues y retiradas, como si se contase con in- 
fanterías ; perfeccionábanse en cuanto era posible 



GRITO DE GLORIA 345 



los medios para el choque ; lo que se explica si se 
tiene en cuenta que, aunque arma accesoria, la ac- 
ción táctica de la caballería estaba entonces en la 
plenitud de su vigor. 

El jefe era hábil, organizador y valiente ; tres 
aptitudes que creaban el estímulo con el respeto, 
el celo patriótico y la emulación militar, en la me- 
dida del tiempo y de los recursos. Para la elección 
de los caballos de guerra no era necesaria la teo- 
ría ; todos eran grandes ginetes, y con ojo experto 
elegían al compañero de lucha sin equivocarse 
nunca. Sabían también por experiencia lo que im- 
portaban los arreos en la fuerza de impulsión, los 
equilibraban con la rapidez, y muchos no llevaban 
más que el rendaje y las armas en el momento del 
choque. 

De esta manera, constituían una caballería ligera 
ó una de línea sin ser pesada, cuando así lo exi- 
gían las circunstancias; «una fuerza viva desple- 
gada » capaz de afrontar el peligro mayor, como 
Jo era para resistir los rigores de la privación y la 
inclemencia. 

Caballería propia de un terreno con campos on- 
dulados, con bosques moteados de potriles, con se- 
rranías abruptas, con valles « guadalosos » ; y pro- 
pia de un clima con fríos recios, con soles ardien- 
tes, con noches plateadas y con vientos mugidores. 
El ginete, bravo y robusto; el caballo pequeño, 
pero fuerte y sufrido; capaz el uno de extrema 
osadía y el otro de llevarlo á la boca del peligro 
resultaban armónicos con el suelo y el clima. 



346 E. ACEVEDO DÍAZ 



Por entonces nacían, vivían y morían entre es- 
tridores de «pamperos» y clarines. 

La victoria de Rincón, y otra obtenida por el 
veterano de Artigas Andrés de Latorre sobre una 
fuerte división brasileña que buscaba la incorpora- 
ción con la del general Abreu, dieron nuevo im- 
pulso súbitamente á las operaciones, hallando á 
Oribe el « chasque » de las gratas nuevas en la 
costa del Santa .Lucía. 

La excursión rápida de Bentos Manuel hacia Mon- 
tevideo, lo había obligado á movimientos más rá- 
pidos todavía, y al habla con el cuartel general 
maniobraba dentro de la zona en que se incubaba 
el peligro imprevisto : « en la cuna del toro » — 
según la frase gráfica de Ismael. 

Terminaba Septiembre. 

Los días eran claros y hermosos, retoñaban con 
gran vigor los bosques, el espíritu estaba alegre y 
templado á pesar de lo que ya llevaba de prueba 
el esfuerzo extraordinario, y en el campamento co- 
rría como una nueva vida preñada de esperanzas 
como la primavera de jugos. 

En el vivac de Luis María, Ismael y Cuaró se 
comentaban cada mañana las probabilidades de un 
encuentro formal que precipitase los sucesos. 

Todos confiaban en el éxito, por el prurito que 
da la costumbre del triunfo y la fe que inspira la 
habilidad de los jefes. 

Ellos confiaban en el suyo, á quien veían des 
i" recursos sólo propios del que sabe segundar 



GRITO DE GLORIA 347 



i 



un plan y aún excederse de los límites trazados, en 
sentido de afianzarlo ó robustecerlo. 

Todo consistía en que las fuerzas revolucionarias 
llegasen á formar un haz en el momento de la ac- 
ción, pues que se encontraban diseminadas en dis- 
tintas zonas. Si el enemigo tomaba la ofensiva, de- 
bía ser por sorpresa, y sobre una de las divisiones 
uertes antes que la junción se operase. 

Para precaver esto, es que ellos vivían en per- 
petuo vaivén, cambiando en horas de campo, tras- 
poniendo grandes distancias, ora acercándose á la 
laza, ora alejándose sin dejar rastro visible empe- 
ados en descubrir la intención del enemigo y ha- 
cerse dueños de sus medios de comunicación con 
Abreu, que se mantenía en su posición estratégica 
sin desprender ni una columna después de los con- 
trastes sufridos. 

Esa espectativa no podía durar mucho ; y así fué. 
Una tarde supieron por aviso anónimo, que el 
coronel Ribeiro saldría de extramuros con rumbo 
al centro del país ; y al mismo tiempo vino anun- 
cio del cuartel general de que una fuerte columna 
de caballería avanzaba por el norte á marchas for- 
zadas, buscando su base de apoyo en Abreu. 

Dábanse hasta los detalles más minuciosos sobre 
estas operaciones, que en vez de alarma ocasiona- 
ron indecible contento. 

Como se diese orden de ensillar á prisa, Jacinta 
vino al fogón de Luis María, y dijo a éste : 
— Yo me voy con el carro al cuartel general. 



348 E. ACEVEDO DÍAZ 



Su asistente queda con una porción de cosas que 
yo le dejo, y que usted ha de precisar en estas 
marchas de noche, en que nada se encuentra á oca- 
siones, ni una sed de agua, porque es mucha la ti- 
ñería donde se tiene miedo á los portugueses. . . 
No me desaire, que me trae güeña intención. . . Nos 
hemos de ver pronto si no me engañan mis de- 
seos, que son asina de grandes, aunque los suyos 
sean muy chiquitos. . . ¡ Pero no importa ! Yo lo 
he de ver y lo he de servir siempre con la mesma 
volunta, y muy pronto ; porque mire, yo creo que 
va á haber pelea de aquí á unos días y todos ten- 
drán que pintarse, hasta Frutos que anda á monte, 
para aguantar el rempujón. 

— Sí, nos veremos Jacinta, — respondió el joven 
con afecto. Es usted tan buena conmigo, que no sé 
cómo expresarle mi gratitud. Muy presente he de 
tenerla. 

— ¡Qué! — le interrumpió ella con aire triste. 
No vale la pena. . . Le he costureao las ropas, que 
estaban en miñangos, y aura parecen otras. Los bo- 
tones se los pegué como hacen los mélicos, con un 
berrugón de puntadas, porque de otra lava nenguno 
se queda quieto. Y aura, oiga una cosa que he de de- 
cirle sin que le duela: si hay encuentro ó entrevero 
vaya arrimao al «indio» que es muy guapo y yo 
sé cuánto lo quiere. . . Es poco hablador, y cuanto 
más quiere más se amorra, como negro. Pero es 
duro de pelar lo mesmo que «vacaré». Kstéase ce- 
ñidito á él como si juese su hermano, sin agravio 



GRITO DE GLORIA 349 



en esto ; y verá que lo ayuda en lo amargo, sin 
que usted se lo pida. . . Y nada más. ¡Adiós señor 
María, que la virgen lo acompañe ! 

— ¡ Hasta la vista, Jacinta ! Gracias por todo. 
Y el joven le estrechó la mano. 

Fuese la criolla. 

Concluíanse los últimos preparativos. 

Antes de mandarse á caballo, el capitán Yelarde 
que estaba de avanzada, trasmitió el parte de que 
una partida de treinta soldados con varios sargen- 
tos acababa de presentarse en el campo, diciéndose 
sublevados de una fuerza enemiga. 

A poco, la partida llegó con custodia. 

Berón que se encontraba al lado de su jefe, re- 
conoció en el acto á Esteban, exclamando: 

— Es mi asistente, el que cayó prisionero hace 
meses en las guerrillas del sitio, y que ahora vuelve 
á sus filas trayendo ese contingente. 

— Buen augurio, — dijo entonces Oribe, — si como 
creo, estos hombres se han desprendido de la co- 
lumna de B en tos Manuel. Sería un principio de 
triunío, que nos correspondía asegurar con un es- 
fuerzo decisivo sin pérdida de tiempo. 

Pronto se enteraron de todo lo ocurrido. 

Esteban hizo el relato con la mayor fidelidad, y 
puso en manos de su señor el cinto, que hasta ese 
momento había llevado bien oculto. 

Oribe mandó que Luis María redactase sin de- 
mora una comunicación á Lavalleja, en la que le 
daba cuenta de lo que pasaba, y que venía á con- 



350 E. ACEVEDO DÍAZ 



firmar las noticias que por diversos conductos se les 
había trasmitido. 

Decíale también que observaría al enemigo en su 
marcha por el frente y el flanco, sin apartarse mu- 
cho del centro de operaciones, á la espera de nue- 
vas órdenes. 

Escrita la nota, partió un «chasque» con ella á 
rienda suelta. 

El cuartel general estaba muy cerca, bastando 
media hora de carrera i un ginete duro para po- 
nerse en el sitio. Eligióse de ce chasque » al teniente 
Cuaró. 

Concluida su tarea, el joven patriota oyó de la- 
bios de Esteban lo que éste había recibido encargo 
de decirle. 

Notóle el liberto tan visiblemente impresionado 
que él mismo llegó i conmoverse sin disimulo. 

Como los dos habían quedado algo distantes de 
los grupos llenos de alborozo con el suceso reciente, 
hablaron sin reservas. 

Luis María leyó las cartas, interrumpiendo su 
lectura con interrogaciones rápidas y breves, que 
Esteban contestaba con la misma precisión. 

Estúvose en suspenso un rato, y guardó las car- 
tas en el pecho. 

Luego examinó d interior del cinto, y cogiendo 
un gran puñada de onzas, púsolas en las manos 
del liberto, diciéndole : 

— ]\.\/. de eso dos porciones iguales, y guárda- 
las en uno y otro bolsillo. 



GRITO DE GLORIA 351 



Hízolo así el negro, poniendo once de una parte 
y diez de la otra, muy afligido por no poder di- 
vidir el exceso. 

Estuvo á punto de advertir á su amo que eran 
nones ; pero, como lo viese pensativo, juzgó pru- 
dente callarse. 

Él bien sabía que su señor nunca contaba 
cuando tenía y abría la mano. 

Después, éste dijo : 

— Cuando llegues á ver á Jacinta ... ¿tú la co- 
noces ? 

— ¿ No es aquella que estaba en carretón en la 
línea, al principio del sitio? 

— La misma es. Ahora ha marchado al cuartel 
general. Cuando la veas, digo, que puede ser 
pronto, le entregarás una de esas porciones de di- 
nero para que ella lo utilice en compras que le 
convengan. Añadirás que ese no es más que el 
importe de los artículos que yo he consumido. 

— Es mucho, señor . . . con dos onzas bas- 
taba. 

— ¡ Qué sabes tú ! Haz lo que te mando sin me- 
ter baza. 

— Sí, señor. 

— Y ahora que tú has venido, lo que tajito ce- 
lebro, espero que arregles mis cosas que andan 
ahí en desorden en manos de los que no las en- 
tienden. 

Esto diciendo, Luis María apretó bien las aguje- 
tas del cinto doblándolo para disminuir en lo po- 



352 E. ACEVEDO DÍAZ 



sible su volumen, y dirigióse hacia donde estaba 
Oribe. 

Aunque ya la división había montado, éste se 
encontraba todavía de pie bastante retirado, junto 
á unas grandes piedras en lo alto de la colina, 
observando el campo en todas direcciones. 

Al sentir llegar á Berón, se volvió con pres- 
teza. 

— Mi jefe: — díjole el joven — acabo de recibir 
algunas onzas que me ha enviado mi padre, y 
también cartas con noticias que ya conocemos. Yo 
no preciso de ese dinero sino una suma pequeña, 
que ya he sacado, y vengo á ofrecerle á usted lo 
demás para las urgencias de la tropa. Aquí está. 

Y mostró el cinto. 

Era su acento expresión de tal sinceridad y fir- 
meza, que el comandante se sintió conmovido. 

— ¿Es decir — contestó — que usted no se con- 
tenta con ofrecer d su causa lo más que puede 
darse, y que es lo primero, su esfuerzo personal, 
su sacrificio de sangre ? 

— Así es, señor. Si de más dispusiera, sería aún 
poco. Yo me doy por entero á las pasiones que 
honran, y lamento no valer nada. Soy un hombre 
que, como otros más cautos, podrá ser feliz; pero 

racia de ser terco y pertinaz. Amo 
lo que amo sin reservas ni egoísmos, y siempre 
que me es dado demostrarlo lo hago con el ma- 
yor gusto. Ruégole que acepte, mi comandante, 
esta humilde ofrenda. 



GRITO DE GLORIA 353 



Oribe lo abrazó, coa movimiento franco y es- 
pontáneo, diciendo : 

— Acepto, amigo, y gracias! Pero á una condi- 
ción, y es la de que esa suma, con otra que po- 
damos reunir, sea destinada á un armamento com- 
pleto para nuestros cuatro escuadrones. 

Luis María hizo un gesto de asentimiento, sin 
replicar palabra, y devolvió el abrazo con la misma 
efusión. 

— Como usted lo ve — agregó el jefe señalando 
hacia las filas — ya nuestro regimiento tiene estan- 
darte, aunque modesto ; es de lanilla con su letrero 
en el centro, y obra de damas. Se lo he confiado 
á ese joven subteniente que apenas empieza á ser 
hombre, de aire garboso y atrevido. 

— Me parece todo muy bien, comandante ; esto 
estimula y enardece los deseos de llegar a la prueba 
cuanto antes. 

— Acaso esté muy próximo el momento. Ahora 
vamos á ponernos en actividad para tratar de con- 
firmar aquello que se ha dicho mis de una vez, 
que la caballería ligera « es una verdadera red de- 
trás de la cual el ejército propio marcha ó des- 
cansa, sin que al enemigo le sea dado presumir 
nada positivo de sus planes». 

Minutos más tarde, la fuerza abandonaba aquel 
sitio al trote largo. 

Había desprendido varias partidas exploradoras, 
y al parecer se encaminaba hacia el paso del Sol- 
dado. 

23 



354 E. ACEYEDO DÍAZ 



Reinaba en las filas una atmósfera alegre, de 
espíritu expansivo y abierto, como si todos hubie- 
sen recibido buenas nuevas, aunque éstas se con- 
densaban en una verdadera : la llegada del ene- 
migo. 

Ismael, que había ocupado su puesto á vanguar- 
dia é iba mirando atentamente á Berón, dirigióle 
así la palabra : 

— Parece contento, y por eso yo lo estoy tam- 
bién. 

— Es verdad, capitán. He tenido noticias de mi 
familia y le agradezco su buen corazón. Mucho 
tiempo hacía que no me llegaba una carta y hoy 
me he resarcido por toda la ausencia. 

— Asina es. El que sólo llora penas, nunca puede 
creerse desgraciao ; al que es solo, él mesmo goce 
lo aflige. 

— I Por qué ? 

— Atrás de la risa le grita el recuerdo y acaba 
el gusto, como si se reventase la hiél. . . Pero este 
no es el caso. Dígame lo que aiga de los portu- 
gueses. 

Luis María púsose entonces á referirle con los 
menores detalles lo que al respecto su padre le de- 
cía en la carta, y lo que Esteban había hecho por 
la causa de los patriotas sublevando parte del es- 
cuadrón de auxiliares, cuya partida con armas y 
municiones el mismo Yclarde había recibido en las 

irdiu avanzadas. 

Ismael oyó con atención, y luego dijo: 



GRITO DE GLORIA 355 



— ¡ El negro es de alma ! . . . Pero no teniendo 
él plata que darles á esos mélicos, — y viene un 
sargento portugués en la partida le alvierto, — 
¿ cómo diablos se amañó en el envite del truqui- 
flor? 

— Acaso con dinero de mi padre, porque es 
cierto que él no disponía de recursos. 

En el espíritu de Luis María, á pesar de esta 
respuesta, se suscitó una duda. 

Para él ya era mucho que su padre hubiese mo- 
dificado tanto sus ideas acerca de la causa de los 
nativos, y más aún que le trasmitiera datos prolijos 
de lo que el enemigo intentaba ; pero el que hu- 
biera proporcionado fondos para una rebelión de 
tropas dentro del recinto, excedía á todas las hipó- 
tesis y conjeturas. 

No dejó pues, de preocuparle el hecho, en sen- 
tido de una mayor satisfacción ; y para cerciorarse 
llamó á Esteban, apartándose algo de la columna. 

— Supongo — le dijo — que tú no has sublevado 
la gente de tu escuadrón nada más que por la in- 
fluencia de tu palabra y de tu energía ; aunque 
siendo muchos de ellos orientales, no necesitaban 
de otro estímulo que el del patriotismo para dar 
este paso honroso. 

Entiendo que hay entre esos hombres un sargento 
portugués. . . 

— Sí, señor ; el sargento Saldanha. 

— Bueno. ¿ Y éste también se ha venido por 
solo amor á la causa ? 



356 E. ACEYEDO DÍAZ 



— Le di unas onzas . . . 

— ¡ Ah ! ¿ Te las proporcionaría mi padre, Es- 
teban ? 

El liberto se turbó un poco, y no quiso mentir. 

— No, señor — respondió; fué otra persona. 

— Entonces hay allí más de una á quien tenga- 
mos que agradecer actos tan señalados como este ;. 
y tú deberías nombrarla en confianza, á fin de que 
no quede en olvido. 

■ — Ella no quiere. Pidió como un favor. . . Pero 
si su mercó me ordena, yo cuento. 

— Habla. 

¿ Quién es? 

Vaciló todavía un momento Esteban, y después 
dijo muy bajo: 

— La niña Natalia. 

— I Quién, has dicho ? 

El liberto repitió el nombre, agregando: 

— Mi señor no me ha de dejar mal. 

— No por cierto — repuso el joven con gran sor- 
presa ; ¡ no ! . . . Tú has sido leal y fiel, has cum- 
plido como pocos tu obligación y algún premio 
has de recibir á su tiempo. ¡ Sera" muy justo ! Lo 
que acabas de revelarme me llena de un gran pla- 
cer y por eso me felicito dé haberte interrogado; 
pero ahora yo te pido que lo dicho quede entre 
los dos en todo tiempo. 

— Sí, señor. 

— Relátame lo que pasó. 

El liberto expresó sencillamente lo sucedido con 



GRITO DE GLORIA 357 



la intervención de Guadalupe, apoyándose en el 
testimonio de ésta ; puesto que él nada había ha- 
blado con la joven de Robledo sobre el asunto de 
la sublevación de sus compañeros de cuartel. 

Estuvo en todo discreto, y para terminar añadió : 

— En la casa de los amos el tiempo todo es 
poco para acordarse de su mercé. 

Esa última frase puso á Luis María cabizbajo, 
abstraído. Gran tropel de pensamientos mezclados 
á sensaciones íntimas se agolparon sin duda alguna 
á su cerebro, sustrayéndolo por largos instantes á 
los ecos de afuera. 

Siguió su marcha como enclavado en la mon- 
tura. 

La noche vino con un cielo oscuro; cerró por 
completo ; transcurrió el tiempo y el paso de la 
columna era el mismo, con pequeñas treguas. 

Por dos veces se detuvo a altas horas ; en una 
de ellas contramarcha, hizo un zig-zag en un te- 
rreno de asperezas y luego los cascos de los caba- 
llos resonaron en un suelo duro de carretera. 

— Camino al Durazno — dijo Ismael. 
Luis María le oyó, y repuso : 

— Entonces vamos sobre el rastro del enemigo. 



358 E. ACEVEDO DÍAZ 



XXX 

La cólera de Jacinta 



Ibase en efecto por el camino real al paso deí 
Durazno, en medio del cual, á cierta hora, se mandó 
hacer alto y echar pie á tierra. 

Luis María é Ismael supieron entonces por Cuaró,. 
incorporado recién, después de repetidos viajes, que 
Lavalleja venia á marchas forzadas desde la Cruz, 
y que había ordenado á Oribe lo esperase en la 
carretera, precisamente á esas horas. No debía de- 
morar sino momentos, porque él lo acababa de de- 
jar á corta distancia. 

Bentos Gonzalves bajaba hacia el Yí con su co- 
lumna en busca de Bentos Manuel, que á su vez 
iba á su encuentro, tras una marcha hábil y ra- 
pidísima. 

De este modo, en contadas horas estarían i la 
vista unidos y fuertes, y bien previsto este hecho, 
se había dado orden al brigadier Rivera para que, 
abandonando la posición que ocupaba en la zona 
de Mercedes, viniese á situarse con su división en 
la noche en las vertientes del arroyo Sarandí, sitio 
escogido para la conjunción de todas las fuerzas re- 
volucionarias. 



GRITO DE GLORIA 359 



Inmóviles á un costado del camino, Luis María, 
que acababa de cumplir una orden, dijo á su jefe : 

— Por lo visto, comandante, se trata de librar 
mañana un combate de caballería contra caballería. 

— Un combate, exactamente — contestó Oribe — 
como en Junín — el combate silencioso. En Junín sólo 
lucharon caballerías; la batalla, en riguroso tecnicismo, 
requiere la acción de las tres armas, y ni en Junín 
sucedió eso, ni sucederá hoy por hoy entre nos- 
otros mientras no dispongamos de infantería y ar- 
tillería. Sin embargo, en mi opinión hay combates 
que valen mas que batallas por sus efectos; y si se 
libra el que anhelamos, los resultados serán los 
mismos dadas las condiciones actuales de la lucha. 
El número de combatientes de una y otra parte, 
será el que en Junín, más ó menos. 

— De todos modos, el general Lecor ha conse- 
guido su deseo de que sean elementos similares, como 
él los cree, los que vengan con nosotros al choque. 

— Eso opinó- él al principio de la lucha ; pero 
ahora su manera de ver las cosas era distinta, y 
aprestaba infantería y caballería para robustecer á 
Ribeiro. Según parece, contra los buenos consejos 
del cauto portugués, este jefe ha partido de extra- 
muros inopinadamente en su impaciencia de ganar 
el lauro. 

Respecto al día de mañana, acaso fuese el del 
combate. Algunos vecinos me han informado que 
Ribeiro, á su paso, llegó á decir, que siendo el de 
mañana 12 de Octubre, aniversario de su empera- 



360 E. ACEVEDO DÍAZ 



dor don Pedro, ansiaba llegar á las manos con 
<( os revoltosos ». 

— ¡ Cuanto antes mejor ! 

— Veremos. 

Luego Oribe se apartó del sitio sin más com- 
pañía que el clarín de órdenes. 

A los pocos momentos circuló la voz de la lle- 
gada de Lavalleja é inmediatamente se emprendió 
la marcha hacia el arroyo de Sarandí, punto de- 
signado para la reunión con las fuerzas del coro- 
nel Rivera. 

Esa marcha fué dura. Cuando se hizo alto al 
amanecer en la vertiente misma de Sarandí, donde 
ya se encontraban aquellas fuerzas, las descubiertas 
anunciaron la aproximación del enemigo, que ve- 
nía en dirección al punto escogido y se hallaba 
apenas á una legua de distancia. 

Se mandó entonces cambiar caballos y poner las 
divisiones en orden de pelea. 

En medio de esa agitación, precursora del com- 
bate tan ansiado, Esteban, apartado un tanto de la 
línea y al caer á un bajo al trote, dio con los ca- 
rretones del convoy, que se habían estacionado en 
la ladera. 

Al contrario de los demás, Jacinta había desen- 
ganchado sus dos caballos del vehículo, que era bas- 
tante liviano, y aderezado bien uno de ellos, que 
tenía sujeto del cabestro á una rueda. 

Jacinta estaba junto á un fogón que acababa de 
encender, y en el que, con la destreza y diligen- 



GRITO DE GLORIA 361 



cía que le eran peculiares, calentaba el agua para 
el « mate » y asaba un pedazo de carne de novillo. 

En rededor del vehículo veíanse una porción de 
botellas y botijos vacíos, pequeños cajones destro- 
zados y otros desechos de vivac. Jacinta había dado 
salida á todos sus artículos de comercio ambulante, 
al menor precio, para sentirse ágil y pronta i las 
consecuencias. 

En cuanto vio á Esteban, le dijo: 

— ¡Ni llamao con corneta! Aquí tiene una mi- 
tad de « churrasco » para su oficial, y le pido se 
lo lleve porque ha de precisar de juerzas hoy más 
que nunca . . . Dígale que yo se lo asé. 

¡ Y usted sírvase de un mate, si gusta ! 

— ¡Gracias! Ya tocan á formar y falta tiempo — 
contestó el liberto, desmontándose con rapidez. No 
venía más que á un encargo de mi señor, doña 
Jacinta. Él me dijo que le estaba á usted muy 
agradecido por tanta voluntad en servirlo, pero que 
no era regular que no la ayudase cuando podía ; y 
que pudiéndolo hacer ahora, fuese usted servida de 
aceptar esto, nada más que para reponer en el ca- 
rretón lo mucho consumido por su mercé en la 
campaña desde que comenzó el sitio. 

Y el liberto, con muy buen modo, le alargó un 
pañuelo en que estaban atadas las monedas que Luis 
María le había destinado. 

La criolla se encogió de hombros, con un gesto 
de soberbia. 

— ¡ Güeno, aura sí que está lindo ! — exclamó. 



362 E. ACEVEDO DÍAZ 



¿ Para qué preciso yo eso ? Cuando doy por puro 
gusto, me chafan, y cuando vendo por ganancia, 
me pijotean. ¡ Guárdese eso, no más ! y dígale á 
su señor que le agradezco, pero que yo no soy 
Agapita que se muere por una amarilla, aunque 
venga del mesmo Calderón. 

— No se resienta, doña Jacinta, que nunca ha 
sido intención de mi señor ofenderla ni en la punta 
de un pelo. 

— No me salga con quiebros, que asina ha de 
ser para pior. Jacinta Lunarejo es de otra laya á 
la que se piensa; no es animal de cascara como 
otros para no dolerse cuando la hincan con una 
espina. Y vaya mirando que la gente se forma y 
apronta, y que allá en el otro campo se mueven 
como hormigas. 

— ¡ Ya veo ! Pero . . . 

— No hay pero que más valga, ni breva madura. 
Tome el « churrasco » que le dije á que lo coma 
calientitO todavía, sazonao en ceniza... Aura va- 
yase, sin cirimonia, con su plata y todo, que yo 
tengo también que levantar estos trastes para dirme 
en esc mancarrón. 

— Bueno, me voy — dijo Esteban montando. A 
la fija no ha de tardar mucho que toquen á de- 
güello. La gente está que arde por echarse encima 
de los « mamelucos ». 

Y guardándose en el cinto el pañuelo anudado 
que rechazase con Unta obstinación y enojo la 
criolla, se afirmó en los estribos, añadiendo : 



GRITO DE GLORIA 363 



. — Ahí se acerca á esta loma la reserva, con los 
húsares. Ya á la izquierda de la línea han formado 
los dragones del brigadier Rivera, al centro la di- 
visión de mi jefe... A la derecha se tiende en ala 
el comandante Zufriategui. ¡ Lindo va á estar el 
baile ! Adiós, doña Jacinta. 

— ¡ Que Dios lo ayude ! 

Esteban picó espuelas. 

La mañana abría esplendorosa. 

En ese momento Lavalleja recorría las filas aren- 
gando las tropas ; un gran murmullo se sentía de 
extremo á extremo de la línea alternado por Víc- 
tores ruidosos ; y delante, en el llano extenso, como 
a veinticinco cuadras, veíase mover otra línea os- 
cura de dos mil cuatrocientos ginetes enemigos 
que á su vez alzaban las carabinas por arriba de 
sus cabezas entre aclamaciones repetidas al Imperio 
y á don Pedro de Braganza. 

El arroyo culebreaba al llanco y se escondía en 
las colinas hasta perderse en el Yí. Los campos 
que formaban la zona cubierta no podían ser mas 
apropósito para la maniobra de los regimientos, de 
fáciles declives y valles sin tropiezos nutridos de 
verdes y blandas hierbas. 

La atmósfera aparecía límpida y serena, y por 
ella corría sonora y sin descanso la nota del cla- 
rín, como un grito prolongado de guerra que sólo 
debiera terminar con la batalla. 



364 E. ACEVEDO DÍAZ 



XXXI 



Sar andí 



Los orientales tenían una pequeña pieza de mon- 
taña de calibre de á cuatro, que arrastraban por 
delante con mucho garbo, y con la cual el teniente 
que la mandaba, con un servicio de tres hombres 
y municiones pora diez disparos, se prometía ganar 
algunas ventajas á pesar de la opinión de Lava- 
lleja, que decía con grande risa burlona : 

— ¡ Con esa araña de mucho trasero, sólo se 
asusta á un pulgón ! 

La pieza rodaba, en efecto, á manera de arde- 
nido que teme el encuentro del alacrán, y merced 
al esfuerzo paciente de una yunta híbrida com- 
puesta de una muía flaca y un padrillo caballar 
criollo dejado de mano por inservible. 

El teniente iba muy tieso y grave en su bayo 
de oreja partida y cola anudada, y sus tres subal- 
ternos en caballos rabones. 

Sobre la muía, un tanto espantadiza, gineteaba un 
cambujo de chambergo, al que le faltaba la mitad 
del ala. 

Así que la línea hizo alto frente al enemigo, 
el pequeño cañón fué situado en una loma suave 



GRITO DE GLOKIA 365 



que se alzaba á un flanco del centro, y el teniente, 
apeándose diligente, se puso á tomar la puntería 
de un modo concienzudo. 

Los brasileños ya habían mudado caballos y ra- 
tificaban su línea en medio de entusiastas vivas al 
emperador. 

Bizarro era el aspecto que sus tropas presentaban 
en la espaciosa falda de una hermosa colina, des- 
tacándose diversos cuerpos por su formación co- 
rrecta, especialmente el regimiento de dragones de 
río Pardo. 

El cañoncito dio una especie de ronquido de 
puma, y el proyectil pasó gruñendo por el hueco 
que separaba el centro enemigo de su derecha; picó 
junto á los escuadrones de reserva levantando en 
forma de abanico la tierra negra con una orla de 
briznas, y fué á rebotar en la cresta de la « cu- 
chilla » á retaguardia. 

Un clamor súbito se sucedió al pasaje de la bala. 

El teniente volvió á calcular la trayectoria del 
segundo proyectil muy abierto de piernas detrás de 
la pieza, con el sombrero echado á la nuca y el 
cigarro en la boca. 

Y estando en esta actitud, Ladislao Luna, que 
hacía con su escalón cabeza de la izquierda orien- 
tal, le gritó : 

— Tené guarda, hermano, que el cañón no ron- 
que por atrás ! 

Los ginetes rieron con estrépito. 

El cabo acercó cuadrado la mecha ardiendo al 



366 E. ACEVRDO DÍAZ 



oído, y á la detonación siguióse un salto de retro- 
ceso de la « araña ». 

La bala partió con sordo zumbido. 

Este nuevo proyectil no dio tampoco en el blanco 
aun cuando había sido mejor encaminado. 

De la línea brasileña llegó en respuesta un se- 
gundo clamor, y de la oriental surgió de regimiento 
en regimiento como un coro indefinible de insec- 
tos gruñones, en que primaba la nota del alborozo. 

El escobillón volvió por tercera vez á frotar el 
ánima en manos del fornido cambujo ; el teniente 
á tomar el punto, imperturbable; y el cabo á so- 
plar la mecha para arrimarla en seguida al ojo de 
la pieza. 

El proyectil de esta vez produjo un ruido estri- 
dente, algo semejante á un silbido de viento hura- 
canado : y cayendo casi encima del centro enemigo, 
estalló entre una nube de polvo, derribando dos 
caballos con sus ginetes. 

Era un tarro de metralla. 

En ese instante, Lavalleja recorría las filas y di- 
rigía una fogosa arenga á sus escuadrones en ba- 
talla ; de modo que este detalle emocionante unido 
al episodio ocurrido, originó en la masa de com- 
batientes una explosión estruendosa de entusiasmo 
y de coraje. 

Algo análogo sucedió en las filas contrarias, aun- 
que eran los suyos tal vez voceríos de ruda impa- 
ciencia; porque en el acto, sin esperar un cuarto 
saludo del cañoncito, toda la línea, con gritos for- 



GRITO DE GLOKIA 367 



midables, se movió al trote, lanzando al unísono 
sus clarines el toque á degüello. 

Los orientales no trepidaron un minuto y avan- 
zaron al encuentro al mismo paso, dejando bien 
pronto á retaguardia la pieza de artillería, cuyos 
servidores tras un desenganche veloz, desenvaina- 
ron sus aceros y se incorporaron á uno de los es- 
cuadrones del centro. 

Pasada aquella masa compacta de ginetes, que- 
dóse á sus espaldas abandonada esa pieza con su 
boca casi al nivel de los pastos y su armón incli- 
nado sobre la cuesta, como si sólo hubiese servido 
para dar la señal de la pelea, á modo del heraldo 
que en las lides legendarias golpeaba por tres ve- 
ces el escudo llamando al torneo la pujanza y el 
valor. 

Así acortando distancias las dos fuertes caballe- 
rías para el choque de prueba, Cuaró, que se ha- 
bía arremangado el brazo derecho á la altura del 
hombro y ceñídose un pañuelo blanco en la ca- 
beza, dijo suave á Luis María: 

— Mira que va á empezar el fandango... ¡Abrí 
el ojo y tené al freno el lobuno ! 

E Ismael, que iba al lado opuesto, con el sable 
cogido de la hoja, añadió por su parte: 

— No te apartes de mí, hermano, que puede ser 
hora de morir ... Si caigo, recostate al teniente, 
que es güeno como pocos hombres, y en lo amargo 
asusta como nenguno. 

Luis María iba con la boca apretada, la mirada 



368 E. ACEVEDO DÍAZ 



fija, el busto erguido y tendido el brazo con que 
empuñaba su hoja: ni una crispación se notaba en 
su semblante severo, ni una palabra brotó de sus 
labios. 

Dirigió los ojos un momento al estandarte que 
flameaba á su derecha en manos del imberbe, y 
bajó la cabeza torvo, siempre silencioso. 

Por un segundo cesó de improviso el trote ner- 
vioso de la línea, y una voz que ya se había dado, 
pero que se repetía ahora viril é imperiosa como 
una exhortación suprema al valor heroico, volvió 
á resonar de cuerpo en cuerpo y de escalón en 
escalón, mandando breve y secamente : 

— Carabina á la espalda, y sable en mano ! 

Después, los clarines rompieron en el toque á 
degüello, dos mil sables se alzaron destellantes, los 
escuadrones arrancaron á media brida cayendo con 
la violencia de un torrente en el llano, á cuyo 
opuesto extremo se desplegaban dos mil cuatro- 
cientos carabineros; y apenas en mitad del valle, á 
tiro de pistola, otras tantas detonaciones resonaron, 
dividiendo una densa humareda los dos campos 
como para cegar más su furor. 

Disipada la nube, vio Luis María que sus ami- 
gos seguían ilesos á su lado, tendidos sobre el 
cuello de sus monturas, y que en pos de la línea 
clareada á trechos, pero siempie inflexible en su 
. imponente, quedaban más de cien hombres 
sobre las hierbas, entreverados con los caballos, 
que habían sido también muertos ó heridos en el 
pecho y la cabeza. 



GRITO DE GLORIA 3C9 



El ronco son de los clarines volvió á alzarse 
sobre el estruendo de la descarga, y en pocos ins- 
tantes las dos líneas chocaron. 

La formación desapareció en el acto. 

En medio de espantosa confusión, pudo Luis 
María observar que las dos alas brasileñas eran 
acuchilladas por la espalda hasta enzima de sus 
reservas; pero que, en cambio, cortada en dos la 
extrema derecha enemiga por los dragones de Ri- 
vera, una de estas mitades, formando masa com- 
pacta con las tropas del centro imperial que car- 
gaban sobre el centro republicano, caía con irre- 
sistible violencia sobre la izquierda de éste, 
arrollándola impetuosa y comprometiendo el resto, 
en rededor del cual se arremolinó en un instante 
un círculo de hierros. 

La acción del centro oriental quedó anonadada 
bajo el peso del número. 

Entonces la pelea se trabó tremenda entre un 
grupo pequeño y una mole enorme de adversa- 
rios, al punto de no verse horizonte, estrechados, 
ahogados los nativos entre barreras de lanzas y 
sables que habían surgido de improviso reempla- 
zando á las ya inútiles carabinas. 

Habían caído muchos en esa carga de frente y 
de flanco. El suelo estaba cubierto de heridos y 
de ginetes desmontados que corrían en todas di- 
recciones, chocando con los grupos en su afín de 
abrirse paso entre el tumulto ó de apoderarse de 
los caballos que habían librado sus lomos en el 
choque. 

24 



370 E. ACEVEDO DÍAZ 



Luis María vio á Oribe atravesar por dos veces 
entre el tumulto golpeando aquí y allá con su es- 
pada y enardeciendo con la voz á sus soldados ; 
vio caer al clarín de su escuadrón herido en un 
costado por las cuatro medias lunas de una lanza ; 
á Ismael rodeado por un grupo de dragones, con 
el caballo en tierra; a Cuaró que salvaba el cerco 
abriendo ancho camino con su sable ; y al porta 
imberbe que alzaba intrépido el estandarte acosado 
por los hierros gritando con un acento de niño á 
quien ya anonada el rigor : 

— A mí . . . á mí, valientes ! Aquí de la ban- 
dera ! 

Y luego, como á través de un velo color de 
tierra, vio que los sables envasaban aquel cuerpo 
endeble y lo derribaban por las grupas manando 
sangre á borbotones. 

Acometióle un vértigo. Sin apartar los ojos de 
aquel episodio, sordo á los ruidos fragorosos que 
venían de todos lados, mezcla de rabias, quejas, 
llamados supremos, rugidos, botes y caídas, picó 
espuelas, lanzóse sobre el grupo, que clareó d gol- 
pes de filo, y echando mano al estandarte que no 
había abandonado el porta moribundo, arrolló al 
astil el paño, y bajando la moharra cargó ciego, 
hundiéndola en d pecho del primer enemigo que 
encontró á SU frente. 

Al instante lo cercaron entre furiosos voceríos. 

El astil, manejable como una lanza, hería por 
doquiera con su rejón empuñado con soberbio de- 



GRITO DE GLORIA 371 



nuedo. El golpe repetido de los sables hacíale sal- 
tar astillas á cada encuentro, y aunque herido ya 
en el brazo de una estocada, Berón rompió el 
círculo, sujetó su lobuno espantado junto á la 
loma, allí donde Ismael se batía cuerpo á cuerpo, 
y haciendo flamear el estandarte, gritó con voz de 
cólera terrible : 

— Libertad ó muerte! 

Otra voz, semejante a un bramido, le contestó 
cerca ; y el teniente Cuaró entróse al cerco nueva- 
mente formado, moviendo como un ariete su sa- 
ble poderoso. 

— Maten ! maten ! — exclamaba iracundo un ca- 
pitán de dragones de río Pardo, señalando á Luis 
María con la punta de su acero. 

Los soldados amagaron otro ataque, encontrán- 
dose á Cuaró por delante, cuyo brazo, al voltearse 
de revés, dio en el suelo con el más cercano, obli- 
gándole á salir de un salto de los estribos. 

Oíase siempre encima el toque á degüello, y los 
escalones pasaban como fantasmas por los flancos, 
estremeciendo el suelo en pavoroso tropel. 

El capitán brasileño, notando que sus hombres 
tenían de sobra con Cuaró, y que no adelantarían 
un palmo de terreno mientras tuviesen al frente 
aquel temible ginete, cambió de posición, hizo an- 
dar á toda brida su caballo y acometió con ímpetu 
á Luis María por retaguardia. 

El joven ayudante permanecía en el centro del 
torbellino como abrazado al astil, pálido, desan» 



372 E. ACEA r EDO DÍAZ 



grado, imponente en su misma actitud cuando su 
tenaz adversario le llevó el ataque. 

Herido en las grupas de dos ó tres cuchilladas 
que habían abierto hondos surcos en la piel hasta 
mostrar la carne viva, el lobuno de Berón se aba- 
lanzó de improviso hacia adelante al sentir el 
avance, se encabritó y revolvió enfurecido por el 
dolor. 

Cuaró encajó al suyo las espuelas haciéndole 
brincar en semicírculo con los remos en el aire, 
y al sentar el redomón los cascos con un bufido 
de espanto, su ginete, echado sobre las crines, le- 
vantó el fornido brazo trazando con el sable otra 
curva y lo descargó en la cabeza del oficial brasi- 
leño arrancándole con el morrión la mitad del 
cráneo, que le volcó sobre el rostro como una 
máscara horrible. 

El sablazo lo sacó como en volandas de la silla; 
rodó su cuerpo por las hierbas, y al agitarse en 
convulsiones cogiéronsele los cabellos á las matas 
volviendo el fragmento de cráneo á su lugar y 
dejando de lado, visible, lívido, salpicado de sesos, 
un rostro joven que arrancó un grito á Luis 
María. 

— ¡ Pedro de Souza ! 

— j Mata ! ¡ mata ! — rugía Cuaró revolviéndose 
más furibundo con el brazo lleno de sangre y la 
pupila dilatada. 

Y se lanzó sobre el grupo de enemigos con todo 

el poder de su caballo. 



GRITO DE GLORIA 373 

Fué como un turbión ; al principio llevóse todo 
por delante ; luego la tropa volvió a cerrar el cerco 
á manera de una onda arrolladura; el sable terri- 
ble brillaba en el medio en siniestro culebreo; y 
en tanto este montón de centauros se escurría en 
la ladera entre alaridos arrastrando como en un re- 
molino de aceros a Cuaró, Berón era de nuevo 
acometido por otro grupo de refresco, estrujado, 
envuelto en la balumba hasta la loma en medio de 
gritos feroces, tiros y estocadas. 

Todavía sirvió al joven de defensa la moharra 
del estandarte; pero al llegará lo alto de la colina, 
su caballo cayó muerto. 

Quedóse con él entre las piernas ; y agitando la 
bandera gritó con desesperado brío : 
— ¡ Sarandí por la patria.! 

Otro combatiente cayó de pronto sobre el nú- 
cleo apenas resonaba el grito, armado de una 
enorme daga de dos filos que esgrimía con admira- 
ble destreza. 

Montaba un redomón tostado, cuyas narices como 
hornallas despedían dos humazos, y en cuyo cuello 
la sangre salpicada se mezclaba á la espuma del 
sudor. 

Era el ginete un negro de contextura atlética, 
ágil, airoso, sentado sobre los lomos desnudos. 

Entre sus piernas de vigoroso domador se ar- 
queaba y torcía el tornátil vientre del potro des- 
pavorido, sin que éste, en la violencia de sus 
arranques, lograra separar á su amo del crucero. 



374 E. ACEVEDO DÍAZ 



Luis María lo reconoció en el acto. Era Es- 
teban. 

A la vista de aquel á quien había devuelto sus 
derechos de hombre que tan bien ejercitaba en la 
hora de prueba, el joven volvió á levantar con el 
estandarte por encima de su cabeza su tonante voz 
herida : 

— ¡ Libertad ó muerte ! 

El negro, amorrado y silencioso, apretó rodajas : 
el redomón dio un bote enorme cual si buscase 
salvar una valla de riscos, y echándose Esteban de 
costado á la usanza charrúa, tiró un golpe de daga 
al pescuezo de uno de los dragones. 

El tajo fué horrible. 

La cabeza del herido cayó sobre el hombro á 
modo de penacho volteado por el viento, brotó un 
surtidor rojo y bamboleándose un instante, derrum- 
bóse al fin el cuerpo inerte. 

Cogido el pie en el estribo, fué arrastrado el ca- 
dáver á lo largo de la colina en vertiginosa ca- 
rrera, y pudo verse por breves segundos girando 
como un molinete la cabeza del degollado. 

El resto de los dragones se precipitó en masa 
sobre los dos combatientes ; y en tanto Esteban era 
separado del sitio en reñida pelea, un auxiliar más 
entró en acción, anunciándose con un grito ronco 
semejante al de una fiera que acude rápida á la 
defensa de la cría atacada por los perros. 

Simultáneamente con el grito, una lanza blan- 
dida por una mano nerviosa hiriendo allí donde 



GRITO DB GLORIA 375 



más ceñido y compacto era el grupo, formó hueco 
y dio paso á un ginete joven, lampiño, de sem- 
blante moreno y ojos negros, agraciado, robusto, 
que vestía blusa de tropa y calzaba botas de piel 
de puma. 

Parecía, por -su aspecto, de otro sexo, aunque ve- 
nía á horcajadas en un caballo arisco. 

La duda duró poco, pues en el momento la de- 
nunció su voz de mujer bravia, que clamaba: 

— ¡Atrévanse cobardes! vengan á mí, apestaos... 
¡ Aquí está Jacinta Lunarejo que les ha de pelar 
\as barbas con esta media luna ! 

Y echó pie á tierra junto á Berón, tratando de 
defenderle por todos lados con su lanza; ora sal- 
tando como una tigra, ya arrastrándose sobre las 
rodillas, desgreñada, furiosa, bella en su mismo es- 
pantoso desorden. 

Resonaron varias detonaciones de pistola. 
Una bala atravesó el pecho de Luis María, de- 
rribándolo de espaldas. 

Quedó tendido con el estandarte de su escua- 
drón abrazado sobre el pecho, de cuya herida ma- 
naba un hilo de sangre muy roja que se fué dis- 
tendiendo en la seda hasta formar una gran man- 
cha en el blanco y celeste. 

Otro de los proyectiles se alojó en el cuerpo de 
Jacinta. 

El disparo había sido hecho á quema-ropa, y su 
blusa humeaba. 

Al reincorporarse iracunda, cayóle del costado el 



376 E. ACEYEDO DÍAZ 



taco ardiendo, y ahogó por un instante su voz el 
humo de la pólvora. 

Dos ó tres de los más valerosos, tentaron levan- 
tar el estandarte con la punta de sus sables; pero 
Jacinta dio un brinco y sepultó su lanza á dos ma- 
nos en el vientre del dragón de talla gigantesca 
que alargaba cuanto podía su brazo para alzarse 
con el trofeo. 

Se alzó, sí, mas con la lanza prendida en sus 
carnes por la media luna invertida á manera de 
arpón, que se llevó en la fuga. 

Luego, Jacinta cogió el sable de Luis María en 
su diestra, rodeó con su otro brazo el cuerpo del 
herido y empezó á arrastrarle con todas sus fuer- 
zas, diciendo desesperada: 

— ¡A él no, bárbaros ! . . . ¡ Déjenlo por compa- 
sión que yo le cierre los ojos ; no ven que ya está 
muerto!... ¡A él no, salvajes! 

Y sin dejar de arrastrarle, repetidas veces herida 
en la cabeza y en los brazos, bañado el rostro en 
sangre, tambaleando, asiéndose entre :rispaciones 
de las hierbas, su mano sacudía el sable apartando 
los hierros á golpes de filo. 

Por dos ocasiones gritó, saliendo su voz como 
un ronquido : 

— ¡ Cuaró ! . . . ¡ Cuaró ! 

El teniente no podía oírle. 

En cambio, sintió de cerca el toque de carga, y 
la reserva con Lavalleja al frente acuchillando to- 
dos los escuadronea enemigos dispersos en la la- 



GRITO DE GLORIA 377 



dera, apareció bruscamente en la loma, descendió 
á escape al llano, y en lúgubre entrevero fueron 
cayendo uno á uno la mayor parte de los que ha- 
bían hecho cejar á la línea del centro. 

En esta carga cayeron prisioneros, entre otros 
jefes y oficiales, Pintos y Burlamaqui. 

Jacinta arrodillada junto al joven y libre ya de 
implacables adversarios, percibió entre desfalleci- 
mientos y zumbidos sordos, dianas y gritos de vic- 
toria. 

Miró azorada á través de tules rojizos. 

La llanura aparecía cubierta de centenares de ca- 
dáveres y despojos. Lejos, en el horizonte ilumi- 
nado por los esplendores del sol, percibió regi- 
mientos en desorden, caballos sin ginetes, cuerpos 
hacinados entre los pastos, galopes furiosos, ecos 
de cornetas que semejaban aullidos de pavor. 

Después se volvió hacia Luis María, cogióle el 
rostro entre las dos manos, levantóle los párpados 
para mirarle las pupilas, peinóle los rulos con los 
dedos temblorosos, dióle un beso en la mejilla, y 
exclamó al fin desalada entre hipos violentos : 

— ¡ Ay, flor de mi alma, sol de mi pago ! Que 
salga de estas heridas toda mi sangre, por una mi- 
rada de tus ojos . . . 

Pálida, vacilante, sus manos crispadas se cogie- 
ron al cuerpo inmóvil ; sacudiéronlo ; y en pos de 
este esfuerzo abrió los brazos para estrecharlo, res- 
balóse suavemente y quedóse acostada á su lado, 
exangüe, tiesa, sin temblores. 



378 E. ACEVEDO DÍAZ 



XXXII 



£1 duelo á lanza 

El desorden en la línea del centro, y sus episo- 
dios, sólo habían durado algunos minutos. 

Puesto Lavalleja al frente de la reserva que man- 
daba Quesada, y llevada la carga, quedó limpia de 
enemigos la ladera, rehízose en el acto la división 
de Oribe, y el escalón de Ismael, con su alférez á 
la cabeza, trepó á escape la loma, hallando solo y 
á pie su capitán entre los caídos en la pelea. 

Al ver á sus soldados, dijo con su aire calmoso: 

— ¡ Cayeron á tiempo ! 

Y enseñó el sable roto por el medio. 

Alcanzáronle un caballo ensillado, uno de los 
mejores que por la falda vagaban sin dueño; y una 
de las lanzas arrojadas en la fuga por los escua- 
drones de Bentos Manuel. 

Cogióla con desdén, y al montar murmuró: 

— Puede que en esta mano alcance y sobre. . . 
¡ Avancen ! 

líl escalón empezó á bajar la cuesta. 

Toda la línea, en cuanto la vista dominaba, se 
movía al trote para ocupar el campo en que ten- 
diera al principio la suya al enemigo. 



GRITO DE GLORIA 379 



Los cascos de la caballería iban chocando con 
millares de armas esparcidas en el suelo, y estru- 
jando cuerpos muertos ; delante, en un hermoso 
valle verde, los» despojos eran más numerosos, y 
allí se arrastraban algunos hombres y bestias con 
las entrañas de fuera y un rumor de agonía. 

Más allá, divisábase como una nube negra ex- 
tensa que se agitaba en ondulaciones de serpiente, 
que era la de los restos brasileños, empeñados sin 
duda en hacer pie firme para tentar el último es- 
fuerzo. 

Hacia la derecha Zufriategui, después de doblar 
con ímpetu el ala izquierda enemiga desordenán- 
dola y poniéndola en fuga, había vuelto á su posi- 
ción y traslomaba ahora la colina al son de las 
dianas. 

Bajo el sable de sus escuadrones habían caído 
los más esforzados soldados de la izquierda impe- 
rial, cuando hecha la descarga por sus carabineros 
dio media vuelta en dispersión, al comienzo mismo 
del combate. 

Hacia la izquierda notábanse tumultos, avances, 
repliegues ; y llegaban ecos de clamores, de clari- 
nes, de fuego graneado. 

Se llevaban cargas todavía. Allí estaba Rivera. 

En el primer choque, con su empuje acostum- 
brado y su bizarra osadía, el brigadier no dejó un 
adversario á su frente, confundiendo en una mole 
informe los regimientos de Bentos Gonzalves. 

Pero, acorridos éstos por su reserva, se reorga- 



380 E. ACEVEDO DÍAZ 



nizaron en parte; trajeron nuevo ataque; hesitaron 
otra vez; volvieron grupas, y el sable de los dra- 
gones orientales esgrimido sin cansancio, golpeó sus 
espaldas en todo el largo de la llanura, sembrándola 
de cadáveres. 

Era lo que se percibía de la línea del centro. 

Ismael observaba atento á todos rumbos; algo 
buscaba con sus ojos con cierta ansiedad; tal vez 
á Luis María, acaso á Cuaró. 

El panorama era demasiado confuso para dis- 
tinguir personas. Todas se movían y cambiaban de 
puesto con rapidez; los cuadros solían disiparse 
apenas se esbozaban ; los episodios se sucedían por 
minutos; el ambiente estaba nutrido de azufre y 
salitre, y el ánimo pasaba por la emoción de lo 
trágico, del desborde de los instintos conflagrados. 

Por encima de todo, los clarines seguían incan- 
sables en su toque de diana llenando de notas agu- 
das el espacio, como una música alegre que acom- 
pañara en SU viaje á los muertos, siendo himno de 
vida, salmo de gloria, para los que se alzaban en 
los estribos, rugientes, bajo el sol de aquel día de 
gloriosa primavera. 

Ismael señaló con la lanza el ala izquierda, y 
dijo cual si hablara á solas : 

— ¡ Erutos ! 

Recordó tal vez que los dispersos de la extrema 
izquierda del centro se habían recostado á esa 
parte, y presumía que allí estaban sus ami 

Bajando la cabeza, emprendió el galope hacia 
aquel rumbo. 



GRITO DE GLORIA 381 



El escalón bien alineado, siguió detrás. 

Antes que traspusiesen una «cuchilla» intermedia, 
en cuya cresta terminaba la línea de Rivera, y 
cuando sonaban ya lejanos los últimos disparos de 
los imperiales, aparecióse en la altura un ginete 
que sujetó de golpe su caballo y clavó en tierra 
una lanza de moharra larga y forma culebrina. 

Este ginete, al instante reconocido, mereció una 
aclamación de la tropa y un saludo de Yelarde con 
el astil de su lanza. 

El ginete cogió la suya, la remolineó muy alto 
como si manejara un junco, contestando marcial- 
mente al saludo ; y vínose al galope. 

Era Cuaró. 

¿Por qué se encontraba allí? 

Cuando bajó al llano envuelto en un torbellino 
de ginetes y de aceros, sin auxilio alguno en su 
trance amargo, al favor de su redomón de pecho 
que se abalanzaba á saltos de ñera, había logrado 
arrastrar á su vez el grupo de agresores hacia la 
línea de Rivera eludiendo los golpes de muerte con 
tendidas á los flancos de su montura y devolviéndo- 
los con renaciente vigor. 

Ya encima de los dragones de Frutos, el grupo 
se fué desgranando, y al llegar al declive de la co- 
lina, los últimos abandonaron su presa. 

Cuaró aparecióse, pues, disperso en la columna. 

Viéndolo Ladislao Luna de lejos, despertósele la 
inquinia y gritó de modo que él lo oyese: 

— ¡ Miren ese que anda como avestruz contra el 
cerco ! ¡ Háganlo formar ! 



382 E. ACEVEBO DÍAZ 



Al escucharlo, el teniente sintió que la sangre 
se le subía en oleadas á la cabeza hasta producirle 
un vértigo. 

También el odio se le enroscó como una ví- 
bora en las entrañas. 

A pesar de eso, se estuvo quieto. 

Para no mascar rabia, sacó del cinto un pedazo 
de tabaco en rollo y se lo puso en la boca. 

Quedóse un rato inmóvil mirando á Ladislao 
que conversaba con Rivera, con una mirada opaca, 
sombría ; volvióse á alzar hasta el hombro la manga 
de la camisa hecha pedazos y teñida por coágulos 
de sangre salpicada, y sin hacer caso al toque de 
atención que resonaba en la línea, puso espuelas y 
se dirigió á la loma. 

Fué entonces cuando se encontró con Ismael. 

— Van á entrar a perseguir — díjole. Sería güeno 
seguir al flanco. 

Efectivamente, el ala izquierda se movió al ga- 
lope en columna, dirigiéndose hacia el paso de Sa- 
randí. 

El escalón de Ismael, i una voz de éste, tomó 
la misma dirección. 

Los escuadrones de Rivera corrían á media rienda 
en la llanura ; y á medida que iban adelantando te- 
rreno todas las fuerzas estacionadas en esa direc- 
ción, volviendo grupas y aglomerándose bajo el pá- 
nico, se precipitaban al vado en tropel. 

Acaeció entonces que el regimiento de dragones 
de río PardOj cuerpo regular que había causado 



GRITO DE GLORIA 383 



mucha parte del estrago en las filas libertadoras y 
que se retiraba en orden por mitades, en la impo- 
sibilidad de dominar el tumulto sin comprometer 
su formación, contramarcha de súbito, y alineán- 
dose junto al monte, se rindió á la gran guardia 
de Rivera. 

Parte de la fuerza que éste mandaba había cru- 
zado el vado, cuando llegó Ismael; quien viendo 
rendidos a los dragones imperiales, preguntó á 
Cuaró : 

— ¿ Seguimos el rastro, ó damos resuello á la 
gente ? . . . Ya la flor se entregó. 

— Calderón vá delante con los dos Bentos, — 
respondió el teniente, y hay que alcanzarlo aun- 
que sea con un tiro de bolas . . . Recién principia 
la corrida! 

Ismael, sin observar nada, ordenó pasar el arroyo ; 
y ya del lado opuesto, notaron que el brigadier lo 
cruzaba a su vez seguido de un fuerte destacamento 
y se perdía luego á media rienda en las ondula- 
ciones del terreno. 

— Mira amigo, — dijo Cuaró, — ¡es preciso apu- 
rar ! 

Ismael mandó al galope. 

Un zambo que llevaba de clarín sopló el instru- 
mento con todas sus fuerzas. 

La tropa se precipitó por las faldas y los valles. 

A uno y otro lado huía un enjambre de enemi- 
gos á pequeños grupos, y de los ranchos esparci- 
dos en los contornos salían de súbito viejos y aun 



384 E. ACEVEDO DÍAZ 



mujeres armadas de trabucos, que descargaban so- 
bre los fugitivos á su alcance, desmontando á unos 
y ultimando á otros. 

El escalón llegó á enfrentar á una especie de 
« tapera » en cuya puerta se veían varias chinas 
que daban voces iracundas, y agitaban cuchillas en 
sus manos. 

A pocos pasos yacían tres hombres, uno de ellos 
con insignias de jefe, á quien habían abierto el pe- 
cho con una daga. 

Era el teniente coronel Felipe Neri. 

El escalón pasó á media rienda sin preocuparse 
del episodio; atravesó un extenso valle cubierto de 
cardos; traspuso una altura alanceando en su trán- 
sito á algunos rezagados de Bentos Gonzalves, y 
fué á detenerse en el nexo de dos « cuchillas » 
para dar aliento á los caballos y examinar el ho- 
rizonte. 

Empezaba á caer la tarde. 

La espesa selva del Yi se distinguía próxima, en- 
señando una orla inmensa de verdura que cule- 
breaba en el terreno hendido hasta perderse muy 
lejos detrás de las grandes lomadas; multitud de 
dispersos corrían diseminados por los pequeños va- 
lles acosados por el continuo silbido de las « bo- 
leadoras», y más allá un grupo considerable, con- 
torneándose en espiral, penetraba en el bosque y 
Se hundía velozmente en su espesura. 

— [Paso de Polaoco! — exclamó el teniente. Por 
aquí se van los jefes, pero el río trae mucha 



GRITO DE GLORIA 385 



agua . . . Tienen que cruzar en la balsa y nos dan 
tiempo. 

— Tocan á reunión en el campo de Frutos — 
dijo Velarde, con el oído atento á los ruidos de 
aquel lado y la vista fija en el valle. La gente se 
retira. 

— Sí; ya no «bolean»! — observó Cuaró. Vamos 
á atropellar el paso, capitán Mael. 

— Mejor sería que «bombeáramos» desde aque- 
llos saúcos para ver lo que pasa. 

— Como mande. 

Los dos se separaron de la tropa al galope diri- 
giéndose hacia el paso. 

Recorrieron alguna distancia y bajaban á un sitio 
rodeado de quebradas, desde el cual todo quedaba 
oculto á la vista, cuando en la altura del frente 
aparecióse de súbito Ladislao Luna, quien les gritó 
á voz en cuello : 

— Ya está güeno de perseguir... Dejen que los 
mate Dios que los crió, aparceros! 

— ¿Quién manda? — dijo Ismael. 

— Frutos. Se ha tocao á riunión y es juerza obe- 
decer. 

Cuaró se echó el sombrero á la nuca. 

Se había puesto verdinegro, palpitábale el pár- 
pado como el ala de un murciélago y las espuelas 
hacían música de trinos en sus botas de piel de 
tigre. 

Levantó el brazo convulso, exclamando presa de 
indecible rabia : 

25 



386 E. ACEVEDO DÍAZ 



— Aparcero nunca, ahijao de Frutos!... Amadri- 
nando traidores ! . . . 

— A la cuenta le has dao muchos besos al «chi- 
fle», enfiel sin entrañas — contestó Ladislao colérico, 
empujando su caballo á la ladera. Te he de tarjar 
la lengua ! 

— Venite al «playo»! — repuso el teniente breve 
y ronco como quien concentra energías. Aquí ve- 
rás si te chupo la sangre, ladrón ! 

Luna se puso en el bajo a brincos de su overo, 
que azuzó con la «nazarena», al punto de hacerle 
doblar los remos delanteros en el declive. 

Traía lanza, sable y trabuco. 

Ismael quiso intervenir dos veces poniendo su 
astil por medio. 

Pero convencido de la inutilidad de su esfuerzo, 
dada la índole de aquellos dos hombres que ¿l co- 
nocía bien, apartóse y púsose á observar la terrible 
escena, mudo, impasible, indolente. 

Sería esto un poco de sangre más, de aquella 
sangre brava que tanto se derramaba por lujo en 
SU tierra. 

En el hondo valle fiera fué la lucha de los dos 
centauros. 

Ninguno habló. 

Por tres veces se chocaron los astiles de «urun- 
day», produciendo el ruido de los cuernos de dos 
toros, y al cuarto ludimiento saltó el rejón de La- 
dislao arrancado á su diestra por un golpe en la 
sangría. 



GRITO DE GLORIA 387 



Luna empuñó el trabuco é hizo fuego. 

Todos los balines y « cortados » dieron en el pe- 
<ho y cuello del redomón de Cuaró ; mas al mismo 
tiempo el overo vino de manos y la moharra ene- 
miga encontró á Ladislao en descubierto, sepultóse 
cuan larga era en su vientre, le sacó de la mon- 
tura tendiéndolo en tierra de costado, revolvióse en 
la ancha herida hasta hundirse en el suelo, y cuando 
Luna se enroscaba al astil como un reptil con el 
tronco y brazos y el semblante desencajado, el ca- 
ballo de Cuaró se desplomó muerto. 

El teniente quedó de pie y largó el lanzón. 

Éste se cimbró por un momento bajo las con- 
vulsiones del herido, hasta que Luna cayó de es- 
paldas. Entonces el astil quedóse en posición obli- 
cua, trémulo, cual si á él se trasmitiesen las palpi- 
taciones del moribundo. 

— Ya sobra, hermano — dijo Ismael. 

Cuaró tiró un manotón de tigre al overo de La- 
dislao, saltó en sus lomos, arrancó la lanza al cuerpo 
de un revés y se fué en silencio sin volver el 
rostro. 

Ismael se apeó. 

Allí cerca veíase un charco. 

El agua estaba clara y transparente, inmóvil en 
su lecho de granallas de un color de esmeralda. 
En los tronquillos de juncos colgaban sartas de gra- 
nulos de un rosa vivo á modo de rosarios que eran 
hueveras de batracios; y al mojar su pañuelo de 
algodón Ismael rozó alguna de esas sartas, brotando 



388 E. ACEVEDO DÍAZ 



de ella entonces un líquido de carmín subido que 
le manchó la mano. 

— Aonde quiera sangre! — murmuró. No parece- 
sino que hemos de ahogarnos en ella, como decía 
el viejo don Cleto. 

Aproximóse en seguida al herido, puso una ro- 
dilla en tierra y separándole las ropas hasta rasgar- 
las en pedazos, lo volvió sobre el costado opuesto. 

La espantosa desgarradura quedó i la vista. Por 
ella asomaban las entrañas y se oía un soplido de 
fuelles. La culebra de hierro había penetrado ondu- 
lando en las carnes, dividiendo tejidos, músculos y 
una costilla, cuyas puntas saltaban hacia afuera. 

Ismael lavó los labios de la herida, moviendo la 
cabeza, en tanto susurraba dando suelta á una es- 
pansión largo rato sofocada : 

— ¡Parece arco de barril rompido! 

Al sentir el roce del pañuelo mojado, Ladislao 
se contrajo dolorosamente y reprimiendo un ala- 
rido que estranguló en su garganta, dijo jadeante:. 

— No te tomes pena, que pronto he de acabar. . . 
La encajó lindo ese bárbaro ! 

Recubrióle el capitán la herida, sin decir pala- 
bra, dióle al cuerpo la mejor posición con cuidado, 
ó hizo beber á Luna un trago de su «chille». 

Luego, otro. 

Esto lo reanime) visiblemente. 

Miró á Velarle, v prorrumpió: 

— Mira, hermano: cuando yo me haiga muerto. 
tácame este escapulario que aquí llevo en el pe- 



OKITO DE GLORIA 389 



cho, y dáselo á Mercedes, si la llegas á ver. Me 
lo regaló un día de mi santo, diciéndome que nen- 
guna chuza me había de entrar en el cuerpo, por- 
que estaba bendito por el cura. . . ¡ A la cuenta la 
chuza me entró de costado con miedo al santo, 
■dende que todavía respiro ! 

— No ha de morir tan pronto, aparcero — le 
interrumpió Ismael, rompiendo su taciturnidad con 
una sonrisa. ¿ Dónde ha visto que ansina no más 
se acabe la yerba mala ? 

El herido tentó reírse, y lo encogió el dolor. 
Replicó, sin embargo, entre quejidos: 

— También se seca, y ya siento adentro que me 
grita la hoya. ¡ Nunca me asustó el morir. . . pero, 
■quién juera vos para ver al pago libre, á la tierra 
libre después de tanto pelear ! 

Se me hace que columbro los ranchos, el arroyo, 
el monte, las laderas, el ganao matrero. . . 

Aquí se detuvo, con los labios trémulos. 

Sus ojos semi-apagados se quedaron lijos en el 
espacio, como si en verdad contemplase algo de 
todo aquello que revivía en su cerebro. 

Clavando luego los ojos en el rostro de Ismael, 
volvió á decir : 

— Cuando yo haiga muerto deja mi cuerpo en- 
tre estos yuyos, que no precisa de tierra encima 
para que el cuervo ó el gusano se lo coman. El 
sol y el agua lo harán guiñapos y después las hor- 
migas negras dejarán lustrosos y blancos los huesos 
■como costillas de bagual. Naide los ha de llevar, 



390 E. ACEVEDO DÍAZ 



ni la vizcacha, cuando no tengan grasa nenguna ;. 
que no vale más que la de un toruno la osamenta 
de cristiano. . . 

Mira, valiente : guárdate mi sable que es hoja 
de confianza. Lo afilé una mañanita en una piedra 
de la sierra, y si está un poco mellao no es de 
cortar leña. . . 

— Dejuro, dijo Ismael. A ocasiones se criba la 
guampa al toro, y no es de cornear al ñudo. 

El herido dio un resuello y murmuró muy bajo: 

— ¿ Me prometes? 

— Llevar el escapulario y el sable, prometo. 
¿ Dónde está la moza ? 

Ladislao le cogió la mano, tomando alientos. 
Luego dijo : 

— Allá en San Pedro, en un ranchita arrimao 
al río. 

— He de caer. . . 

Pasaron largos instantes de silencio. 

De pronto, la herida resolló ruidosa y silbadora 
y algunas gotas gruesas de sangre negra aparecie- 
ron en las ropas. 

Ladislao se estremeció, lanzando un ronquido ; 
y ya no volvió á hablar. 

Ismael lo cubrió en parte con su ((vichará». 

Después le acerco a la boca el «chille», hume- 
deciéndosela con u\\ poco de «caña», que él in- 
gurgitó á medias. 

A poco, expiró. 

En los aires, sobre el matorral, empezaba á gi- 



GRITO DE GLORIA 391 



rar un ave negra con las alas muy abiertas, inmó- 
viles. Tenía la cabeza calva y el pico uncirostro. 
Por momentos arrojaba una nota ronca, con la 
mirada fija en el suelo. 

Ismael se sentó y permaneció impasible. 

Sólo una vez inclinó ligeramente la cabeza, para 
mirar de un modo siniestro por debajo del ala del 
sombrero con una ojeada de buitre. 



XXXIII 
Los estragos de la carga 

No fué Esteban más afortunado que Cuaró en su 
aventura de acorrer á Luis Alaria, cuando era éste 
acometido en la loma por los dragones de río 
Pardo. 

Separado del sitio á rigor de sable, y como en- 
vuelto en una malla de acero en que su cuerpo y 
su caballo no tenían para moverse más espacio 
que el de una jaula, el liberto se creyó segura- 
mente perdido cuando rodaba al llano entre los 
anillos de aquella especie de tromba; y sólo allí 
donde la tierra á nivel no ofrecía tropiezo ni do- 
blaba al potro los corvejones, pudo al rato acari- 
ciar la esperanza de sustraerse á los hierros ape- 
lando 'á sus recursos de gran ginete. 



392 E. ACEVEDO DÍAZ 



Formando con su montura un solo bulto i fuerza 
de encogerse y disminuirse, arremetió por dos oca- 
siones el cerco sin resultado; pero en la tercera 
embestida, poniendo el alma en Dios y en Gua- 
dalupe, suelto, ágil, intrépido, con una risotada 
bestial de negro cimarrón, logró abrir brecha la 
daga en alto y el torso sobre las crines, arrancando 
á sus adversarios un grito de rabia y de sorpresa. 

Ya fuera del remolino aturdidor, sin miedo días 
armas de fuego, que estaban vacías y se cargaban 
por la boca en múltiples tiempos y movimientos, 
Esteban se lanzó al simple galope á una cuesta 
que trepó sujetando, y desde allí hizo un ademán 
de desprecio. 

Ellos continuaron su carrera enardecidos, y no 
hubiesen dado grupas, si por un flanco no surge 
inesperado uno de los escuadrones de la reserva 
que corría uniforme é inflexible como un rodillo 
á lo largo del llano. 

Pero si bien cambiaron rienda, fuéles corto el 
tiempo y el espacio ; porque apenas castigaron li- 
brando la vida á la rapidez de sus caballos, en vez 
de proyectiles silbaron por detrás las « boleadoras » 
en número tan crecido, que algunas de ellas gol- 
peando en cráneos y pulmones, dieron en el suelo 
con buena parte de los fugitivos. 

El liberto espoleó entonces sin tregua, hasta lle- 
gar al sitio en que dejara á Luis María. 

Miraba con atención al suelo, examinando uno i 
uno los rostros de los muertos. 



GRITO DE GLORIA 393 



No pocos tenían las cabezas partidas por el me- 
dio, con una masa blanquecina en borbollón á la 
vista; á otros, las cuchilladas les habían agrandado 
las bocas hasta el pómulo ; muchos presentaban 
hundidos los temporales como á golpes de clava ; 
algunos exhibían tajadas las gargantas de una á 
otra oreja ; los menos, boca abajo, mostraban en 
los ríñones el estrago de las moharras y medias 
lunas. 

Esteban escudriñó bien. 

Llamóle un cadáver la atención. 

Era este el de un hombre joven, esbelto, de 
figura distinguida, que vestía el uniforme de capi- 
tán y ceñía todos sus arreos, por lo que el liberto 
dedujo que debía haber muerto en lance aislado, 
pues que no lo habían dejado en ropas menores 
los soldados menesterosos. 

Desmontóse rápido, y desprendió una de las pre- 
sillas que en los hombros llevaba el difunto. 

Notó entonces que un sablazo, dado por una 
mano de hierro, le había levantado casi por com- 
pleto el coronal en forma de casquete, y que por 
la cisura enorme salía como una crespa cabellera 
colorante. 

— Este sablazo no lo dio mi amo — se dijo el 
liberto. 

El pelo negro caía en mechón sobre la cara, 
oculta en los tréboles. 

Esteban lo separó, y enderezó la cabeza del 
muerto, mirándolo un instante fijamente. 



394 E. ACEVKDO DÍAZ 



Estaba tan lívido y desfigurado, que tardó en 
reconocerle, aunque ya había sospechado que aquel 
difunto no le era desconocido. 

¡ Oh, sí ! Aquel era el capitán Souza, el rival de 
su amo, á quien él sirvió alguna vez y de quien 
fué servido. 

Pues que estaba tendido allí, donde su señor se 
había batido solo contra muchos, no tenía porqué 
sentirle. El montón de cuerpos que cubría el sitio,, 
denunciaba una lucha espantosa ; él no presenció 
todo en su entrada rápida y más rápida salida del 
círculo de hierro ; pero, tantos contra uno ¿ quién 
pudo haberlos impulsado ? 

El negro, al hacerse en su interior esta pregunta, 
se acordó de muchas cosas ; miró otra vez al 
muerto, y movió la cabeza con aire de quien da 
en la clave de un enigma. 

Siguió andando luego á pie ; con su cabalgadura 
del cabestro ; rodeó la colina, siempre investigando > 
se paró muchas veces para cerciorarse de que no iba 
descaminado ; y por último volvió al lugar de que 
había partido con la intención de recorrerlo esta 
vez en sentido opuesto. 

A uno y otro lado del terreno que había ocu- 
pado la línea, situada ahora varias cuadras adelante, 
precipitando la derrota, había tendidos más de cua- 
trocientos muertos. Aparecía el suelo sembrado de 
sables, carabinas, pistolas y morriones. 

Esteban sabía bien que no era entre aquellos res- 
tos que debía bu I señor, puesto que él se 
había balido en la loma del centro. 



GRITO DE GLORIA 395 



Quizás, tratando de salvarse, hubiese retrocedido 
hacia donde entonces formaba la reserva, que era 
en una falda, inmediatamente detrás de la colina. 

No había abandonado aún la altiplanicie, cuando 
apercibió entre las matas, acostado boca arriba, el 
cuerpo de un hombre de talla gigantesca, cuyos 
ojos negros, fuera de las órbitas, conservaban to- 
davía un reflejo de cólera y de dolor. 

Sin duda estaba agonizante. 

Acercóse el liberto, y vio que tenía clavada de 
lado en el vientre una lanza, cuya media luna in- 
vertida asomaba uno de sus extremos por debajo 
de la costilla final, formando la herida como una 
hoya en las entrañas que hubiesen abierto las ga- 
rras y colmillos de un «yaguareté». 

Un trecho más allá, á su izquierda, yacía otro 
cuerpo con los brazos en cruz, y el semblante lleno 
de sangre hasta el cuello, donde el líquido se ha- 
bía estancado en coágulos espesos. 

Dejó Esteban que el moribundo acabase en paz, 
y fuese al que ya parecía muerto de veras. 

Lo estaba, en realidad. 

Pero al observarlo con detenimiento, el negro 
lanzó una voz. 

No parecía el despojo de un hombre aquel, sino 
el de una mujer. 

Un cabello negro, crespillo y corto aunque abun- 
dante, no alcanzaba á velar las sajaduras que divi- 
dían el cráneo, al punto de que más de un rulillo 
cortado por el filo de los corvos aparecía pegado 



396 E. ACEVEDO DÍAZ 



en las sienes por gotas aún frescas de sangre ber- 
meja. Uno de los brazos, el izquierdo, estaba casi 
separado del hombro por un mandoble feroz. 

Tenía los parpados semi-caídos, como quien se 
adormece. Un gesto que podía asemejarse á son- 
risa había quedado impreso en la linda boca de la 
muerta, que enseñaba limpios, de una intensa blan- 
cura sus dientecillos de niño. Bajo la blusa de tropa 
desgarrada, el seno alto denunciaba el sexo. Los 
pies pequeños descubrían apenas sus extremidades 
en las puntas de unas botas de piel de puma con 
pelaje, desgastadas á medias en las plantas. Las ma- 
nos cortas y gorditas mostraban varios tajos y pun- 
tazos en los dedos y el reverso, teñidas de coágu- 
los venales. En el seno entreabierto se veían algu- 
ñas flores de clavel manchadas de rojo, que volvían 
sus pétalos hacia el suelo estrujadas y marchitas. 

Esteban reconoció á Jacinta ; y la estuvo con- 
templando un rato con mirada triste. 

Dilntáronsele al fin las alas de la nariz; miró d 
todos lados con atención suma ; tornó ;í contem- 
plarla con aire afligido, y á mirar delante, d los 
costados, detrás, d lo lejos, en la loma, en el de- 
clive, en el horizonte, diciéndose lleno de congoja: 

— Si ésta ha muerto aquí, ¿ dónde lo han ma- 
tado d él ? 

En el fondo de las pequeñas colinas á su frente, 

había distinguido multitud de hombres desmontados, 

guardias numerosas, carros sin tiros, reinando allí 

quietud que contrastaba con la agitación vi"- 



GÜITO DE, GLORIA 397 



lenta de la línea á sus espaldas, que seguía avan- 
zando en batalla hasta ocultarse detrás de aparta- 
das lomas. 

Después de vacilar un momento, montó en su 
caballo, y dirigióse al parque á rienda suelta. 

Al llegar á sus inmediaciones, se cercioró de que 
los ginetes desmontados, entre los cuales había tres 
jefes y cincuenta oficiales, eran prisioneros, cuyo 
número total excedía en mucho al de seiscientos. 

Custodiábanlos tres escuadrones de «maragatos». 

A la derecha de la custodia, llegados hacía poco 
tiempo, habían hecho alto varios carros cargados 
de armas y municiones arrebatadas al enemigo. 

Curábanse heridos á retaguardia. 

Vio cerca de una hondonada el carretón de Ja- 
cinta reposando sobre sus dos «muchachos», y á 
¿1 se encaminó como cediendo á un presentimiento. 

Ágapa andaba por allí juntando «leña de vaca» 
para hacer su fogón ; seca y dura, como su piel 
cetrina pegada á los huesos; amorrada, huraña. 

Al distinguir á Esteban, se detuvo, sin embargo, 
demostrando cierto interés; y antes que él la ha- 
blase, dijo rápida y concisa: 

— Está ahí, en el carretón. Lo mandó levantar 
el comandante. 

— ¡ Ah ! — contestó el negro gozoso, al quitarse 
un enorme peso. ¡Es suerte ! Mucho lo he buscado... 
Jacinta queda allá la pobre, hecha una criba. . . 

— Juerza era. ¡Cuándo no había de meterse en 
un entrevero si era pior que paja brava ! 



398 E. ACEVEDO DÍAZ 



Y Ágapa siguió recogiendo por aquí y por allí 
los residuos del ganado, de los que había formado 
una pila por delante, tentando con los dedos en 
cada alzada por si estaban muy frescos, en cuyo 
caso los dejaba caer, procurándose otros de mayor 
consistencia. 

Andando hacia el carretón, el liberto animóse á 
preguntar con miedo : 

— Y el ayudante, doña Agapita, ¿está muy las- 
timao ? 

Ella se encogió de hombros con las espaldas 
vueltas, y sin otra respuesta continuó en su tarea. 

— ¡ Carpincho tísico ! — murmuró el negro. 
Apeóse, y como su redomón no se dejase poner 

paciente la «manea», aplicóle el negro, para des- 
ahogar su rabia, un golpe de puño en el hocico, 
seguido de un tirón maestro de orejas. 

Después, se fué acercando despacio á la puerte- 
cita del carretón, á la que se asomó sudoroso, an- 
helante y febril. 

Allí estaba Luis María tendido sobre un lecho 
improvisado con mantas y cubierto con un poncho 
hasta el pecho. 

Su cabeza reposaba sobre un lomillo duro, y pa- 
recía gozar de un apacible sueño. 

El negro, reprimiendo su aliento, trepóse diestro 
al vehículo. Había dentro espacia para dos. 

En cuatro manos observó á su se'ñor con pro- 
lijo interés. 

ViÓ entre las ropas entreabiertas, que le habían 



GRITO DE GLORIA. 399 



vendado el pecho con una tira de lienzo crudo, y 
también el brazo. Respiraba leve como quien ha 
perdido mucha sangre. 

Esteban se bajó con el mismo cuidado que ha- 
bía tenido al treparse. 

Sin perder tiempo, desató su poncho de paño de 
los «tientos» de su montura y lo puso al lado del 
carretón. 

En seguida, se dirigió presuroso al carrillo de 
Ágapa, que descansaba sobre sus varas allí cercano. 

La criolla andaba lejos, siempre recogiendo resi- 
duos de vaca, cuyas pilas iba dejando de trecho 
en trecho. 

El liberto echó mano de una maleta de ropas 
blancas lavadas, sacó dos piezas, y se volvió. 

Con esas piezas y el poncho, metióse de nuevo 
como un gato en el carretón. 

Púsose entonces á funcionar. 

Del poncho hizo una almohada blanda, que co- 
locó sobre el lomillo, levantando con extrema sua- 
vidad la cabeza del herido. 

De las piezas blancas sustraídas á Agapita, hizo 
vendas é hilas con la mayor escrupulosidad, las que 
iba amontonando en los rinconcitos como cosa de 
gran precio. 

Terminada esta tarea minuciosa, sin perder un 
minuto, mojó un puñado de hilas en una calderilla 
llena de agua que había en un extremo y que 
Agapita había traído, sin duda, para el « mate » ; 
abrió bien las ropas de Luis, que seguía en su 



400 E. ACEVEDO DÍAZ 



especie de sopor, quitóle la venda del pecho, y 
con las hilas mojadas lavóle muy despacio la he- 
rida. 

Poca sangre salía de ella. La bala había pene- 
trado entre dos costillas sin rozarlas, abriendo una 
boca estrecha; pero no había salido. Cercioróse de 
esto Esteban, examinando la espalda con deteni- 
miento, sin mover al herido, que yacía de costado. 
Secó la parte dañada, púsole hilas secas y la vendó. 

Practicó en el brazo izquierdo, que descansaba 
un tanto recogido sobre el tronco, igual diligencia. 
Esta herida presentaba dos bocas junto al húmero, 
y la hemorragia había sido copiosa. El sable, al 
salir, había abierto las carnes como navaja al pelo ; 
por lo que el liberto dedujo, sulfurado, que el dra- 
gón que así estoqueó, había dado á su acero doble 
filo contra ordenanza. 

En su irritación, para nada tuvo en cuenta que 
él entró en pelea con larga daga sin lomo para 
afeite, hasta el mango. 

Roció bien aquella honda desgarradura, que ya 
empezaba a inflamar el brazo, y que sin duda era 
en extremo dolorosa, porque mis de una vez se 
crispó el cuerpo del joven como tocado en una 
llaga viva. 

Extendió sobre ellas las hilas en «carnadas», 
como él decía, y púsole los vendajes flojos para 
no hacerlo sufrir. 

Cuando concluyó esta operación, corríale el su- 
dor a lo largo del rostro, tenía los ojos enrojeci- 
dos y los dedos trémulos. 



GRITO DE GLORIA 401 



Consolóle, sin embargo, el aspecto del yacente. 
Seguía respirando sin sobresaltos, en medio de 
aquel sueño profundo. 

Bajóse ; cerró la portezuela. 

En seguida, desprendió la carabina que llevaba 
colgante á un flanco de su montura, la cargó y 
echósela con la correa á la espalda. 

El día declinaba. 

A cada instante llegaban destacamentos con gru- 
pos de prisioneros, carguíos de municiones y de 
armas cogidas al enemigo, y heridos leves á las 
ancas, á quienes practicaban la primera cura ciru- 
janos tan peritos como el liberto. 

Notó que entre estos últimos venía un mocetón 
cuyo rostro no le era extraño, y cuyo nombre 
mismo le asaltó en el acto á la memoria. 

Echó pie á tierra allí á pocos pasos. Traía el 
brazo en cabrestillo, y en sus facciones desencaja- 
das revelaba que su debilidad era mucha. 

— Ya te veo medio manco, Celestino ! — gritóle 
con gran confianza. Mi «chifle» tiene con qué 
darle alegría al cuerpo. 

El mozo miró, y reconociéndole á poco de ob- 
servarle con ojos de desvalido, vínose rápido, di- 
ciendo : 

— Hermano Esteban, la mesma providencia ! 
Haré gasto porque ya no puedo de lisiao . . . Estoy 
como pájaro de laguna, con una pata alzada y la 
otra que le tiembla. 

— Ahora te se van á quedar más firmes, Celes- 
tino... Dale al «chifle». 

2G 



402 E. ACEVEDO DÍAZ 



Y se lo alcanzó Je buena voluntad. 
El herido bebió una y dos veces ; entonóse ; de- 
volvió el «chifle » lleno de gratitud, y exclamó : 

— ¡Qué suerte negra la mía, canejo!... Recién 
Uegao esta madrugada de «Tres ombúes», me junto 
á la gente de Santa Lucía, comienza el refregón, 
cargamos cinco veces y en la última me machuca 
el brazo una redonda que vino de la loma del dia- 
blo, á la fija mandada por el primero que disparó 
á todo lo que le daba el reyuno ... ¡ Ayúdame 
hermano á rabiar ! 

— Ya bastante rabié — contestó el negro con mu- 
cho sosiego. 

«Tres ombúes» ¿Tú viniste de allá, Celestino? 

— Mesmito. De una tirada del «picaso». Y bien 
me decía don Luciano que mejor juera llegase tarde, 
ya que no quería yo escurrirle el bulto al entre- 
vero; porque hombre que anda atrasao, gruñía el 
viejo, las balas lo desconocen. 

— ¿Que está en la estancia don Luciano? — in- 
terrumpióle Esteban sorprendido. 

— Sí que está, desde hace cuatro días, y también 
su gente. 

Al oir esto, el liberto se agitó nervioso y preo- 
cupado. Ocurrióscle pensar en la niña y en Gua- 
dalupe; instantáneamente recordó que allá en la 
estancia se había asistido y sanado su señor en otro 
tiempo; que él ahora necesitaba de cuidados muy 
celosos, antes que viniese la fiebre á agravar su 
estado ; y que nada más natural que llevarlo allí, 



GRITO DE GLORIA 403 



<londe lo querían y podían brindarle una cama me- 
nos dura que la del carro de la difunta. 

Asaltándole en tropel todo esto, y cierto interés 
particular que él se reservaba en el fondo por no 
mesturar lo delicado con sus «cosas de negro», 
tomó una resolución súbita y dijo al mocetón: 

— Vas á aguardarme aquí, Celestino. En este ca- 
rretón está un herido que quiero como á mis en- 
trañas; es el ayudante Berón. No has de permitir 
■que se acerque ninguno, hasta que yo dé la vuelta. 
Dame tu palabra, y después verás que lo vas á 
agradecer. 

— Te la doy. 

— ¡ Bueno ! Cuando yo venga te curo, y mar- 
charemos juntos. Si querés, te dejo la carabina, 
por si atropellan. • 

— No preciso. Tengo el sable y esta mano libre. 
Sin hablar más, Esteban montó y arrancó á es- 
cape rumbo á la línea. 

Celestino vio transcurrir el tiempo, recostado al 
carretón. 

Llegaba la noche. Los ruidos iban cesando, como 
si todos los que habían combatido durante aquella 
ruda jornada se sintiesen abrumados por una in- 
mensa fatiga. 

Ágapa, que había encendido el fogón junto á su 
carrillo, no vino al sitio, muy ocupada en obse- 
quiar un regular número de convidados, que eran 
otros tantos caballerizos. 

Mientras se prolongaba la ausencia de Esteban, 
seguían produciéndose novedades en el parque. 



404 E. ACEVEDO DÍAZ 



Llegaban por momentos trozos de « caballadas » 
en número tan crecido, que podían contarse por 
miles las cabezas. Eran de las que se habían to- 
mado, y seguíanse recogiendo en el que fué campo 
enemigo. 

Su paso en masa compacta, semejante á una tro- 
nada sorda, era el único ruido que hería el espa- 
cio en aquel lugar retirado, aparte de las voces 
repetidas á intervalos por las custodias que conti- 
nuaban recibiendo prisioneros de todas partes. 

En cierta hora, se armó una tienda en la ladera. 

Un fuego ardió pocos instantes después, y distin- 
guióse agrupación numerosa de hombres que se 
movían delante de la entrada. 

Celestino, que se paseaba impaciente de uno á 
otro lado, mortificado por el ardor de su machu- 
cadura, oyó decir en el fogón de Ágapa, que aquella 
tienda daba abrigo al coronel Latorre, herido en la 
primera carga de los dragones. 

Al volverse hacia el carretón, sintió el tropel de 
caballos. 

Era Esteban que regresaba, arreando tres, utili- 
zables para el tiro. 

El liberto informó ;í su compañero que había 
obtenido pase por escrito de su jefe para conducir 
al ayudante en el carretón, hasta la estancia de don 
Luciano Robledo, con facultad de disponer de un 
soldado como auxiliar. 

— ¡Pues no hay más !— replicó el mocetón. 
¡Aquí estoy yo, y en derechura! 



GRITO DE GLORIA 405 






— Te iba á convidar — dijo Esteban ; — pero veo 
que no es preciso . . . 

Con el brazo sano me vas pasando esos arreos 
•que están abajo del carretón mientras yo sujeto los 
mancarrones. ¡ No te vayas á aplastar ! 

Celestino, campero diestro, movióse diligente sin 
objeción alguna. Su herida era leve, y llegó á ol- 
vidarse de ella y sacar el brazo del cabrestillo en 
la faena. 

— ¡ No importa ! — decía el negro afanoso ; — yo 
te voy á curar luego . . . Dame ese tiro de guasca 
peluda para ponérselo á este laro, y ese medio bo- 
zal de potro que cuelga del limón . . . j Vaya, ma- 
caco ! . . . ¡ Trompeta ! 

Y repartía cachetes en los hocicos. 

— En encontrar estos « sotretas » se me fue la 
hora . . . Pero son gordos y de aguante. Tú irás en 
la delantera y yo de «cuarteador», para andar con 
menos tropiezos. Va á hacernos nochecita clara, el 
camino es como pared de iglesia, y no hay que 
mudar para darla sentada hasta « Tres ombúes» ... 
¡ Diablo de « sotreta » ! El que te domó fué á la 
fija un maula, porque te dio entre las orejas por 
la vida ociosa. ¡ Vaya, matungo ! 

Y sonó otro puñete recio en las narices. 

El caballo dio un salto de manos y un resoplido, 
estornudó y se estuvo quieto. 

Con los escasos arreos de Jacinta, concluyeron de 
enjaezar el tiro á fuerza de mano dura é ingenio ; 
y antes de asegurar y colgarlos «muchachos», Es- 
teban hizo una inspección en el interior del vehículo. 



406 E. ACEVEDO DÍAZ 



El herido se había puesto boca arriba, y seguía 
en su modorra. Lo arrebujó convenientemente en 
previsión de peripecias en el viaje ; y aunque ti- 
tubeando, acercó á sus labios secos la calderilla con 
a^ua, después de haber vertido en ella una buena 
cantidad de «caña». Al principio el herido los re- 
movió resistiendo, pero luego bebió con ansia hasta 
dejar casi vacío el recipiente. 

Cuando el liberto descendió, ya Celestino estaba 
en la delantera empuñando el rendal. 

Llenó él las últimas diligencias, tentó con los 
dedos ruedas y quinas por si faltaba algún acceso- 
rio ; colgó los puntales y dando al fin un gran re- 
suello, montóse en el caballo de « cuarta » diciendo- 
bajo : 

— ¡ Vamos! 

El vehículo se movió al paso, dirigiéndose por 
los sitios más solos, hasta salvar la próxima loma. 

Una blanca claridad bajaba de los cielos y se 
extendía plácida en el infinito mar de las hierbas. 

Como fugaces sombras, á la par que negras ru- 
morosas, con un rumor de alas fornidas, solían cru- 
zar lentas la atmósfera hacia el llano, sembrado de 
despojos, bandas dispersas de grandes aves grazna - 
doras. 



GRITO DE GLORIA 4C7 



XXXIV 



La vuelta 



El día que se siguió á la salida de Bentos Ma- 
nuel de Montevideo, reinó verdadera alegría en la 
casa de Berón motivada por la presencia de don 
Luciano Robledo, que recobraba al fin su libertad 
merced á los reiterados empeños del capitán Souza 
con el barón de la Laguna. 

Este grato suceso compensaren cierto modo las 
angustias que causaba la partida de la columna bra- 
sileña; y por tres ó cuatro días se celebró sin re- 
servas en aquel hogar tan combatido. 

Don Luciano, sin embargo, manifestó su resolu- 
ción inflexible de irse al campo a atender sus in- 
tereses tan largo tiempo relegados á la suerte, aun 
cuando para cumplirla fuera preciso arrostrar todo 
género de dificultades y peligros. 

En vano se le pidió que la postergase, en aten- 
ción al estado en que se encontraba la campaña y 
al hecho de habérsele dado la ciudad por cárcel. 
Robledo se mantuvo firme. 

Entonces Natalia díjole que no se iría sin ella. 

Esto hízole vacilar algunas horas. 

Trató a su vez de convencerla con las razones 



408 E. ACEVEDO DÍAZ 



más concluyentes. Llegó á agotar sus extremos ca- 
riñosos. 

La joven mostróse tan resuelta como él. 

— ¿Acaso te soy pesada? — díjole con amargura. 
Puedes necesitar de mí, ahora más que nunca. Yo 
quiero ir á la estancia ; allí descansa mi hermana 
y están todas las memorias que amo, bien lo sa- 
bes ... ¡Si no me llevas, me iré sola ! 

Don Luciano la abrazó, accediendo á todo. 

La partida debía hacerse por la vía fluvial, en 
una sumaca de don Pascual Camaño, la que los 
conduciría en la noche á la barra de Santa Lucía, 
aprovechándose del alejamiento momentáneo de las 
naves de guerra que vigilaban las costas del Este, 
á la espera de corsarios. 

La noche de la despedida, fué de sensación. 

La madre de Berón, que había observado en Na- 
talia, á más del que le guiaba al acompañar á su 
padre, el interés de aproximarse y aun de ponerse 
al habla con su hijo, retuvo á la joven entre sus 
brazos reiteradas veces, como disputándole aquella 
primicia deliciosa, y hasta llegó á decir que ella 
se pondría en viaje también, pues se sentía fuerte 
para ello. 

Esa lucha fué de largos momentos y sólo cesó 
cuando Natalia dijo llena de fe y entereza: 

— Si así lo quiere la suerte, yo he de cuidarle 
mucho... ¿No cree usted, madre, que yo soy ca- 
paz de hacer por él todo lo que usted en su ter- 
nura ? j Oh, sí ! . . . ¡Que digo verdad, Dios lo sabe ! 



ÓBITO DE GLORIA 409 



No tema, no, porque hemos de ser felices. Yo le 
escribiré todo lo que sepa, y si lo veo mucho más. 
¡Nada dejaré por decir! 

Ante estas seguridades, la madre cedió. 

La partida se hizo, efectivamente, en la sumaca 
con toda felicidad. El embarque se realizó sin tro- 
piezos ni dilaciones, á hora prefijada y en sitio 
aparente. 

Soplaba un ligero viento sur que condujo la pe- 
queña nave á la barra con rapidez. 

Una vez allí, al romper el alba, don Luciano 
tuvo que andar poco para llegar á la « estancia » 
de uno de sus viejos amigos, quien le facilitó un 
carro con su tiro correspondiente, que le condu- 
jese con su hija y Guadalupe á «Tres ombúes». 

La llegada á la estancia, después de tantas vici- 
situdes, fué de emociones. 

Don Anacleto salió a recibirlos, excusando á Xe- 
reo y Calderón, los peones viejos, que á esa hora 
se encontraban en faenas de pastoreo, algo distan- 
tes de las « casas » . 

— Que vengan — dijo Robledo. Quiero yo mismo 
poner en orden todo esto, pues confío en que no 
han de volver á apresarme. ¡ Antes gano el monte ! 

El capataz estaba contento y dio buenas noticias 
a su patrón del ganado. 

Poco se había perdido. 

Aquél era como un rincón oculto, espaldado por 
inmensos bosques, y á causa de eso sin duda, las 
partidas que arreaban « haciendas» vacunas y ye- 



410 E. ACEVEDO DÍAZ 



guares habían pasado de largo «repuntiando á ga- 
tas», como decía don Anacleto, algún trocito de 
morondanga del lado allá del paso. 

¡Hasta su «terneraje orejano» se había librado 
del arreo ! 

Los «matreros» se habían comido algunas va- 
quillonas con cuero; pero la pérdida era de poca 
monta. 

Natalia y Guadalupe pusieron mano activa y ce- 
losa al arreglo de la casa; todo lo removieron, 
limpiaron y reformaron, al punto que don Luciano 
no pudo menos de decir, cuando volvió de su re- 
corrida del campo, que sin mano de mujer no ha- 
bía nunca hogar que se quisiera. 

Al verlo tan aseado y alegre, en su misma hu- 
mildad, sintió que renacía su amor al viejo arrimo. 

Todas las plantas se habían multiplicado y en- 
tretegido; las enredaderas silvestres, sin miedo á 
la poda, alargándose cuanto pudieron, serpentifor- 
mes y enmarañadas, se habían trepado á los arbus- 
tos y de éstos pasado a los árboles en cuyos tron- 
cos formaban rollos gruesos como maromas. Los 
retoños venían con fuerza. 

Caían las últimas ilorescencias en los frutales y 
follajes nuevos de un verde-morado cubrían los 
grandes caparachos de gajos. 

Las golondrinas habían vuelto á anidar bajo el 
alero, y los « dorados » en las copas de los ceibos 
que enseñaban ya semi-abiertos, sus racimos de 
llores granates. 



GRITO DE GLORIA 411 



En la huerta nada se había cultivado. 

En cambio, los agaves desprendían sus pitacos 
enhiestos de entre las últimas hojas listadas de 
amarillo y verdi-negro. 

A un costado el bosque de Santa Lucía intrin- 
cado y espeso se revolvía en giros caprichosos, 
cubriendo inmensa zona ; al fondo, los cardos re- 
comenzaban á llenar el pequeño valle con un en- 
jambre de tallos y de pencas, y más acá, á poca 
distancia del linde de la huerta, sobre un prado 
color de esmeralda, alzábase solitaria la cruz puesta 
en la sepultura de Dora. 

Las manos indolentes que no habían podado los 
árboles ni sembrado la huerta, habían rodeado 
aquel sitio de todo género de plantas de la selva ; 
de modo que era un boscaje ó red de infinitos 
hilos, troncos y ramajes entrelazados y confundidos, 
muchos de los cuales aparecían cuajados de flores 
y brotos. 

Natalia consagró á este lugar su primera visita. 
Hallólo muy agradable, en la medida de sus de- 
seos. Simulaba una «glorieta» sin armazón artifi- 
cial, modelada por ceibos jóvenes, sauces y parie- 
tarias diversas. 

Lo hizo expurgar ; desbrozar el terreno, y aña- 
dir otras plantas de su predilección. 

En esta grata tarea empleó varios días. Cada uno 
de éstos que pasaba, era para ella un deleite ver 
los progresos adquiridos. 

Se hicieron senderos, dióse á la vegetación la 



412 E. ACEYEDO DÍAZ 



forma de dos circuios concéntricos, de manera que 
se pudiese más adelante levantar un cenador ver- 
dadero en el espacio intermedio que se cubriese de 
nutridos doseles. 

El sitio en que descansaba Dora quedó libre, con 
bastante trecho á uno y otro lado. 

Aunque se formase encima una cúpula de siem- 
pre -verde más tarde, el interior conservaría capa- 
cidad suficiente para dar paso á los visitantes, siem- 
pre que se detuviese el avance atrevido de las pa- 
rásitas, que la tierra negra nutría con maravillosa 
savia. 

Por más de una semana se dedicó Natalia á es- 
tos cuidados. Se sentía tan bien en medio de ellos 
cuando vigilaba la tarea sentada en un tronco junto 
á la cruz ! 



XXXV 



Esperanzas é inquietudes 



Volviendo una tarde de aquel sitio, vio que de 
la colina del frente bajaba un carretón conducido 
por dos hombres. 

El vehículo caminaba despacio, sus conductores 

parecían evitar con trabajo los hoyos ó sajaduras 

del terreno, como si transportaran un enfermo de 

gravedad. 



GRITO DE QLORIA 413 



Uno de ellos era negro y venía « cuarteando » 
en eses y zig - zags con una destreza digna de aten- 
ción. 

Natalia lo reconoció al momento, y alargando 
el brazo lanzó una voz : 

— ¡ Esteban ! 

Todo lo adivinó, invadida de repentina angustia. 
El debía venir allí ; ¡ pero en qué estado ! 

Por un momento sintió que sus fuerzas le fal- 
taban quedándose inmóvil, perpleja, aturdida; mas, 
pronto reaccionó y fuese paso tras paso al encuen- 
tro de aquel convoy siniestro que no demoró en 
llegar al palenque. 

— ¡ Ay Esteban ! — exclamó anhelante; — es él que 
viene ahí, ¿ verdad ? es tu señor que viene herido, 
acaso moribundo. . . ¿ Hubo entonces combate? ¡Oh, 
pronto ! Bájenlo, quiero verle ; no vayan á hacerle 
daño al tomarlo!... 

Esteban dijo : 

— Ayer se dio una batalla y triunfamos. Mi se- 
ñor fué cortado en el centro y herido dos veces; 
pero ahora está un poco tranquilo, y con el cui- 
dado de su mercé ha de ponerse bien. 

— ¡Dios te oiga! — gritó la voz fuerte y viril 
de don Luciano, quien había escuchado esas pala- 
bras y se hallaba ya delante del carretón. Abre la 
portezuela para que carguemos con él, sin pérdida 
de tiempo. . . En estas cosas se obra ante todo. . . 
Tú, hija, ve á arreglar la cama. ¡ A ver ustedes, 
ayuden ! prosiguió dirigiéndose al capataz y peones 



414 E. ACEVEDO DÍAZ 



viejos que acudían. Vamos á bajarlo y conducirlo 
en un catre hasta mi dormitorio, de modo que no 
le griten las heridas. ¡ Listo, canejo ! Bien se ve que 
á ustedes no les duele, mandrias. Ya me temía yo 
este desastre en el primer refregón. . . No se hacen 
las cosas á medias por estos muchachos de sangre 
caliente que se imaginan como lo mas sencillo de 
este mundo llevarse todo por delante ! ¡ Estos son 
los gajes, por Cristo ! 

Bueno. . . A ver el catre aquí, enfrente de la 
puertecica, y manos á la obra ! 

En tanto Robledo daba sus voces de mando y 
preparaba así el transporte del herido, Natalia ha- 
bía corrido veloz al dormitorio y aderezado el le- 
cho con mano convulsa, casi sin alientos. 

Era el mismo lecho que el joven había ocupado 
la otra vez. 

El aposento presentaba igual aspecto que enton- 
ces ; las cortinas del ventanillo habían sido reno- 
vadas. 

Delante de la cama, Guadalupe puso una gran 
piel de «yaguareté» que estaba antes en la habi- 
tación de Nata. 

Como su ama, la negrilla se sentía hondamente 
atribulada. 

Mirábanse las dos, en medio de su faena febril, 
en silenciosa ansiedad. 

Solía una deshacer lo que otra hacía, confusas, 
sin tino ; hasta que deteniéndose de súbito Natalia 
como para recobrar algo de la calma perdida, pa- 



GRITO DE GLORIA 415 



recio lograrla tras de un largo sollozo, y dijo con 
aire resignado : 

— Es preciso no rendirse á la aflicción . . . Arre- 
gla despacio, Lupa, y que todo esté en orden. Yo 
voy por hilas y vendas, que han de ser muy nece- 
sarias ahora mismo. Que traigan agua del manan- 
tial, y tú ponte á cocer corteza de « quebracho » 
en abundancia. ¡ Ay, Dios ! . . . ¡ No sé porqué 
tiemblo tanto ! 

La joven se puso las dos manos en la cara y 
salió. 

Llevaba las mejillas ardiendo. 

En el comedor se encontró con la ambulancia 

I improvisada. 
Al verla, Luis María se sonrió. Aunque muy pá- 
lido, parecía tranquilo. Le traían en el catre, cu- 
bierto hasta el pecho con una manta. 
Extendió su mano izquierda á Natalia con un 
gesto de anhelo íntimo y satisfecho. 
Ella se la tomó con las dos, estrechándola sin 
escrúpulos, acercó bien al de él su rostro, y lo es- 
tuvo mirando un rato con ansia indefinible. 

Lo examinaba detalle por detalle, como si qui- 
siera cerciorarse de que la muerte no lo había aún 
sombreado con sus alas. Respirando á grandes 
alientos, la alegría asomaba á sus ojos mientras lo 
contemplaba y sus labios se removían lo mismo 
que si regañasen en sueños. 
Todos guardaban silencio. 

Al fin Natalia dijo, abandonando suavemente la 
mano del herido y mirando llorosa á su padre : 



416 E. ACEVEDO DÍAZ 



— Todo está pronto, papá. ¡ Pásalo allí ! . . . 

El joven fué colocado en el lecho. 

Desde ese instante, empezó el cuidado asiduo. 

Laváronse las heridas, cambiáronse hilas y ven- 
dajes, alimentóse al paciente ; todos se pusieron en 
la casa en actividad para procurar lo indispensable 
á su curación inmediata. 

Después de estas medidas preparatorias y de los 
sobresaltos sufridos, la esperanza renació, y con 
ella un contento que se ansiaba no ver extinguir 
en los días venideros. 

No obstante el estado de relativa quietud del 
enfermo, la fiebre en grado tolerable hizo su apari- 
ción desde esa noche, para no abandonarlo sino á 
treguas. 

Con todo, como él se mostrase con ánimo de 
hablar y hasta de reir, no se dio al principio im- 
portancia á aquel síntoma serio. 

La herida del brazo no inspiraba tanto temor 
como la del pecho, que era de arma de fuego, y 
cuyo proyectil había quedado dentro, ignorábase en 
qué parte. 

¿ Quién podía sondear sin peligro, que no fuese 
un cirujano experto? Y cirujano, ¿dónde encon- 
trarlos por ventura en la campaña desierta, presa 
de la guerra ? 

listo afligía á todos cada vez que se tocaba el 
punto ó propiamente la llaga. 

Veían al paciente sereno, en calma, a pesar del 
estrago físico producido por las heridas, y asalta- 



GRITO DE GLORIA 417 



bales de hora en hora una duda penosa, muy 
próxima á la congoja, cuando pensaban en los 
efectos internos de la bala alojada en las entrañas. 

Lo raro era que la herida del pecho no presen- 
taba un aspecto alarmante, tendiendo más bien á 
una rápida cicatrización. 

¿No sería ésta, falsa, ó un síntoma de recrudes- 
cencia del mal que tomaba fuerzas para reabrir 
aquella boca fatídica? 

La fiebre solía también desaparecer. ¡ Qué con- 
suelo ante esta especie de apirexia-remitente ! 

En tales treguas, los jóvenes hablaban como si 
todo peligro se hubiese alejado. 

El pasado era una nube que se desvanecía en 
horizontes invadidos ya por una luz esplendorosa. 

Entonces ella decía: 

— Aún no creo en esta dicha... Pasados tantos 
meses después de tu primera desgracia, tantas 
amarguras en esa ausencia sin fin, ahora estás ahí 
de nuevo destrozado, mi amigo, sin lástima por tí 
mismo y por los que te quieren ... ¡A veces pienso 
que tú nunca te has acordado de nosotros ! 

— No digas eso, Nata — replicaba el joven lleno 
de emoción. ¡ Nunca olvidé ! Siempre aquellos á 
quienes yo he amado han vivido en mi pensa- 
miento en los días de alegría como en los de con- 
trariedades. Sólo que la pasión de mi tierra me ha 
conducido lejos; y es esa una pasión que no he 
podido arrancar de mí mismo aunque me haya 
propuesto, porque podía y valía más que yo, y que 

Ti 



418 E. ACEVEDO DÍAZ 



en vez de dañar á otros sentimientos los sustentaba 
y fortalecía . . . 

— A costa de tí mismo — observó Natalia; — 
condenándote como decía nuestra madre, a perse- 
guir un ensueño ! . . . No he de regañarte por eso 
ni he de sostener que es más dulce la vida en el 
sosiego, entre goces humildes y cuidados amorosos, 
porque sé que no es lo que sucede, aunque sea 
posible. ¡ Tan pobre es nuestra ventura ! No tengo 
celos de esa novia feliz que tú y otros persiguen, 
y por la cual dan su sangre. Yo también la quiero 
como á una imagen bendita ! Pero, ¿ la has visto, 
te ha hablado, te ha sonreído, como yo después 
del sacrificio ? 

— Sí — dijo Luis María, estrechándole la mano: 
— tú hablas y sonríes por ella, y ahora me siento 
tan feliz que no me acuerdo de mis heridas. Otros 
cayeron valientes y los habrán enterrado juntos en 
una zanja como se entierra al soldado, sin cruces 
ni llantos. . . Cuando eso me suceda, yo sé que ha- 
brá quien se duela por lo mismo que habrá quien 
me haya comprendido. 

— ¡No hables de morir! — murmuró la joven 
estremecida, poniéndose de codos en la almohada 
y envolviéndolo en los reflejos de sus pupilas. No, 
de eso no se habla señor Berón, y se lo prohibo 
bajo pena. ¡Qué creencia más triste!... 

Nublóscle la frente, por la que pasó una mano 
nerviosa, y prosiguió, tentando sonreír : 

— Cuando estés bueno, verás qué hermoso se ha 



GRITO DE GLORIA 419 



puesto el campo y cómo alegra cuando alumbra el 
sol. La isleta aquella de los nidos, ¿te acuerdas? 
¡ Si que te acuerdas, la de las cotorras ! es un en- 
canto. . . No la conocerías ahora porque han nacido 
tantas plantas nuevas, de esas que nadie cuida ni 
riega, que es todo un laberinto. ¡Qué aire!... Te 
vas á poner fuerte como antes y te volverán los 
colores; iremos del brazo y tendrás que obedecerme, 
porque yo me enojaré, ¿has oído? 

Luis María se sonrió y cogiéndola con la mano 
libre de la cabeza, le ahogó la voz con sus labios. 

Ella no lloraba, á pesar de sus ansias; pero el 
corazón le golpeaba el pecho como un martillo, al 
punto de que él se apercibió y dijo : 

— No te aflijas así, ya me siento bien. Nunca me 
pareció más seductora la vida. . . Yo haré que no 
sufras nunca cuando esté convaleciente, Natalia. 

— ¿Y no te irás más ? 

— ¡ No, mi bien ! No me iré. . . 

— ¡ Bueno ! Así me gusta. No tendrás porqué arre- 
pcntirte. . . ¡ Ay ! pero, ¿ será eso cierto ? Ustedes 
los hombres se buscan penas, pudiendo á veces ser 
tan dichosos. Cuando se les quiere, piensan unas 
cosas que nunca soñaron como si el consuelo es- 
tuviese en el sufrir... 

Duerme ahora un poco, ¿quieres? Ya es tiempo 
que descanses. . . Estoy temblando que te vuelva la 
fiebre. 

— Si tú me despiertas luego. . . ¡ Así como has 
solido hacerlo ! 



420 E. ACEVEDO DÍAZ 



Ella se sonrió, murmurando : 

-¡Sí! 

— Entonces, bien. ¡Hasta luego! 

Natalia se inclinó, rozó con el de él su rostro 
encendido y se fué á prisa. 

El herido necesitaba en realidad de sueño. 

Ese día no se había sentido tan aliviado como en 
los anteriores; cierto malestar interno insistente y 
una punzada dolorosa en el brazo, fija, aguda, le 
hacían ansiar unas horas de reposo. 

La presencia de Nata lo llegó á absorber por 
completo; y mientras ella estuvo á su lado, no se 
le habría ocurrido quejarse. 

Durmióse. Pero fué el sueño inquieto, pues so- 
brevínole de improviso la calentura. 

En poco tiempo tomó vuelo. 

El herido llegó á quejarse de vez en cuando de 
dolores en el pecho y de escalofríos periódicos. Pú- 
sose desasosegado. 

Toda esa tarde el celo se redobló ; y llegada la 
noche notóse con angustia que el mal iba en au- 
mento. 

El desasosiego fué más profundo; á altas horas 
la fiebre más intensa, y el delirio dio principio. 

Natalia, con extraña firmeza, no se separó ni un 
instante de la cabecera, atenta, contrariada, repri- 
miendo la explosión de su zozobra, que acrecía en 
la medida que avanzaba la dolencia. 

La noche pasó entre hondas inquietudes. 

Por la mañana, el herido pareció entrar en un 
período de calma semejante á un sopor. 




GRITO DE GLORIA 421 






Examináronle el pecho. La membrana que había 
cubierto como una tela la herida, aparecía desga- 
rrada, y por la abertura surgía á intervalos un so- 
plo ronco. 

Aplicáronsele nuevas hilas y vendas, después de 
lavar bien los bordes con una esponja fina. 

Luis María llegó á dormirse, algo más tranquilo. 

Pero Natalia sintió dentro de su ser como un 
vacío pavoroso. Creía que por siempre se le había 
huido la fe, y que quería escapársele ya la misma 
engañosa esperanza. 

Sin duda retuvo á ésta el aspecto reposado del 
herido ; porque en vez de acostarse algunos minu- 
tos, Natalia fuese á su habitación y púsose á es- 
cribir á la madre de su amigo una larga carta. 

Reflejaba en ella fielmente sus impresiones, des- 
pués de narrar todo lo acaecido, desde que llegara 
á la «estancia», y decíale que confiara en sus cui- 
dados y desvelos. 

En pos de indecible congoja, escribía ahora ella 
más consolada en presencia del estado satisfactorio 
del paciente. Tenía él que reaccionar pronto por 
el mismo vigor de su juventud y por la asidua 
asistencia de que era constante objeto. 

Terminaba pidiéndole que en defecto de un mé- 
dico animoso, lo que era imposible, bien lo com- 
prendía, le enviase algo para vencer la fiebre, que 
era lo que más terror infundía á su ánimo. 

Cerrada la carta, Natalia supo que Esteban debía 
ir esa tarde lejos de allí, en busca de un «tape» 



422 E. ACEYEDO DÍAZ 



viejo que administraba hierbas medicinales, propias 
para las heridas. 

Aprovechó de su excursión para recomendarle 
que de algún modo, por intermedio de una mano 
piadosa cualquiera, hiciese que esa carta llegara á 
su destino. 

No pensó que podía retrasarse días enteros en 
su marcha. 

Don Luciano, que había estado hablando un buen 
rato en el palenque con un paisano inválido que 
iba de paso para la Florida, entróse resueltamente 
en el aposento de Berón ; y hallándolo despierto, 
y al parecer mejorado, aunque débil, díjole con en- 
tusiasmo : 

— ¡ Animo, amigo ! Los argentinos vendrán, por- 
que ya se declara incorporada la provincia á las 
otras como buena hermana. Me lo acaba de ase- 
gurar un vecino de sesos, que viene del cuartel 
general. 

Luis María volvió de lado el semblante, ilumi- 
nado de súbito por una radiación de contento, y 
oprimiendo la mano que el viejo le tendía, mur- 
muró con acento de fe profunda : 

— Entonces seremos libres de veras. ¡ Loado sea 
el esfuerzo ! 

Desde ese instante hasta la noche, la noticia tras- 
mitida pareció hacer revivir al paciente 

Las horas se deslizaron fugaces, acaso por ser fe- 
lices, entre fruiciones y esperanzas. 

En las primeras de la noche, sin embargo, á 



GRITO DE GLORIA. 423 



pesar de la renovación de los apositos y del aseo 
escrupuloso de las heridas, en las que se aplicaron 
hojas de balsamo abiertas, en el ansia de encontrar 
una virtud medicinal infalible, aunque fuese en una 
simple hierba, Luis María fué invadido por la fie- 
bre y tuvo violentas contracciones musculares. ¡Otra 
noche de sorda lucha ! 

Natalia no perdió la serenidad, pidiendo fuerzas 
á todas sus energías reunidas para hacer frente al 
conflicto. Con todo, en el fondo empezaba á sofo- 
carla como un vaho asfixiante el desaliento. 



XXXVI 



£1 último idilio 



Ella presentía la proximidad de un gran dolor. 

Pero era uno de esos temperamentos que lo so- 
focan, que lo reconcentran y lo anidan en el pecho, 
aunque el esfuerzo los deje inquietos, trémulos, 
adustos, sin más manifestaciones externas que una 
palidez intensa, un brillo de fiebre en las pupilas y 
una punzada aguda en la entraña que sólo en la 
soledad se resuelve en sollozos. De estos dolores 
que tienen miedo de ser penetrados, por lo mismo 
que son sinceros y profundos, era el suyo. Sus 
centros nerviosos se resentían del esfuerzo, y de 



424 E. ACEVEDO DÍAZ 



ahí que la mente divagase aturdida y el corazón 
empezase á golpear violento como quien pide aire 
desde el fondo de su encierro. No quería llorar, á 
pesar de sus ansias. La amargura de su padre sería 
menos. ¡Cuánta ternura delicada con el herido, y 
cuánto cariño con él, en su afán doliente ! Si ella 
cedía, ya no habría enfermera ; no más tino, no 
más atención inteligente en las horas crueles, por- 
que la desesperación la haría su presa y el delirio 
su juguete. 

En ciertos momentos la fiebre parecía abrasarle 
las sienes. El sueño solía hacerla cesar, ese sueño 
que trae el cansancio prolongado y que deja al or- 
ganismo como muerto. 

Entonces, al incorporarse, se sentía con ánimo 
fuerte y volvía á la tarea con más ahínco, nutrida 
de nuevas esperanzas, dulce, risueña, para llenar la 
atmósfera en que respiraba el herido con todos los 
tonos y reflejos de su adorable juventud. 

¿ Cómo pensar que él se podía morir ? Era ese 
un ensueño sombrío. Había venido al mundo con 
tantos dones para la dicha, era tan gentil, tan gene- 
roso, que la adversidad debía respetarlo, listaba en 
todo el vigor de la vida, y había de resistir á los 
estragos del mal hasta vencerlo. 

Una noche, el paciente tuvo fuertes contraccio- 
nes; se quejó, la liebre volvió á atacarlo y durante 
l horas todo afán fué inútil parí devolverle 
algo de la perdida calma. 

Natalia pasó este nuevo suplicio de pie, rígida. 



GRITO DE GLORIA 425 



silenciosa ; y ya muy tarde, cuando el herido que- 
dóse al fin postrado, como hundido en el lecho, 
don Luciano la sacó de allí. 

Fué aquella una noche triste. 

En tanto Esteban y Guadalupe hacían la vela, 
Robledo salió al patio, ansioso de aire puro, bajo 
los efectos de una gran pesadumbre. 

El cielo estaba sereno y rutilante, en profunda 
quietud los campos, y sólo el canto alegre del gallo 
desde el fondo de los «ombúes», interrumpía el 
silencio. 

Paseóse en lo oscuro, por debajo del alero, con 
la cabeza descubierta y los brazos cruzados. 

Luego se quedó quieto delante del ventanillo de 
Natalia, por mucho tiempo; y estando aún allí 
como una estatua, llegó á oír la voz de su hija 
que parecía balbucear un ruego. 

Después la escuchó más alta, de un timbre des- 
garrador, que decía : — ¡ piedad, Dios mío ! 

El viejo llegó á creer que le mordían las en- 
trañas. 

¡Era tan amargo el acento, tan sentida la sú- 
plica ! Aquella pobre que no dormía hacía tantas 
noches, debía tener como un plomo la cabeza. 

Lo peor era que ya el mal parecía sin remedio. 
Sin duda la bala había caído al pulmón, después 
de haber estado pendiente en el vértice á modo de 
carámbano vacilante, ó de lágrima que oscila en 
las pestañas antes de rozar el pómulo ; y si era así, 
asunto concluido! 



42G E. ACEVEDO DÍAZ 



Don Luciano fuese de nuevo, sin ruido, á la ha- 
bitación de Berón, con los ojos muy abiertos, ja- 
deante y confuso. 

Sorprendióse al entrar en ella. 

Allí estaba Natalia, firme, tranquila en aparien- 
cia, con un gesto de resignación extrema, que daba 
á su semblante toda la dulzura del rostro de las 
imágenes de cera. Tal vez había llorado mucho. 
De sus bellos ojos se desprendía un reflejo de tris- 
teza honda, natural en quien ya ha medido toda la 
magnitud de su infortunio. 

Robledo nada dijo. 

Observó un momento al herido, y volvió á sa- 
lir á paso lento, suspirando con fuerza. 

Guadalupe y Esteban permanecieron quietos en 
los extremos, sin abrir para nada los labios. 

De pronto, Nata se dirigió á ellos, mirándolos 
también en silencio, con los brazos caídos y el 
aire desolado. 

Ellos se fueron al comedor. 

Estúvose Nata todavía unos instantes con la vista 
en el suelo, como escuchando el rumor de esos 
pasos. 

Después se volvió hacia el herido, clavando en 
sus facciones desencajadas l.i vista ansiosa; se acercó 
bien, arreglóle la almohada, apartóle á los dos la- 
dos el cabello, y púsose á contemplarlo con muda 
fijeza. 

Como viese que él DO se movía, cogióle suave 
entre sus dos manos el rostro y lo besó en la 
boca. 



GRITO DE GLORIA 427 






Luis María hizo un movimiento, abrió los ojos 
y los puso en ella. 

Volvió á cerrarlos y á abrirlos cual si luchase 
por reconocer; y al fin, como si reuniese todas 
las fuerzas que le quedaban, alzó trémulo el brazo, 
que ciñó al cuello de la joven, la atrajo hacia sí 
nervioso, juntando con la suya la linda cabeza, y 
dijo anhelante: 

— ¡ Cuánto bien ! Así. . . así. . . 

Ella dejó hacer. Se puso de rodillas en el suelo, 
lo estrechó contra su pecho y oprimió con los su- 
yos sus labios ardientes, sin hablar, entre mimos y 
retozos, suspiros que eran risas ahogadas, risas que 
eran llantos comprimidos, fruiciones preñadas de 
amargura, deliquios que eran ansias de una vida 
que se iba y de una dicha malograda. 

Él pareció renacer ; ella olvidar. 

Se estrechaban como si buscasen desafiar juntos 
la temida hora de la muerte con la fuerza de su 
cariño. 

Arrastrándose de uno á otro sitio sobre sus ro- 
dillas, con el seno entreabierto, la boca roja, la 
pupila brillante, Natalia sostenía entre sus brazos 
la cabeza del joven, evitándole esfuerzos y ven- 
ciéndolo en cada arranque, con una caricia infinita. 

En seguida se quedaban mirándose, y ella decía : 

— ¿Es este un consuelo?... 

— Oh, sí! — contestaba él. ¡Más! que no mata, 
y hasta el dolor cesa. . . Yo quiero vivir, mi bien. 

— ¿Y por qué no ? Dios lo ha de querer, pues 



428 E. ACEVEDO DÍAZ 



que en su bondad permite que hasta los malos go- 
cen ... Si te mejoras pronto, verás qué dicha ! 
Está el campo que rebosa de alegrías, y vienen los 
follajes . . . Iremos allí, donde me bajaste del árbol 
aquella vez. Me hiciste temblar de miedo, ó qué 
sé yo qué . . . Pero tenía un gusto ! No pude dor- 
mir, entonces ; estaba como una aturdida . . . 

Y esto diciendo, escapáronsele las lágrimas que 
había luchado por reprimir, escondiendo el rostro 
en la almohada. 

Luis María volvió á acariciarla febril, violento, 
atrayendo con brusquedad su cabeza como quien 
presiente que la vida se le escapa por el reco- 
mienzo del escozor en las heridas. 

Natalia se abandonó nuevamente á aquel delirio, 
á aquella ardorosa ternura que recién se manifes- 
taba intensa, profunda, en el ahinco por la exis- 
tencia. 

La ahogó él con sus besos. 

Cada vez que quería hablar, su boca, llena de 
fuego, cerrábale la suya con energía varonil, y su 
mano crispada le retenía la cabeza unida como un 
áncora de esperanza. 

Cual si saliera de un sueño, Natalia dijo tem- 
blante : 

— Oh! puede esto dañarte... Qué locura! Re- 
.. por favor. 

— Hay tiempo — murmuró Luis María con VOZ 
ida. 

( )tra vez . . . otra . . . 



GRITO DE OLORIA. 429 



Dio luego una sacudida, se arquesó, puso el sem- 
blante en el seno de la joven y escápesele un so- 
llozo. 

En pos de esa contracción, su cabeza resbaló en 
la almohada y hundióse en ella. 

— Ay! — exclamó Nata — qué tortura horrible! 
El herido había cerrado los ojos y respiraba con 

gran fatiga. Ardían sus sienes. 

Púsose de nuevo Natalia de pie, alzándose pá- 
lida y rígida como una muerta. 

Cogió con mano convulsa la infusión de corteza 
de «quebracho», y le hizo beber dos ó tres 
sorbos. 

Examinóle las vendas. 

La del brazo no ofrecía novedad alguna. No así 
la del pecho. Debajo de ésta se dibujaba una man- 
cha de sangre y sentíase un resuello sordo, inter- 
mitente, de fuerza viva que se aniquila. 

— Yo habré apresurado su muerte — susurró Na- 
talia conteniendo los alientos. Pero él lo quería . . . 
Era un pobre y último goce que no podía negarle. 
Pobre goce ! Más merecías, mi amado, ya que vas 
á morir ; todo mi ser fuera poco ! 

Y contemplándole como extraviada, la angustia 
subió de punto. 

Volvió á abrazarse á él y lo movió diciendo 
con acento bajo y entrecortado : 

— No te vas así tan pronto ... Yo no quiero 
que te mueras. Oh crueldad de la suerte ! Vuelve, 
mi bien, sí, vuelve ! . . . Un último beso para tu 



430 E. ACEVEDO DÍAZ 



madrecita querida, que yo lo recibiré todo en mi 
boca. Sonríete como antes ; ánimo ! sí, ánimo, que 
esto pasará mi amigo adorado! 

Sonreía ella á su vez, viendo que el herido 
abría los ojos y se volvía, como cediendo al es- 
fuerzo de sus manecitas temblorosas que le opri- 
mían las sienes dulcemente. 

Pero fué un arranque supremo. 

Un fulgor opico lucía en sus pupilas, que se 
concentraron sobre la joven con la dureza de la 
agonía ; quiso hablar, y de su boca salió un hálito 
leve, y al sellarse en un último beso los labios de 
los dos, sacudió un momento la cabeza : la poso 
en la almohada y se quedó inmóvil. 

Natalia lanzó una voz semejante á un ronquido, 
y dióse vuelta anonadada. 

Vio á su padre, á Esteban, á Guadalupe, á don 
Anacleto en la penumbra que miraban hacia el le- 
cho, como buscando entre sus pliegues un signo 
de vida. 

— Inútil empeño — dijo Natalia. Todo acabó ! 

Sin vacilar acercóse al lecho, y posó sus dos 
manos en los párpados del muerto. 

Allí las tuvo un rato. 

Después las separó y miró . . . 

listaban plegados. Parecía dormido. 

El resplandor tenue del alba penetraba por las 
rendijas del ventanillo y con su aparición coinci- 
día el variado concierto de las aves que anidaban 
bajo el alero. De afuera v^ní.x como una oleada 



GIUTO DE GLORIA 



431 



de vida cargada de trinos y de aromas ; y las lu- 
ces brillantes no tardaron en unirse al festival de 
la mañana, con el coro lejano del ganado y el 
vaivén del esquilón. 



xxxvir 



La sombra del cenador 

Cuando caía el sol al día siguiente en medio de 
una atmósfera de ámbar y rosa confundidos, un 
pequeño grupo de personas mustias y calladas salía 
de las casas y se dirigía á lento paso hacia el es- 
trecho valle que el bosque de Santa Lucía orillaba 
con sus frondas. 

Componíase el grupo de cinco hombres y dos 
mujeres. Cuatro dé ellos llevaban á pulso un cajón, 
algo como un féretro cubierto por un paño negro 
clavado en la madera á trechos. 

En la tapa de estas andas veíanse esparcidas ra- 
mitas verdes y flores silvestres apiñadas, sin orden, 
cual si sobre ella hubiese volcado al azar uno de 
sus búcaros la primavera. 

Los gajos del aromo y del laurel agreste se en- 
tremezclaban con la yedra y los claveles del aire. 
Algunas violetas aparecían aquí y allá entre los vi- 
vos matices, como arrojadas por un soplo de an- 
gustia. 



432 E. AC1YED0 DÍAZ 



La fosa se había abierto junto á la que encerraba 
á Dora. 

Natalia quiso que su amigo descansara al lado 
de la que le amó, como ella; tal vez con la misma 
intensidad é idéntica ternura ! 

Una cruz de coronillo alta y retorcida, en cuyos 
brazos se enrroscaban parietarias lanzando á todos 
rumbos un centenar de guías, señalaba el sitio en 
que reposaba la cabeza de la amable joven que 
fué luz del pago. 

Cerca, en un grupo de «talas», una banda de 
«horneros» bulliciosos hería el aire con sus gritos 
alegres, que á don Cleto parecieron ecos de aque- 
llas risas encantadoras de otro tiempo. 

Guadalupe llevaba una cruz semejante á la que 
adornaba la tumba de Dcra; fabricada en la noche, 
como el ataúd, por Esteban y el capataz. 

En tanto sepultaban el cuerpo de Luis María, 
Natalia se puso de rodillas al borde del hoyo, si- 
guiendo con la mirada cómo subía á oleadas la 
tierra negra que caía sobre la caja. 

Las flores habían sido amontonadas á un lado, 
para ser luego desparramadas encima. 

La joven tenía los ojos hundidos y el rostro de 
una blancura casi transparente. Más rígida que nanea, 
ni una crispación se notaba len sus facciones, ni en 
sus labios marchitos. Parecía haber apurado de un 
sorbo toda la hiél del sufrimiento. 

Antes de abandonar las «casas», había besado 
muchas veces al muerto en la frente y en las me- 




GRITO DE GLORIA 433 



jillas ; y apartada de allí, había vuelto 211 silencio 
con gran fuerza de voluntad, y estrechado contra 
la suya su cabeza, besándolo entonces en los labios 
yertos con una caricia interminable. 

Arrancada de nuevo del sitio, había retornado 
sin mirar á otro objeto que al que fué su adora- 
ble deliquio, con un gesto tan duro y sombrío, que 
nadie se atrevió á detenerla ; y otra vez acarició 
al muerto, cortóle dos rulos, que guardó en el 
seno, echóle sobre el pecho un puñado de flores, 
arreglóle bien la almohadilla, y después dijo con 
acento dulce : 

— Ahora sí . . . ¡No hay más que hacer ! 
Cuando salían, habíale dicho su padre á modo 

de ruego : 

— Tú no vas, hija. Basta con nosotros. 

Y ella respondió con una firmeza tranquila : 

— ¡ Sí, que iré ! 

Y había venido ahogando sus sollozos, altiva en 
su dolor, hasta aquel lugar reservado para el último 
sueño de su novio. 

Vio echarle tierra sin modular una queja, en apa- 
riencia insensible. 

Apenas en el párpado nervioso podía notarse su 
honda agitación interna, y en Ja expresión desolada 
de sus pupilas el abismo abierto á sus fervientes 
amores. 

Sin duda se había secado la fuente del llanto, y 
sólo quedaba dentro ese pesar agudo que hace la- 
tir la arteria á saltos y denuncia una revolución 
de los afectos más ardientes del ánimo. 

28 



434 E. ACEVEDO DÍAZ 



La fúnebre tarea duró breves instantes. 

La tierra llegó al nivel: se aplanó; púsose la 
cruz en línea recta con la de Dora, á igual altura; 
y por último esparcióse sobre las dos tumbas un 
poco de arena fina traída de la rivera para relle- 
nar las más pequeñas grietas del suelo. 

Hecho esto, Nata se levantó y diseminó en aquel 
corto espacio las hojas y flores como quien rocía 
con agua bendita. 

Después, dijo á su padre: 

— Les haremos aquí una casita que les preserve 
de la lluvia que filtra y del hielo, ¿verdad? 

— Sí. 

Natalia echó á andar, y todos siguieron en pos. 

El grupo, al llegar á las casas, se disolvió silen- 
cioso, como se había reunido. El pesar era pro- 
fundo. 

Natalia entró á su habitación sin fuerzas ; y arro- 
jóse en el lecho. 

En él quedó como muerta, hasta el otro día. 

Con el alba se levantó, y púsose á escribir á la 
madre de Berón. 

Parecía serena ; tenía firme el pulso, y trazó los 
caracteres con calma dolorosa. 

« Ya acabó de sufrir — decíale entre otras cosas 
de mujer convencida de que nadie ha de dolerse 
más que ella. — Su último beso fué para tí y lo 
recibió toda mi boca. Yo le cerró los ojos, y le 
corté dos rizos ; uno para tí, otro para mí. Ahí va 
el tuyo... Lo acompañé hasta el sitio que yo ha- 




GRITO DE GLORIA 435 



bía señalado para que durmiera, y vi como lo 
acostaban. ¡ Está en buena compañía, madre ! y lo 
he de cuidar siempre . . . Tendrá mi visita todos 
los días y muchas flores, de las más hermosas que 
se encuentren en mi jardincito y en la ribera; 
además les haremos una « glorieta » á los dos, con 
ceibos y claveles del monte. ¡ Nunca se apartará de 
mí su memoria! Sea cual fuere la hora en que te 
acuerdes de él, yo también estaré pensando en el 
amigo adorado que fué la ilusión de mi vida. ¡Ay, 
madre! por más que las dos lloremos, no hemos 
de llenar el vaso de amargura en la medida en 
que lo hemos bebido ... ¡ Consuélate, á pesar de 
todo, de que siempre tendremos lágrimas ! » 

Como esta carta decía, elevóse en el lugar soli- 
tario un pabellón que rodearon los ceibos y enre- 
daderas de la selva, y al poco tiempo se formó un 
cerco espeso de flores y follajes. 

Después, los céspedes se unieron á los ceibos 
que retoñaban, las enredaderas y lianas hiciéronse 
trenzas largas y ondulantes y se asieron á las cru- 
ces con todo el vigor de brazos que se crispan 
ansiosos de apoyo. 

Las cruces llegaron á desaparecer poco á poco 
en un boscaje que se alzó trepando en torno del 
cenador por dentro y fuera, y sólo quedó en el 
interior como un sendero tortuoso que terminaba 
allí donde estaban los símbolos funerarios. 

Las avispas y las abejas salvajes zumbaban en los 
días ardientes bajo la bóveda y elaboraban su miel 
en la espesura de mburucuyáes y «camambúes». 



HT 



436 B. ACEVEDO DÍAZ 



Cuenta una tradición del pago, que en aquel bú- 
caro enorme, ornado siempre de frescas frondas, 
guías y festones, á la vez que criadero exuberante 
de selváticas aromas, venían los pájaros en nutridas 
bandas á fabricar sus nidos, oyéndose al cuajar la 
aurora y al morir la tarde un himno eterno de 
complicados silbos y arrullos; y añade la tradición 
también, que á esas horas, unas veces entre luces 
y otras entre sombras, veíase entrar y salir del ce- 
nador á una mujer taciturna, rígida y fría que no 
por esto dejaba de sonreír á los vivos, pero que 
sólo parecía hablar con los muertos. 



FIN 



ÍNDICE 



ÍNDICE 



NfjH 

I. — Después de Catalán S 

II. — Dos caudillos 16 

III. — Excursión X los pagos 28 

IV. — La cruzada 37 

V. — Al viento la bandera -. . . 53 

VI. — Pensamiento, valor y audacia 7 1 

VII. — El cuerpo de paulistas 82 

VIII. — Calderón 90 

IX. — Junto á los fogones 100 

X. — Sobre la pista 108 

XI. — El hombre de las ojotas 119 

XII — En marcha al Cerrito 127 

XIII. — Dentro de murallas 146 

XIV. — Las nuevas de Lupa 161 

XV. — Al habla con don Cleto 172 

XVI. — Desde el mirador 183 

XVII. — La primera refriega 201 

XVIII. — Solo y libre 215 

XIX. — Del vivac á las «cachimbas» 223 

XX. — Los coturnos de Jacinta 237 

XXI. — Al rescoldo 248 

XXII. — Las albricias de Nerea 261 

XXIII. — Esteban 273 

XXIV. — El cofre de Natalia 288 



IV ÍNDICE 

Páginas 

XXV. — Rumor de victoria 298 

XXVI. — El cinto de don Carlos 309 

XXYII. — La sublevación 318 

XXVIII. — El esfuerzo nacional 334 

XXIX. — La columna en marcha 344 

XXX. — La cólera de Jacinta 358 

XXXI. — Sarandi 364 

XXXII. — El duelo á lanza 378 

XXXIII. — Los estragos de la carga 391 

XXXIV. — La vuelta 407 

XXXV. — Esperanzas é inquietudes 412 

XXXVI. — El último idilio 423 

XXXVII. — La sombra del cenador 431 




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